Opinión Nacional

Comunismo a juro

El teniente coronel Chávez Frías, desconociendo la voluntad mayoritaria de los venezolanos, e incluso atropellándola, parece estar decidido a implantar a la fuerza, a juro dice la expresión popular, el comunismo del siglo XXI. La imposición látigo en mano, como si se tratara de un caporal encargado de someter a los jornaleros de una hacienda, la lleva adelante de una forma donde alterna la apariencia de caos con la imagen del más estricto apego a un diseño planificado hasta en sus más insignificantes detalles. En este curso ambivalente, un día decide expropiar el edificio La Francia, sin saber que esa vieja construcción pertenece a la Universidad de Oriente (UDO); otro día manda desalojar los depósitos de la Polar en la zona industrial de Barquisimeto, pensando que el lugar donde se encuentran ubicados los galpones es residencial, con lo cual evidencia que desconoce la capital larense; antes, sin previo aviso, expropia Éxito y CADA. El país tiembla cuando comienza Aló, Presidente. ¿Qué temeridad se le ocurrirá es la pregunta que siempre flota en el ambiente?

         Este desorden corre paralelo a la apropiación de todas las empresas fundamentales del país –petróleo, hierro, acero, cemento, electricidad, telecomunicaciones- como si formara parte de un guión muy bien preconcebido. Anarquía y orden coexisten dentro de un esquema orientado a acorralar la propiedad privada, estatizar todos los activos importantes de la nación y colectivizar los sectores marginales de la actividad agrícola y pecuaria y de la pequeña y la mediana industria. Comunismo primitivo, parroquiano y caudillesco -del cual Marx y Lenin, sus nuevos ídolos, estarían espantados- junto a estatismo en el más ortodoxo estilo soviético impuesto por Stalin. Ambos géneros cohabitan en el modelo global.

         ¿Los venezolanos podemos encarar con éxito los enormes retos del país con un diseño tan desquiciado como el que propone Chávez Frías? Imposible. De seguir por este camino lo que nos espera es la miseria atroz. Venezuela quedará relegada a ser una pobre nación, marginada de los círculos donde se toman las decisiones más importantes del continente, a pesar de que contamos con abundantes cantidades de petróleo, la fuente de energía más apetecible del mundo industrial.

         Según proyecciones a partir del Censo de 2001, el último que se ha realizado, somos cerca de 28 millones de venezolanos (este es un decir, pues de acuerdo con el teniente coronel pareciera que solo merecen ese gentilicio quienes apoyan el “proceso”), con una población económicamente activa (PEA) cercana a 14 millones. Actualmente se incorporan a la PEA alrededor de 400 personas al año; dentro de 15 años este último dígito habrá aumentado ya que tenemos, en números redondos, unos 500 mil nacimientos anualmente, lo que quiere decir que dentro de tres lustros esos niños de hoy se integrarán al mercado laboral de mañana. Grosso modo el aparato productivo está obligado a atraer un volumen de inversiones que satisfaga las expectativas de ese contingente, tanto en el presente inmediato como en el futuro lejano. Resulta obvio que el sector público, el Estado, por sí solo no puede asumir el costo que significa satisfacer las demandas  derivadas del incremento vegetativo de la PEA y de la evolución natural de la economía. Necesita del concurso de la inversión privada nacional y extranjera.

         Pero, ¿quién en su sano juicio acudirá en nuestro auxilio? Ocurre que si bien es cierto que los inversionistas exigen una infraestructura adecuada (carreteras, autopistas, puertos, aeropuertos, centros de almacenamiento, etc.), no es menos cierto que reclaman, incluso con mayor intensidad, confianza y seguridad en las instituciones del Estado y en las reglas del juego. Los inversionistas no arriesgan su capital en ambientes signados por la incertidumbre, la desconfianza y la inseguridad. Los inversionistas procuran el orden, buscan poder planificar para períodos prolongados. Confianza, según lo demuestra Francis Fukuyama, es el valor más apreciado, pues ella solo existe en ambientes donde predomina la paz, impera el Estado de Derecho, funcionan las instituciones, operan normas fijas que únicamente pueden modificarse por consenso o por amplios apoyos de las fuerzas políticas y sociales.

         José Mujica, el presidente de Uruguay -ex guerrillero Tupamaro reconocido por su valentía- ha comprendido cabalmente la importancia de respetar esos principios como parte de la fatal necesidad del país sureño de competir con otras naciones más grandes y con mayores recursos naturales de la región. Nada de comunismo trasnochado en Uruguay. La solidaridad y la justicia social, tan necesarias, se fundarán en la capacidad productiva del pueblo elevada a su máxima expresión. Así se lo ha comunicado a empresarios nacionales y foráneos con los cuales se ha reunido.

         Venezuela también está obligada a competir con otras naciones en la atracción de capitales e inversiones. Ningún país puede dejar de hacerlo. Sin embargo, el peso de una ideología arcaica, colectivista, personalista y militarista, está despojando a la nación de toda posibilidad de enfrentar con éxito el porvenir. Chávez marcha en sentido contrario al curso  que siguen sus potenciales aliados. Solo le queda Cuba, imagen viva del atraso y la tiranía.

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