Locos amores
También los enamorados tienen su penitencia: La confusión, el desconcierto. Como se refleja en esta copla andaluza: «Quisiera verte y no verte, / quisiera hablarte y no hablarte; / quisiera encontrarte a solas / y no quisiera encontrarte».
Esta confusión, ese desconcierto empieza en las primeras muestras literarias del país. En el antiguo romance ya se comienza a perder la cabeza. Y el marqués de Santillana escribirá: «vencido del sueño / por tierra fragosa / perdí la carrera, / do vi la vaquera / de la Finojosa».
A partir de ahí el desorden se instala definitivamente en nuestras letras. Jorge Manrique dice del amor: «Es un modo de locura». Oigamos al amante más famoso de la época, Calixto, el protagonista de La Celestina, confesar una enfermedad que le perturba el equilibrio hasta el punto de no poder ni siquiera templar su laúd, porque: «¿cómo templará el destemplado?» Confesión y confusión lo mismo que siente Melibea por la misma causa: «Mi mal es de corazón… no pensé jamás que podía dolor quitarme el seso como éste hace».
Pasan los tiempos, y Cervantes se pregunta: «¿Quién me causa este dolor? / ¡Amor!». Para concluir: «De este modo no es cordura / querer curar la pasión / cuando los remedios son / muerte, mudanza y locura».
Posteriormente, Quevedo, en un famoso soneto de un amante agradecido de las lisonjas mentirosas de un sueño, escribirá: «Más desperté del dulce desconcierto; / y vi que estuve vivo con la muerte, / y vi que con la vida estaba muerto».
Años más tarde, todos los escritores aceptarán que el amor galope como un potro desbocado, porque ha llegado el romanticismo, y Larra nos dirá: «El amor es la suprema ley del universo, ley misteriosa por la que todo se gobierna y rige…»
Para los románticos el amor puede llegar a todo incluso a la muerte. Diego, el protagonista de Los amantes de Teruel, muere al pie del altar donde su amada iba a desposarse con otro. Isabel, su antigua novia, exclama: «Mi desgraciado amor es quien le mata. / Delirante le dije te aborrezco. / El creyó la fatídica palabra / y expiró de dolor…» Continúa Isabel: «Tuya fui, tuya soy./ En pos del tuyo / mi enamorado espíritu se lanza..», y se desploma sin vida junto a Diego. A raíz del estreno de la obra teatral de Hartzenbusch, Larra escribe: «Las pasiones y las penas han llenado más cementerios que los médicos y los necios».
En el Don Juan Tenorio de Zorrilla, Doña Inés exclama: «¡Ah! Callad, por compasión / que oyéndoos, me parece / que mi cerebro enloquece / y se arde mi corazón». Y no es menor la confusión de Don Juan al gritar: «¡Doña Inés! Sombra querida / alma de mi corazón, / ¡no me quites la razón / si me has de dejar la vida!»
Bécquer, eleva aún más el desconcierto: «¡Todo sucederá! Podrá la muerte / cubrirme con su fúnebre crespón, / pero jamás en mi podrá apagarse / la llama de tu amor». Y cuando cae en el desengaño, grita: «¡Qué felices son los muertos!»
Amor, dolor, vida, muerte. Incluso escritores realistas sentirán de pronto la cercanía de conceptos, al parecer tan antagónicos. Miguel Hernández, en una canción tan bella como patética, escribió: «Llegó con tres heridas: / la del amor / la de la muerte / y la de la vida». En Bodas de sangre; magnífica obra teatral de García Lorca, Leonardo, abrazado a la novia grita: «Si nos separan será / porque esté muerto». «Y yo muerta», contesta la novia.
Una vez más el amor le ha podido al sentido de conservación, el corazón al cerebro, una vez más la razón ha dado paso a la locura. Así, una y otra vez. Ya lo dijo, Antonio Machado: «¿Qué es amor?, me preguntaba / una niña. Contesté: / Verte una vez y pensar / haberte visto otra vez». No en vano, Juan Ramón Jiménez, exclamó: «¡Eres eterno, amor, / como la primavera!»