El plan B
LO (IN)EVITABLE EN LA HISTORIA
Las catástrofes son perfectamente evitables. Es importante tenerlo presente ante el desafío del 26 de septiembre. El Plan A consiste en salir a votar sin melindres, entusiasta, masivamente. Pero no es cierto que el plan B consista, sólo y exclusivamente, en “echarle bolas al plan A”. El plan B consiste en tener a mano y recurrir a todas las armas constitucionales, si nos escamotean – como es perfectamente previsible – nuestra victoria. Pues nuestro objetivo irrenunciable es el triunfo de la verdad y la restitución de la democracia. Sin componendas ni fraudes de ninguna especie.
Hundidos en el desastre que causáramos durante el gobierno de la Unidad Popular, Chile perdió todo valor económico. Cayó en bancarrota. Poco antes del golpe de Estado mi sueldo como investigador y profesor de la Escuela de Economía de la Universidad de Chile se había reducido a poco menos de cinco dólares. Pagaba por un excelente apartamento de dos pisos en un barrio de clase media, Carlos Antúnez con Providencia, menos de cincuenta centavos. Y debo confesar que me parecía un abuso: ¿por qué, en plena revolución socialista, un revolucionario habría de pagar el alquiler? Fue la razón que me impidió adquirir un maravilloso caserón construido durante los años veinte, con amplias estancias, pisos de parquet y baños dignos de un palacio zarista, ubicado en una espléndida colina con vista a la bahía de Valparaíso y unas galerías acristaladas que permitían una vista de 360 grados, por la bicoca de tres mil dólares. Para mí y para cualquier chileno de izquierda en esa época, una fortuna inalcanzable. A no ser que se fuera un turista revolucionario de proveniencia caraqueña, de aquellos que recibían envíos verdaderamente cuantiosos: trescientos, cuatrocientos y hasta quinientos dólares mensuales. El sueldo del presidente Allende por todos los imaginarios años de su presidencia. Si el destino no se le hubiera interpuesto.
¿Quién iba a imaginar que cuarenta años después ese mismo apartamento, en el mismo edificio y sobre la misma esquina, costaría varios cientos de miles de dólares? ¿Qué ese barrio habría perdido, aún así, toda prestancia y que mucho más arriba, pegada a la cordillera, la ciudad se convertiría en una suerte de alucinante reproducción de la Avenida Madison, de Nueva York? ¿Quién, que Santiago sería una ciudad deslumbrante, de gigantescos rascacielos de vidrio y acero, pletórica de actividad comercial y empresarial y tan limpia, cuidada y embellecida, que bien podría llegar a competir con cualquier ciudad del primer mundo?
Duele en el alma comprobar que todo ese monumental desarrollo se debió a la cruenta y extremadamente dolorosa decisión de evitar lo que parecía inevitable: que Chile se convirtiera en “el segundo territorio libre de América”, vale decir: en un miserable y aterrador pastiche de la revolución cubana. Que tras esos mismos cuarenta años se arrastra en medio de una miseria infinitamente mayor que la que sufríamos en el Chile de la Unidad Popular. Cataléptica, apática, miserable y consumida. Detenida en la eternidad de la nada cual burbuja de cuentos de hadas. Administrada como una hacienda privada por sus dos capataces, tan cruentos y desalmados, tan represivos y esclavizantes como un mayoral de tiempos de la esclavitud.
Desde entonces me pregunto si el curso de la historia de los pueblos – como la de las personas – es evitable o inevitable. Sigue un rumbo fijo e inexorable o puede torcerse a voluntad de los mejores espíritus. Se entrega a las ciegas fuerzas del azar o puede enrumbarse según la conveniencia y la sabiduría de los hombres. ¿De qué depende que en el momento crucial y definitorio los pueblos asuman con virilidad y sabiduría las decisiones correctas y sin parar mientes en los costos apuesten por el futuro de las futuras generaciones? ¿De la decisión y sabiduría de un hombre providencial o de la acción consciente de las élites, los grupos dirigentes, los partidos o las instituciones?
Se equivocan quienes creen que hemos debido transitar necesariamente por estos once años de sistemática destrucción. Se equivocan quienes critican como errores imperdonables los esfuerzos emprendidos por nuestros mejores combatientes por abortar esta llamada revolución bolivariana. Se equivocan quienes juran que las elecciones y nada más que las elecciones podían y podrían garantizar el fin de esta siniestra pesadilla. Elecciones manejadas a su antojo por quienes disponían del Poder, el dinero y la inescrupulosidad para usarlas a su entera ventaja y conveniencia. Si el país hubiera contado con la élite política y militar que las circunstancias exigieron, Chávez se hubiera ido el 11 de abril. Y el país se hubiera ahorrado más de cien mil cadáveres y la dilapidación de novecientos mil millones de dólares. Los horrores son perfectamente evitables. Cuando hay quienes puedan evitarlos. Creer lo contrario es apostar al determinismo marxista. Una de las más nefastas y destructivas patrañas de la historia.
Las catástrofes son perfectamente evitables. Es importante tenerlo presente ante el desafío del 26 de septiembre. El Plan A consiste en salir a votar sin melindres, entusiasta, masivamente. Pero no es cierto que el plan B consista, sólo y exclusivamente, en “echarle bolas al plan A”. El plan B consiste en tener a mano y recurrir a todas las armas constitucionales, si nos escamotean – como es perfectamente previsible – nuestra victoria. Pues nuestro objetivo irrenunciable es el triunfo de la verdad y la restitución de la democracia. Sin componendas ni fraudes de ninguna especie.
El Plan B no tiene nada que ver con el golpismo ni con el militarismo. El Plan B fue previsto y está en la Constitución. Si es necesario, habrá que ponerlo en acción.