La sangre de las espinas
Confieso que nunca me imaginé viviendo un siglo XXI tan primitivo, no en esta parcela del mundo donde respiro y envejezco. Nos ha tocado, a los venezolanos, toparnos de bruces con nuestras propias miserias. Alguien dejó abierto el viejo galpón de los escrúpulos y ya no queda ninguno. En realidad, hoy ni siquiera somos la sospecha de lo que creímos ser.
Todos conocen el mal humor de las espinas. Siempre están de a toque. Incesantes en su hostilidad. Hoy todos somos espinas.
Se ha vuelto una exageración dar los buenos días. El reloj solo indica que la confusión no para. La masacre en desarrollo nos desvalijó la sonrisa. Son pocos los que tienen talante para el sueño. Las noches son jornadas de pánico que se van moviendo de municipio en municipio, como un mal premio de la lotería. Rayando la medianoche, las redes sociales expulsan gritos de auxilio. Pero no hay quien salve, pues es justamente la autoridad quien ha salido a dispensar balas y miedo. En la penumbra, ensaya su puntería, drena su rencor. El poder viste el uniforme de los bárbaros.
El mal humor que hoy nos define se agravó cuando Christiane Amanpour, la reputada periodista de CNN Internacional, entrevistó a Nicolás Maduro, presidente de esta convulsión, y le asomó una pregunta de pertinencia doméstica y nacional. «¿Cómo duerme usted, señor presidente?». Él asomó una carcajada y decidió convencernos de que dormía como un bebé. La respuesta quedó rebotando en los oídos de los venezolanos como un agravio mayor. Venezuela es hoy noticia mundial por la crisis que vive, por la lista de muertes que oscurece a tantos apellidos, por el dolor que hay en cada zanja de los heridos. Venezuela huele a caucho en llamas, a bomba lacrimógena, a asfalto en protesta, a mercados vacíos, a hospitales sin insumos, a formol y morgue, a inflación extrema, a infiltrados y colectivos. Confieso que si yo fuera presidente, supuesto negado tajantemente, no podría pegar un ojo desde hace meses. Sin importar de quién fuera la culpa del descalabro. Pero sucede que Maduro sentencia con voz iracunda que hay un golpe de Estado en proceso, una conflagración internacional para derrocarlo, un enjambre de disociados que no le da tregua, y él igual duerme como un bebé, luego de ver un video de Jimmy Hendrix en concierto, como agregó en estos días.
Hay que ser muy cínico para tamaña respuesta. O un mitómano consumado. Quizás Maduro habrá pensado que confesar poco sueño sería revelar su zozobra. «El hombre anda mal.
No duerme. Sabe que le quedan horas», se apurarían en redactar los sociólogos del optimismo irresponsable. La frase la convertirían en fiesta aquellos que abrigan la expectativa de un desenlace temprano. Quizás fue mera estrategia política. Pero creo que, para todos, hubiera sido más sano oír a un hombre genuinamente preocupado por los agobios de su país. Hubiera soñado decente escuchar a Maduro decirle a la periodista que el día que murió Geraldine Moreno no durmió de puro abatimiento. Que la bala que descerrajó el pecho de Daniel Tinoco lo entristeció severamente. Que cada una de las muertes que van sin preguntar el color de sus ideologías le arrancaron las almohadas de la cabeza. Que así como lo encrespa que los guarimberos dañen estructuras públicas que, sí, son de todos también lo desencaja saber a tanta gente intoxicada en su casa por el humo y el horror.
Algo así lo hubiera hecho más humano, menos indigno. Quizás entonces su retórica sobre «la patria grande» hubiera tenido un pellizco de verosimilitud.
«Prohíbete toda escapada a la miseria del mundo», insiste André Breton.
La normalidad se ha convertido en algo excepcional. «Necesito escuchar música sin sentirme culpable por ello», confesaba alguien en Twitter en estos días. Una escritora lo decía en minúsculas: «¿Te acuerdas cuando escribíamos poesía?». «¿Desde cuándo no vas al cine?», se preguntaban dos amigos. El teatro hace gestos desesperados para que volvamos a sus butacas. La prensa está desapareciendo, pero el caos oculta su poco oxígeno. En la televisión el rating lo gana el miedo y los noticieros aprenden a callar.
Mis hijos estuvieron a punto de olvidar el nombre de sus maestras. Se bebe sin alborozo. Las rutinas fueron desbancadas hasta nuevo aviso. El país es un largo mercurio retrógrado. Valdría la pena preguntarse cuánto ha mermado la lujuria en esta cólera llamada Venezuela. ¿Acaso hay chance para la seducción, el cortejo, la licencia de las caricias? Se habla de una soledad pasmosa en los hoteles del sexo. La política suda un fuerte olor a farándula. Los derechos humanos se convirtieron en una flor exótica.
Alguien desaparece con la goma de un lápiz la palabra estadista.
¿Cuál es hoy el deber: el país o la vida? «Son la misma cosa», grita un peatón mientras a un vecino se lo lleva secuestrado el Sebin.
A partir de entonces se sospecha de cualquiera como futuro delator. Dos bolsas de mercado ruedan por el piso.
Todo se ha salido de control.
