¿Para qué ha servido esta revolución?
Esta pregunta pudiera dar pie para revisar el alcance de revoluciones que, como hechos de cambio históricamente interesante, comprometen procesos políticos, económicos y sociales en la medida que sus efectos sean considerados como factores de desarrollo y progreso en todos los ámbitos que configuran una realidad nacional en particular. Pero si la misma pregunta se suscribe al contexto de lo que en el devenir de estos tiempos ha significado la denominada “revolución bolivariana”, seguramente la respuesta pondrá al descubierto no sólo reveses conceptuales que darán cuenta de una semántica absolutamente traspapelada. Asimismo, de consecuencias totalmente alejadas de lo que la dialéctica política e histórica considera de tan estrafalaria pretensión. Que además, cayó en “saco roto”.
En principio debe advertirse que ni el cuerpo de la Constitución de Venezuela, ni su fundamentación jurídica, brindan un ápice de su texto o de su disposición para referir el término “revolución”. Menos aún, para exaltar razones a partir de las cuales la administración de gobierno pudiera arrogarse facultades para disociar la democracia como sistema político sobre el cual debe dirimirse la soberanía popular, la libertad, la independencia y la autodeterminación nacional. Bastó que el gobierno comenzara a observar, apenas entrado el siglo XXI, la pérdida de vitales espacios políticos y sociales por causa de equivocadas políticas asumidas en el plano de un populismo demagógico, para blandir con marcado desespero conceptos que emergieron tan bruscamente como repentinos fueron los cambios que intentaron justificar. Peor aún, que forzaron sin más razones que las endilgadas por el autoritarismo del cual se valieron estos gobernantes para imponer un proyecto ideológico por voluntad unilateral.
Los primeros dos lustros, luego del arribo a la presidencia de la República del redimido teniente coronel, fueron oportunidad única para desaforar sigilosamente la institucionalidad democrática. Los odios acumulados se convirtieron en criterios de gobierno para descalabrar valores morales a los cuales se aferró la noción y práctica de ciudadanía. Por eso, la estructura gubernamental no sólo se deformó al exagerarse su capacidad funcional–administrativa con la creación de ministerios, institutos, superintendencias, centros operativos, corporaciones. Aparte de comandos tácticos, estados mayores, alto mando político de la revolución, colectivos, comunas, entre otros. También se anquilosó en manos de personajes cuya lealtad al proyecto político de gobierno sirviera para encubrir maniobras producto del maniqueo absurdo y corrupto que dio amparo a decisiones que fueron desquiciando la economía nacional.
Hoy, Venezuela está en la antesala del desmontaje institucional más acérrimo de su historia republicana. Tanto, que el propio Banco Central se ha visto en la contradictoria e imperiosa necesidad de dejar que el tiempo transcurra a fin de solapar lo que acontece en el ámbito de la aguda recesión en ciernes cuyas consecuencias han comenzado a arreciar. A pesar de todo lo dicho sobre las presuntas bondades de la trillada “revolución”, especialmente por el mal llamado “Plan de la Patria”, el país está hundiéndose sin que sus gobernantes quieran convencerse de lo patético de la actual situación. ¿O es que la condición de militante del partido de gobierno, hace que sobre esta gente no incida nada infortunado? Es decir, que los afectos al proceso no se enferman, no sufren las adversidades de la crisis nacional. Viven exentos de las calamidades de no conseguir medicamentos, alimentos, repuestos o de los precios de una canasta básica que supera groseramente el salario mínimo. No caen en el rango de aquella población que padece los rigores de una pobreza extrema y que, según cifras oficiales, ha aumentado proporcionalmente en relación con los ingresos por renta petrolera. Las realidades las tergiversan para aparentar lo que no es. De hecho, siguen aprovechándose de mentiras piadosas, como lo del magnicidio, para pasar por encima de contrariedades como si en verdad nada sucediera. Cuando lo que acontece trasciende lo aberrante. Si las realidades del país han llegado a niveles tan accidentados y caóticos, sin que estos gobernantes así las reconozcan, entonces ¿para qué ha servido esta revolución?