El peso de las palabras
Vivimos una descomposición que es obvia en todos los órdenes. Pero quizás en el orden de las palabras es más obvia que en ningún otro, porque las palabras son el vehículo para expresarnos.
Y nuestras palabras han perdido peso. ¡Auxilio, por favor, Alexis Márquez Rodríguez! Y es que perdiendo peso pierden significado, pierden contundencia, pierden esencia. Nos hemos acostumbrado a usar otras palabras que además de suplantar las palabras adecuadas, en muchos casos banalizan los hechos que las palabras describen.
Por ejemplo: un amigo vivió una muy desagradable experiencia con unos policías que lo detuvieron y él estaba sin papeles. En vez de ponerle una multa, como hubiera correspondido, los oficiales le quitaron la cartera, le extrajeron la tarjeta de débito y lo llevaron al banco para que sacara dinero. ¡Un secuestro express hecho por la policía! Yo le dije que los denunciara, y me dijo que para qué… , que sabrían dónde vivía, qué hacía, dónde estudian sus hijos y prefería «dejarlo así». ¿Cuántas cosas «dejamos así»? Muchas. Lo peor, y a eso viene el tema de este artículo, es que en la reunión en la que nos contó lo que le había pasado, uno de los asistentes le dijo: «no chico, no te robaron, te martillaron». ¿Cómo que no lo robaron? ¡Literalmente lo robaron a mano armada! Pero nosotros, en vez de llamar las cosas por su nombre, recurrimos a eufemismos, que no son otra cosa que la expresión suavizada de una idea dura.
¡Qué bríos! Así, cuando nos violan todos los derechos, cuando nos meten a juro leyes que ya hemos rechazado vía referendo, cuando se burlan de nosotros en nuestras narices, lo que decimos es que «nos están calentando como a la rana del cuento». ¿Y si sabemos que la fulana rana terminó sancochada, por qué no reaccionamos?
Aquí a los robos los llamamos martilleos, a los sobornos les decimos matracas y a las sinvergüenzuras, trajines… Y ni son martilleos ni son matracas ni son trajines. ¿Por qué le quitamos importancia a las cosas que la tienen? Es terrible que lo hagamos, porque es el primer paso para aceptar como normales las cosas que son anormales, para aceptar como parte de nuestra cotidianidad lo que en cualquier parte del mundo civilizado serían hechos punibles.
Y es que como las leyes, aquí las palabras tampoco pesan.