Opinión Nacional

Culto despreciable

1 Fiel a su misión, la historia ­echémosle la culpa­ nos tiene acostumbrados a ver cómo se ocupa de derrumbar dioses o mitos después de haberlos encumbrado. Impresiona el «rey de reyes» Gadafi, colgado de la rama tribal para ganar unos días. Las horas de las que se componía su vida se han agotado.

Tal vez se resista a imaginar que se le acabó el tiempo. Había excluido la eventualidad de que su influencia cesara, menguara o revirtiera. No parece ser de los que se rinde. Un Dios no puede hacer eso.

Más creíble en su caso sería la muerte en combate o el suicidio in extremis. Gadafi no puede imaginar que por razones políticas o humanitarias sus perseguidores quieran dar un ejemplo de justicia con quien los humilló, torturó y masacró. El CNT debería convertir en obsesión la reunificación del martirizado país, la superación de los conflictos y el destierro del abominable culto a la personalidad.

No tengo un conocimiento cabal del movimiento rebelde, pero está a la vista su inclinación a preservar las amplias relaciones internas y mundiales que su hábil política de unidad les ha proporcionado. Un gadafismo al revés, plagado de venganza y fanatismo, sería un cruel anacronismo. No parece que pueda cristalizar una deriva como esa a la vista de las operaciones del CNT contra los últimos bastiones del déspota. Gadafi hubiera bombardeado a sus compatriotas sitiados, pero el CNT intenta salidas negociadas. Los combates se han detenido momentáneamente y el diálogo pareciera avanzar. Si esa es la pauta, gloria a al esfuerzo liberador. Si no ungen a un nuevo iluminado para suplantar al derrocado, se evitarán el cáncer del culto a la personalidad, que a la larga es insoportable

2 El «culto a la personalidad» es una expresión reciente para un vicio añejo, tanto que podemos rastrear sus manifestaciones leyendo las estelas, escrituras cuneiformes en barro o jeroglíficos en papiro que divinizaban a los emperadores ribereños de los ríos Tigris, Éufrates y Nilo. Pero es relativamente reciente que consideremos esa práctica abominable una aberración bárbara. Sólo vino a ser tema de debate político desde las grandes transformaciones de los siglos XVIII-XIX, a propósito de esa revolución ideológica contra el absolutismo que recordamos con el nombre de la Ilustración, y de las revoluciones de EEUU y Francia. La concentración del poder en monarcas adueñados de todas las funciones fue retada por la teoría de la división y origen popular del poder. De las revoluciones francesas de 1879, 1830, 1848 y 1872 emergieron los derechos políticos y sociales y las libertades fundamentales.

Lo que llamamos democracia se nutre de todos esos componentes, laboriosamente proporcionados por una lucha de cuando menos tres siglos.

Ese proceso también creó el fuero de la libertad de expresión. La libre manifestación del pensamiento y la garantía de lo que hoy reunimos bajo el arco de los derechos humanos, no son la democracia en sí en tanto forma de estado, pero sí son los garantes de su funcionamiento. Sin libertad política y social y sin libertad de expresión y de prensa la democracia es una vulgar mentira.

3 Para que el «culto a la personalidad», además de serlo, se considerara monstruoso tuvieron que producirse las indicadas transformaciones. Regresar a los monarcas absolutos se consideraba aberrante desde el siglo XIX.

En el XX nacieron (y murieron) las revoluciones leninistas, se consolidó la dictadura unipersonal y apareció el totalitarismo moderno. Si era un «honor» ser estalinista, cuatro años después de la muerte del georgiano resultó ser un «deshonor». En el XX Congreso del PCUS (1956), Jruschov dejó atónito al mundo al decretar la desestalinización. Condenó el «culto a la personalidad» provocando el ensañamiento mundial de los comunistas contra el muerto.

Alguna vez Rómulo Betancourt comentó que cuando en Moscú daban una vuelta a la manivela de la dialéctica, los comunistas protagonizaban un viraje de 180%, y efectivamente fue eso lo que ocurrió: durante años, los partidos comunistas execraron el diabólico culto, operaron con direcciones colectivas y sus jefes perdieron linaje divino.

¡Y en eso llegó Fidel!, ¡y después Chávez!, para que el deplorable culto resurgiera de sus cenizas. Regresó «el dictador necesario» de Vallenilla Lanz, Pedro Manuel Arcaya y su modelo Juan Vicente Gómez.

Que esa rama torcida retoñe en un sedicente socialismo científico es profundamente irónico. La «ciencia» arrodillada ante la magia fanática de un Mesías.

Ese Mesías se reviste de constitucionalidad para guardar las apariencias, pero su fisonomía monárquica quiere consolidarse mediante la entronización perpetua y la concentración del poder en el puño bendito. Militarización, hegemonía mediática, persecución de la disidencia, monopolio de la palabra, liquidación de logros laborales y sociales. Una hecatombe de instituciones conquistadas durante siglos de lucha democrática.

Su programa se basa en el miedo, en la sensación de poder eterno. «Rey de reyes» se hacía llamar Gadafi. También fundó su liderazgo comprando empobrecidos países… hasta que, caramba, los hastiados súbditos reaccionaron, y con la misma los devotos «hermanos» se esfumaron.

 

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