El periodismo albañal
Sabíamos del periodismo amarillo. Aquel que explota sin pudor el lado sensacionalista de las noticias para asegurarse más lectores. Y del periodismo rosa. El que se ocupa morbosamente de los amoríos y la vida privada de los famosos. Pero poco o nada conocíamos de lo que, a falta de mejor calificativo, algunos llaman el periodismo albañal.
Hasta que la logia militar que gobierna a Venezuela llegó a Miraflores y algunos de sus funcionarios civiles a las pantallas de VTV.
Para explicarnos mejor, a partir de ahora llamaremos «albañal» un tipo de periodismo oficial concebido exclusivamente para intentar la descalificación moral e intelectual de los opositores, no mediante el debate de ideas sino a través del recurso de la burla, el escarnio, el acoso sicológico, la descalificación moral, el encono contra defectos de nacimiento o características físicas de las personas, la homofobia, la misoginia, el racismo, ejercidos por sus conductores desde un habla que reproduce el dejo confrontacional, despectivo y humillante propios de la jerga de los delincuentes violentos de las grandes ciudades venezolanas.
Hablo, entre otros, de programas como La hojilla y, el ya pasado, Los papeles de Mandinga, cuyos nombres, carcelarios, delatan de antemano la ética y el talante que les da sustento.
Frases del tipo «ese señor es un perro, y perdón al perro por ofenderlo» para referirse a un comunicador opositor; «el abogado morsa» para burlarse del sobrepeso de un candidato al Parlamento Andino; «perversos, pedófilos, arrastrados y traidores» para definir a los cardenales miembros del Consejo Episcopal Venezolano; o la democrática caracterización de «todos los de la oposición son un pozo séptico sin fondo», son algunos de los mensajes más suaves a los que diariamente recurre el periodismo albañal supuestamente para defender, como el Che, vaya paradoja, «los valores más nobles de la humanidad».
La estrategia es vieja y se corresponde con lo que en el campo de la opinión pública se ha conocido como «guerra sucia».
En tanto que práctica delictiva y en buena medida penada por la ley, en los países donde la justicia funciona, la guerra sucia es practicada por sus autores desde el anonimato para protegerse de las demandas.
Lo novedoso en la Venezuela bolivariana es que esa patología de la información se practica impúdicamente, a la vista de todos, y hasta se celebra y reivindica como discurso oficial, desde la seguridad y el ventajismo un tanto cobardes derivados del hecho de que el aparato judicial es un apéndice de la Presidencia y que ningún Silva o Nolia, dos de los sacerdotes de este tipo de periodismo, irá a juicio. Es un asunto de malandros. Esta semana que hoy concluye, el sacerdote y sicólogo Alejandro Moreno, estudioso del imaginario y la cultura de los asesinos múltiples, nos ha explicado con claridad la función de su palabra violenta. La palabra calificadora cargada de agresión nos dice en El Nacional del 9 de octubre deshumaniza, es decir, permite percibir al otro como un ser no humano y lo culpabiliza: al llamarlo becerro, chigüire, venao, traidor, mansalvero, lo presenta como merecedor de castigo y hasta reo de muerte, así se libera moralmente y justifica la actuación de la violencia.
Esa misma es la función del periodismo albañal. Que no está inspirado ni en Marx ni en Engels, sino en «cabeza’e motor», en «car’e pote» o cualquiera de los centenares de venezolanos excluidos que desdichadamente han tenido que optar por el camino del asesinato, las pistolas y las granadas, como ruta existencial para cobrarse unas deudas que nunca nadie les terminará de cancelar.
La pregunta de Moreno es dramática y vale para el periodismo albañal: «¿A la liberación de cuáles conductas, puede conducir una palabra que califica a todo un sector de la sociedad como el lugar donde está la miseria humana, el polo de la farsa, de la mentira y la antipatria?». ¿A que la sangre llegue al río?, se responde temerosamente el lúcido sacerdote.