Opinión Nacional

La traición de las élites

El papel de las élites dentro de los procesos de cambio o en el mantenimiento del orden establecido, ha sido ampliamente estudiado por la teoría y la sociología política. Desde Max Weber, Vilfredo Pareto, Gaetano Mosca  y Robert Michels, a comienzos del siglo XX, hasta Robert Dahl, luego de la segunda mitad de la centuria pasada, numerosos han sido los pensadores que se han ocupado de este asunto. Cada uno de ellos destaca, desde su propia perspectiva, el enorme  peso de las vanguardias políticas, intelectuales, gremiales o sindicales, en las transformaciones  sociales o en la conservación de los modelos existentes.

         En Venezuela este tema se estudió en el pasado con densidad. Conflicto y consenso, la investigación dirigida por José Agustín Silva Michelena en la década de los sesenta, representa un clásico que todavía sirve de ejemplo en las exploraciones sobre la materia. Posteriormente aparece publicado El reto de las élites, de José Antonio Gil Yepes, otro hito relevante. Habría que agregar los aportes de Juan Carlos Rey y Aníbal Romero, entre otros investigadores, quienes diagnosticaron a la dirigencia nacional durante el período comprendido entre 1958 y 1998.

Hay, sin embargo, una deuda pendiente. Aún nos faltan estudios exhaustivos acerca de lo ocurrido con las élites del país durante el período inmediatamente anterior al triunfo del actual jefe de Estado y en los primeros años de su gobierno. Con el fin de comenzar a cubrir este déficit, Carlos Raúl Hernández y Luis Emilio Rondón escriben La democracia traicionad (Rayuela, 2010), texto fundamental en el esfuerzo de despejar los enigmas y responder las preguntas acerca de cómo y por qué una democracia considerada de las más sólidas de América Latina y el mundo, se encuentra hoy en una etapa agónica. Sus autores abordan las interrogantes desde una perspectiva histórica. Comienzan revisando los  efectos benéficos del Pacto de Punto Fijo y se extienden hasta el análisis de la Constituyente del 99 y las políticas orientadas a la destrucción de la economía de mercado, en el plano económico, y de la democracia liberal, en el plano político.

La tesis de Hernández y Rondón es concluyente: a un sector significativo de la dirigencia nacional le faltó claridad y decisión para asumir la defensa de la democracia y propiciar los cambios que habrían permitido que el sistema se remozara y profundizara. Incluso, por momentos se opuso a las reformas que habrían modernizado la economía  y transformado el Estado para hacerlo más eficiente. Hubo quienes apostaron a la crisis del sistema  pensando que serían ellos los beneficiados del colapso. No lograron percibir la dimensión de la fractura social que había venido gestándose, ni las características del liderazgo alternativo que las críticas despiadadas a la democracia había incubado. Se produjo, de acuerdo con sus términos, una traición a la democracia.

De la lectura de este libro y de la aciaga experiencia de los últimos once años, en los que hemos visto cómo la democracia es atropellada y la libertad, en todas las esferas, es acosada y reducida a espacios cada vez más restringidos, puede concluirse que la preservación del orden democrático es una tarea diaria. En Latinoamérica –y probablemente en cualquier sociedad del planeta- la libertad no tiene un seguro que la proteja indefinidamente contra la posibilidad de que surjan autócratas que quieran destruirla en nombre del pueblo, de los oprimidos, de los explotados, o de cualquiera otra de esas monsergas utilizadas para engañar incautos e imponer modelos tiránicos en los cuales el Estado asfixia a los individuos.

La responsabilidad esencial de la defensa, preservación e intensificación de la democracia y la libertad reside en la élite. Sin la existencia de este factor el pueblo llano puede convertirse en presa fácil de demagogos populistas y déspotas, capaces de valerse de las masas para imponer lo que Alexis de Tocqueville llamó la “dictadura de las mayorías”.

La experiencia venezolana indica que la élite tiene que prever y anticiparse a los acontecimientos, incluso en aquellos países donde no se vislumbran crisis de gobernabilidad en el panorama. En esta región del planeta, el respeto al Estado de Derecho y la independencia de los poderes, base de la democracia, siempre están bajo acecho. La influencia de la tradición cuadillista es demasiado perniciosa. Una dirigencia con firmes convicciones democráticas es un poderoso antídoto contra esa distorsión.


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