Es mucha la vida que nos ha robado este monumental desatino llamado revolución.
Uno se pregunta cuál será el pensamiento del policía que vuelve a su casa agotado de golpear estudiantes. «¿Cómo fue tu día?», le preguntará la esposa. «¿Cuántos ladrones atrapaste hoy?», lo inquirirán sus hijos al borde de un arroz con carne guisada. Y él intentará sacudirse el olor a plaza y descontento, el perfume lacrimógeno de la protesta, el mechón de cabello de la estudiante de Ingeniería que le escupió flores y rabia al unísono. ¿Qué respuestas tendrá ese hombre de uniforme? Uno se pregunta si es justo que el dolor de un padre cuyo único hijo fue masacrado por reclamar un mejor país sea superado en atención por la quejumbre en cadena nacional de un artista que fue caceroleado por el encono de quienes lo adversan. Aquel joven no marchará más nunca, ni probará una arepa, no rozará un estadio de béisbol, no podrá enamorarse en una playa, ni graduarse de nada. Solamente de muerte. El artista en cambio seguirá su vida, con un mal recuerdo en los tímpanos, y la turbia prosperidad de estar abrazado al poder.
Puedes comprar solo un shampoo. Viajar es un pecado. Tu sueldo se llenó de agua. Un pollo es una cola de tres horas. Se apagan los centros comerciales. Más nunca salió tu periódico favorito. El repuesto de tu carro se convirtió en jamás. Panamá es una mala palabra. El dólar es oro en polvo. A las tres de la tarde toca encerrarnos en la casa. ¿Más nunca seremos normales? Se nos ha hecho imposible el verso de Walt Whitman: «Yo quiero hacer inseparables a las ciudades, cada una pasando su brazo alrededor del cuello de la otra».
Hoy las plazas solo sirven para morir.
«Ya ni siquiera vamos a poder reírnos». La frase la soltó alguien que se gana la vida sacándole carcajadas a la gente.
Emilio Lovera se presentó hace poco en el Teatro Susan Katz del FIU en Florida. El evento estuvo signado por la polémica. Muchos condenaron que se hiciera un show humorístico mientras en Venezuela tantos jóvenes arriesgaban su vida a la misma hora. Reírse resultaba casi una afrenta imperdonable. Ya, para el exiliado, estar afuera genera una fuerte dosis de culpa. Por otro lado, así como la gente come, se baña, evacúa y duerme, también necesita reírse. Algo de esa modesta apetencia humana fueron todos a buscar a ese sitio. Las ganancias, se advirtió, serían donadas a familiares de los caídos en Táchira y Carabobo.
En un fugaz tránsito por Miami decidí acercarme al evento. Los protagonistas de la noche eran gente de mi afecto y respeto: Sergio Jablón, uno de los mejores libretistas que tuvo la Radio Rochela, estrenándose en lides de comediante con voz propia; ese portento de música y humor llamado César Muñoz; y, en rol estelar, Emilio Lovera. La crisis del país estuvo siempre sobre el escenario. Emilio, en un alarde de responsabilidad, estructuró su presentación bajo el cenital de la crisis. Cuando apareció en escena traía en sus palabras un rudo espejo de las miserias que empañan nuestro gentilicio. Fue implacable. Habló de nuestra astucia para burlar permanentemente las reglas de juego de la civilidad. De nuestra viveza sin pausa. De cómo hemos ido saboteando nuestra propia historia. A cada tanto, nos hundía la cara en una piscina llena de reclamos para luego levantarnos y aliviarnos con una bocanada de humor. La noche se convirtió en una urgente reflexión sobre por qué hemos terminado siendo este desatino descomunal. Dos horas de catarsis donde nadie le soltó la mano al país. Al contrario. Fuimos, esa noche, dolor y gentilicio.
Alguien me sugería que el tema de estas líneas debería ser lo que todo el mundo se pregunta: «¿En qué va a parar esta vaina?». Hay una sensación consensuada. Estamos en el punto de quiebre. En la zona donde los materiales ceden y su consistencia es abolida.
El caos tiene forma de jauría. Los radicales desfilan sus excesos.
Los profetas van de fracaso en fracaso. Aun así, hay gente que los sigue, pues necesitan ser gaseados por la esperanza. Los analistas agotan la tinta de sus reflexiones. El Apocalipsis es el dibujo con más seguidores. En la resurrección solo insisten los optimistas.
La calle es un río revuelto y no hay líderes para tanta energía desatada. El país se desmorona mientras el presidente duerme.
El país reclama. El presidente reprime, como molesto por haber sido despertado. El gobierno dispara. Disfrazado de civil, dispara. Disfrazado de ley, dispara. El país también dispara. Todo tan inquietante. Tan peligroso.
Buscando el país que merecemos hemos ido borrando nuestra vida cotidiana. Solo queda descubrir cuánto abismo hay en el siguiente paso y cuánto futuro en el mapa final de esta incertidumbre.
Por ahora, solo espinas. Y su mucha sangre. Esa es la ruta momentánea. Pero es imperativo alzar la flor. Sin más torpezas.
«La idiotez es una conjura», escribió Leopoldo María Panero, ese gran poeta que acaba de entrar