Opinión Internacional

Cambio de paradigma

Los colombianos no hemos podido liberarnos del síndrome del ‘Tíbet de Suramérica’, como llamara Alfonso López Michelsen esa propensión tan nuestra de pensar que lo que ocurre en el mundo es algo remoto y distante. En otras épocas, esa indiferencia hacia la dinámica internacional tenía pocas consecuencias. Un país cerrado y poco conectado con el exterior podía, quizás, darse el lujo de un aislacionismo obtuso.

En la Colombia del siglo veintiuno esa actitud ya no es posible. El grado de internacionalización que caracteriza hoy al país es inmensamente superior al que teníamos hace veinte años. De igual forma, la globalización –gústenos o no– está aquí para quedarse. Los intereses nacionales hoy se despliegan, se realizan o se frustran, en gran medida, dependiendo de lo que ocurra en el contexto externo.

De otra parte, Colombia es un actor internacional mucho más relevante de lo que parece a simple vista. El tamaño, crecimiento y estabilidad de la economía hace de nuestro país un socio apetecido. Los flujos de comercio exterior y de inversión extranjera son significativos, con todas sus ventajas y también con sus consecuencias.

Un balance energético donde hay excedentes exportables de petróleo, carbón y electricidad, estratégicamente ubicados, refuerzan la importancia geopolítica de Colombia. Además, somos uno de los pocos países con una frontera agrícola inexplotada, la cual podría convertirnos en un actor central en el suministro de alimentos.

La capacidad de nuestras fuerzas armadas es otra variable que no se puede despreciar. Con una de las fuerzas más grandes del mundo en número de hombres, Colombia no es un país menor cuando se trata de discutir temas de seguridad global y asuntos estratégico-militares. Tiene mucha razón el ministro de Defensa, Juan Carlos Pinzón, cuando indica que el país no puede estar ausente de esos escenarios. Tenemos con qué sentarnos a la mesa donde se toman esas decisiones.

La tradición democrática y la vigencia del Estado de derecho –algo maltrecho por estos días– nos hacen un aliado políticamente conveniente. Colombia es un firme miembro del, cada vez más exclusivo, club de las democracias del mundo.

En síntesis, Colombia tiene con qué hacer valer un peso geopolítico propio. El país se podría caracterizar hoy como una potencia regional con alcance global.

Por eso mismo, el país ya no puede refugiarse en su tradicional cultura de mirar para el otro lado mientras en el mundo están ocurriendo tantas cosas, muchas de estas extremadamente amenazantes y perturbadoras. Colombia debe perder la timidez y el complejo de inferioridad en el escenario internacional.

Después de los ocho años de Uribe en los que se mantuvo una actitud de desprecio hacia la diplomacia y los asuntos exteriores, la canciller María Ángela Holguín ha reconstruido el edificio resquebrajado de nuestras relaciones internacionales. Sobre esos logros es necesario ahora dar otro paso adelante.

Colombia debería desplegar una actitud cada vez más independiente y decisiva. Aun cuando tenemos una empatía natural con los Estados Unidos y otros actores internacionales, que ha sido funcional a la defensa del interés nacional, llegó la hora de asumir lo que se podría llamar una estrategia de diversificación geopolítica. En un entorno de fraccionamiento y dispersión del poder global, en el que han surgido actores alternativos con capacidades estratégicas de alcance mundial, quizás es mejor estar en el ruedo que en las tribunas.

 

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