Sobre el tema militar
Un nuevo aniversario del 4 de febrero de 1992 ha sido oportuno para abordar un tema que se evade con calculada picardía. Hay mucha hipocresía al hacerlo, aunque esté siempre presente en la historia. Adelanto que no pertenezco a esa categoría de los que condenan toda intervención militar, sin nada que la justifique. Por eso han sido tan frecuentes las frase “todo golpe es malo”, “ningún golpe es bueno”, repetidas en estos días, no tanto para condenar los hechos del año 92, sino como para prevenir ante cualquier circunstancia que pudiera ocurrir en el presente. Lo extraño es que buena parte de esa gente se queja de la inacción militar frente al régimen castro-chavista. Los critican por ser sumisos y cómplices.
Hay momentos en la vida de los pueblos que justifican la acción militar, también las alianzas cívico-militares para derrotar a un tirano, restituir el orden constitucional alterado y para garantizar la vigencia de los derechos humanos. Normalmente originan procesos de transición hacia los fines señalados. Lo condenable, lo inaceptable es que con el pretexto de derrocar una dictadura se instale otra igual o peor, aunque la orientación ideológica sea diferente. Los procesos de transición, de la dictadura a la democracia, se legitiman con el ejercicio adecuado del poder, por la restitución plena del ordenamiento jurídico y la vida en libertad. Siempre envuelven riesgos y peligros que deben preverse, pero necesitan de mucha comprensión y apoyo cuando son honestos y las motivaciones valederas.
La historia contemporánea ofrece ejemplos dignos de recordarse. También acaba de conmemorarse un nuevo aniversario del 23 de enero de 1.958. Se trató de una acción militar definitiva, con participación de civiles, para derrocar la dictadura de Marcos Pérez Jiménez y dar nacimiento al sistema democrático bajo la conducción de Rómulo Betancourt como Presidente constitucional a partir de 1959. La Junta de Gobierno presidida por el Contralmirante Wofgang Larrazabal primero y Edgar Sanabria después, condujo de manera impecable el proceso que condujo a las elecciones de diciembre del 58. Enfrentó conspiraciones, intentonas e incomprensiones de distinto signo y preparó el camino para que los sucesivos gobiernos elegidos consolidaran la democracia. Pérez Jiménez también era militar, el régimen era militarista, también organizaba elecciones y trataba de cubrir con un manto de “legalidad” sus propósitos continuistas. Larrazábal prestó un servicio invalorable a la República. Creo que aún está pendiente el homenaje que merece.
Rómulo Betancourt es considerado como el padre de la democracia venezolana. Existen muchas razones para llegar a esa conclusión. Pero, vale la pena recordar que presidió la Junta Revolucionaria de Gobierno como consecuencia del golpe que derrocó al General Isaías Medina Angarita el 18 de octubre de 1945. Una alianza cívico-militar que inició el camino bastante accidentado hacia la democracia.
El 4F-92 fue otra cosa, una cruenta intentona militar contra un país que, a pesar de los crecientes vicios del sistema y la ceguera del liderazgo, mantenía condiciones aceptables de normalidad democrática. Los mecanismos de control institucional no estaban al servicio de partidos o persona alguna. Lo demuestra el proceso estrictamente civil que destituyó a Carlos Andrés Pérez y su sometimiento ejemplar a las decisiones jurisdiccionales, justificadas o no. Con el intento frustrado de magnicidio contra Pérez y su familia, quedó como un día de infamia y traición. Ninguna de las banderas de entonces están cumplidas y muchos protagonistas hoy enfrentan al actual régimen. Venezuela, dieciocho años después, está mucho peor que entonces. La soberanía hipotecada y la integridad territorial violada.