Opinión Nacional

El espejo de Lauría

En esa conversación que tuvimos hace como siete años no me miró casi a los ojos. Hablaba mirando un punto fijo en la pared, no por nervios ni arrogancia, sino porque parecía interesarle más sus recuerdos que sus jóvenes interlocutores. Mis comentarios no parecían interesarle mucho. Resbalaban sobre él como el aire en las piedras, jamás modificando siquiera ligeramente el rumbo de lo que decía. ¿Qué valor podían tener los comentarios de un carajito que no llegaba a los treinta frente a las historias de su vida? ¿No había sido él uno de los hombres más poderosos de la Cuarta República, desempeñándose como presidente del Banco de Venezuela, diputado, gobernador del Distrito Federal, presidente del Congreso y cabeza de los ministerios de Interior, Fomento, Secretaría y Turismo durante los gobiernos de CAP y Jaime Lusinchi?

Desde ese día comencé a darle vueltas a un proyecto: sentarme a conversar con él para que me echara el cuento de su vida. Nadie mejor posicionado que él para contarme, a través de su propia biografía, la historia de la segunda parte de la era puntofijista, con todas sus virtudes y defectos.

Mi curiosidad no era sólo histórica, también literaria. En esa conversación que tuve con él me di cuenta de que era un personaje de novela. No sólo por la vida que había tenido, también porque era un hombre pintoresco. Como mi abuelo, era culto, chismoso, ferozmente inteligente y proclive a la exageración. Mi hermano, que lo conoció mejor, me confirmó que conversar con él era interesante por dos razones: por su novelesca personalidad y porque sus anécdotas y cuentos se enredaban con la historia del país, a veces fundiéndose en una sola narrativa.

Recuerdo en especial una de las anécdotas que le contó a mi hermano. Ya ni él ni yo recordamos los detalles (que voy a rellenar con mi imaginación), pero sí la esencia de la historia.

Cuando a los treinta y pico años de edad lo nombraron a un cargo muy alto en un banco importante, su jefe o mentor le envió un espejo de regalo:

“Bueno, y un par de días después de que me nombran presidente, me llega a la casa un regalo de X. Un espejo inmenso. Lo puse en mi cuarto, era muy bonito, pero me acuerdo que le comenté a mi esposa que era un regalo muy raro, era grandísimo, y ¿quién coño regala un espejo? Pero a la semana no pensé más en el espejo del coño. Hasta que volví a ver a X y me preguntó si me había gustado el espejo. Le dije que sí, que lo había puesto en mi cuarto y me dijo ‘Muy bien, para eso te lo di, para que te veas todas las mañanas y no se te olvide que sigues siendo el mismo güevón.’ El coño e su madre. No ha pasado un día en el que no me vea en ése o en cualquier otro espejo sin pensar: ‘Sigues siendo el mismo güevón.’”

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