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Don Ramón J. Velásquez: una historia

Dicen que murió Ramón Velásquez y no lo creo pero en verdad parece ser así, al menos por el vigor y la sonoridad con que se sabe de esta hora entre amigos de tantas vecindades que se avisan, como suelen las tribus, y que él atesoró durante 97 años de vida transcurrida en este laberinto nombrado Venezuela.

En él se concentra buena parte de la historia del país, no sólo por su edad ni por lo que la estudió, publicó o ayudó a publicar sobre ella, o ejerció en cargos públicos y supo de pasado y presente, sino también, y quiero resaltarlo, porque hay miles de venezolanos, de nosotros, de carne y hueso, que pueden contar un cuento junto a Ramón Jota en razón de una tertulia, una beca, una ayuda para el hijo enfermo, regaños, desayunos, anécdotas, secretos, visiones del país a través de sus gentes y demás geografías.

Resumo algunos de sus rasgos, al menos aquellos que considero fundamentales a partir de mi experiencia personal junto a él. Antes que nada andino, nunca dejó de serlo a pesar de vivir en Caracas desde joven; después historiador, más que como profesional, por cargarla en las venas como un tesoro y una fuerza con la que se imponía sobre nuestras veleidades recolectadas en las aulas. No es que supiera de historia, él era la historia, la representaba y cuando uno tenía el privilegio de andar a su lado por razones de trabajo o tertulia, siempre imponía esa presencia de pater familiae, de tótem, de cromosoma hereditario.

Pero también era humano, esquivo, huraño. Rudo como un patriarca a la antigua, campesino, desconfiado, ordenado, celoso, puntual, escolar si se quiere, digno de sí, viendo el futuro como flor del pasado y el presente como posibilidad para no repetirnos en lo que tienen estos lares de caudillaje, atraso y sumisión. Por eso se enfrentó siempre a las dictaduras a las que entendía a fondo por haberlas estudiado, escrito y padecido. Siempre supo que Juan Vicente Gómez era el prototipo de nuestras obsesiones más profundas y casi que se confunde con él, se transmuta imaginariamente, se desdobla para saberlo, olerlo, predecirlo, evitarlo.

Se dio a la democracia por entero, fue un político a su modo, a tiempo completo. Rómulo Betancourt lo nombró su Secretario Privado para que manejara la “cuestión militar”, por cuyas veleidades hemos dado tantos traspiés y tanto daño se le ha hecho al país ingrávido de siempre.

Llegó a ser Presidente después de ser ministro de tantas cosas, pero fue sobretodo un político abierto y dialogante, que en siete meses, durante su gobierno, logró que el barco de la democracia no se hundiera frente a los demonios de la dictadura que por allí andaban sueltos. Luego se dedicó al retiro militante y siguió hablándole al país del futuro próspero y democrático que nos espera. Ahora que está muerto, no dejemos su espíritu descansar en paz, antes bien abonemos el país con su enseñanza. A quien tanto nos dio, mucho debemos y más ahora ido. Su vida es un orgullo, no una estatua.

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