Opinión Nacional

El discurso del odio

Serían enemigos, parte del sector financiero, económico y mediático, y la alta jerarquía eclesiástica…

Soy un defensor, a pie juntillas, de la libertad de prensa. Desde antes, en el Estado, y ahora y siempre como lo que soy, un columnista impenitente, prefiero digerir la ofensa, el ataque de palabra -por duro que sea- que procurar bajo ninguna razón su censura o autocensura. La tesis no es extraña. La jurisprudencia de derechos humanos es consistente al proteger las expresiones incluso desconsideradas, cuando tocan a personas o asuntos comprometidos con la vida pública, o con la ciudad según dicen los antiguos griegos.

El honor o la intimidad no es que ceden o pierden sus garantías, sino que, en el choque de intereses igualmente valiosos se prefiere aquél de cuya efectividad dependen los demás valores y derechos, como la expresión libre por ser columna vertebral de la democracia.

Abogo a favor de la despenalización de las calumnias e injurias, cuando involucran o afectan a quienes, por propia decisión, se exponen al debate colectivo. Mejor se aviene, como forma de reparación de los abusos el derecho a la réplica o una eventual indemnización.

Pero cosa distinta es el «discurso del odio», sobre todo cuando tiene como agente al Estado y sus servidores. Pues si la injuria rompe el límite que acota el derecho a la libertad de todo individuo para expresarse, la apología del odio y la violencia, con propósitos discriminatorios o de otro orden, lo desnaturalizan.

El odio social y la invocación de la violencia contra quienes disienten o se les considera enemigos, es la raíz de los crímenes contra la Humanidad. Frente a sus expresiones no caben medias tintas. De allí que sus responsables, como lo ilustra la práctica, terminan en el cadalso.

En 2001, la Corte Penal Internacional para Ruanda condena por incitación al genocidio y crímenes contra la Humanidad a Georges Henry Joseph Ruggiu, ex periodista y locutor de Radio Television Libre des Mille Collines (RTLM); quien, en su calidad de tal desempeña un papel crucial en la incitación al odio mediante sus emisiones, animando a la población, en concreto a los militares y la milicia Interahamwe, a la masacre de los Tutsi. Al condenarlo, el Tribunal Internacional observa que sus difusiones, aparentemente inofensivas y en palabras clave, no obstante impulsan la comisión de ésta.

Mucho antes, al término de la Segunda. Guerra Mundial, entre los líderes nazis acusados por el Tribunal de Núremberg hay dos hombres vinculados a la propaganda nazi: Julius Streicher, editor de Der Stürmer, y Hans Fritzsche, director de la división de difusión radial del Ministerio de Propaganda alemán. Streicher es condenado a la horca por sus abundantes artículos de odio. Niega, no obstante, desconocer las matanzas de judíos, pero el Tribunal, incluso, no estableciendo una relación directa entre las publicaciones y los asesinatos considera, sí, que las mismas son un veneno «inyectado en las mentes de miles de alemanes que les llevan a seguir la política nazi de persecución y exterminación».

Fritzsche es absuelto, pues se rehúsa a los pedidos del ministro de propaganda, Joseph Goebbels, para incitar y elevar los odios en la población, y no tiene injerencia en la falsificación de noticias para elevar las pasiones.

El asunto viene al caso, pues desde 1999 ha lugar el «discurso del odio» en Venezuela. Es animado y extendido por el Dictador a fin de dividir y enfrentar a los venezolanos, tanto como para someter al desprecio público a quienes no aplauden sus dislates. Hoy suman 18.000 los homicidios de cada año. El Rodeo es el monumento a la disolución de los afectos en el país.

Recientemente, el partido que aquél dirige, el PSUV, de manera documental declara enemigos de la Revolución a los capitalistas, a quienes hacen parte de sector financiero, económico y mediático, por una parte, y por la otra, la alta jerarquía eclesiástica contrarevolucionaria, la oligarquía y las burguesías apátridas como les llama. La Fiscal General y la Presidenta del Tribunal Supremo de Justicia, de concierto y diligentes persiguen y criminalizan a los miembros de dichos estamentos.

Los periodistas al servicio del Estado, desde la televisión estatal, hacen propio el «discurso del odio», dentro de un ambiente en el que median la impunidad, la corrupción, una historia de violencia, la exclusión y hasta la muerte civil de dichos grupos junto a la intolerancia de las ideas contrarias. Después de los empresarios, periodistas, dueños de medios privados, o dirigentes políticos que son objeto del señalado odio discursivo, le llega la hora a un ícono de civilidad y en edad centenaria, Doña María Teresa Castillo. ¡No les arriendo las ganancias, pues, a los propaladores del odio!

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