Opinión Nacional

Releyendo a Lenin

Vladimir Lenin fue un monstruo en el pleno sentido de la palabra. Ordenó la apertura de los primeros campos de concentración de la era comunista. Fue un dictador despiadado y cruel que se sentía comodo perteneciendo al mismo linaje de Pedro el Grande e Iván el Terrible, dos déspotas que dominaron a Rusia sin escrúpulos moralistas. Para el jefe de los bolcheviques y forjador de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) palabras como compasión o piedad no debían aparecer en el diccionario de un revolucionario, pues eran expresiones de la gazmoñería pequeño burguesa. Fue implacable con sus adversarios, a quienes consideraba enemigos de clase, sin matices de ningún género. Aplastó a los campesinos, a los obreros y a los intelectuales que se revelaron contra el despotismo de los comisarios bolcheviques. Suprimió la prensa independiente, proscribió los partidos políticos y clausuró la Duma, el Parlamento zarista, pocos días después de asaltar el Palacio de Invierno, en San Petesburgo, con un puñado de camaradas. El totalitarismo comunista le debe mucho. Es él quien desarrolla la teoría del Estado Revolucionario y la Dictadura del Proletariado, campos apenas rozados por su mentor intelectual, Karl Marx. Fue el gran maestro de Stalin en lo que a ferocidad se refiere, a pesar de lo que digan algunos de sus admiradores y defensores, quienes tratan de colocarlo como una figura más humana que el Hombre de Hierro. Fue una  suerte de Robespierre, pero elevado a la enésima potencia. Era la antípoda de un demócrata. Despreciaba la democracia representativa, a la que llamaba “burguesa”. Los demócratas no tienen nada que aprender de sus enseñanzas en el plano ideológico, doctrinario o conceptual, salvo que sea para combatirlas frontalmente.

         Sin embargo, hay una dimensión en la que conviene releer al jefe del golpe de Estado de octubre de 1917 con atención y aprender –sin prejuicios- de sus enseñanzas. Me refiero a sus contribuciones en el terreno de la organización y dirección política. Lenin fue un crítico mordaz del espontaneísmo de las masas, del anarquismo y del voluntarismo franciscano movido por las buenas intenciones, pero que obvia las condiciones objetivas se plantea metas inalcanzables. En ¿Qué hacer?, su libro más importante en esta materia, formula la tesis de la vanguardia y el partido de cuadros revolucionarios. Su visión podríamos resumirla del modo siguiente: no basta que se den las “condiciones objetivas” (inflación, hambre, represión, miseria, corrupción, pérdida de legitimidad y de representatividad) para que un régimen se derrumbe; para que esto ocurra es indispensable que existan también las “condiciones subjetivas”, es decir, una vanguardia organizada en un partido revolucionario que le imprima una dirección coherente  y unificada  al movimiento de masas.

         La concepción leninista de la organización política y del partido se extendió rápidamente por el mundo. Fue acogida por las agrupaciones marxistas y, también, por las no marxistas, e, incluso, por las antimarxistas. El centralismo democrático, una de las proposiciones más importantes de ¿Qué hacer?, continúa siendo asumida por numerosos partidos políticos en todo el planeta. En Venezuela, las organizaciones históricas más importantes adoptaron buena parte de las recomendaciones de Lenin, entre ellas la del centralismo democrático. (que en el caso de los partidos comunistas tiene mucho de centralismo y poco de democrático). Chávez intentó seguir esos preceptos, pero le salió esa caricatura llamada el PSUV.

         Este rápido, y para nada exhaustivo, paseo por los planteamientos del revolucionario ruso me permite aterrizar en Venezuela. Tal vez en ningún país de América Latina existan, como en Venezuela,  tantas condiciones objetivas para desalojar del poder, por la vía democrática, al régimen que se instaló hace once años en Miraflores. Ya quisiera la oposición de cualquier nación latinoamericano contar con condiciones objetivas similares para alcanzar el poder, o, para ponerlo más sencillo y más cerca, ya las hubiese querido tener para sí la resistencia a Pérez Jiménez.  

         El régimen del teniente coronel ha sido a lo largo de esta década corrupto, inepto, ineficiente, autoritario, extranjerizante y subordinado a un país extranjero como Cuba, dilapidador y botarate como ningún otro, irresponsable con su pueblo, además de autoritario, excluyente, hegemónico y cada vez más ilegítimo. Ningún calificativo es suficiente para retratar la debacle que ha significado para el país. Sin embargo, allí sigue el caudillo con un alto margen de popularidad y aceptación dentro de la población más pobre, precisamente la más golpeada por el socialismo del siglo XXI. El hombre de Barinas logra salir con solo unos cuantos rasguños de todos los desastres que provoca. A estas alturas su derrota electoral, a pesar de las argucias del CNE, debería aparecer  tan clara como aparecía el triunfo de Uribe y Santos en la segunda vuelta en Colombia.

         En Venezuela, para alcanzar el triunfo, y especialmente para proyectarlo, faltan esas “condiciones subjetivas” a las que aludía Lenin. Creo que a los miembros de la MUD, que tantos logros se han apuntado, y a otras figuras connotadas de la oposición, entre ellas los gobernadores y los alcaldes, les convendría revisar la teoría leninista de la dirección política. A lo mejor encuentran allí, con los ajustes del caso, las claves para superar los escollos que nos están paralizando, y que impiden mostrarnos ante todo el país como una fuerza en pleno ascenso y con posibilidades reales de victoria.

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