Opinión Nacional

El milagro de Punto Fijo

Sólo la ignorancia o el oportunismo, dos pecados capitales en quien aspire a dirigir los destinos de la Nación, pueden hacer del milagro de Punto Fijo y los únicos cuarenta años continuos de libertad, de paz y de prosperidad vividos en dos siglos de República independiente materia de mofa, de escarnio, de rechazo acrítico. Y de odio colectivo. Sólo la irresponsabilidad de las élites puede explicar que ese milagro digno del mayor cuidado se haya convertido en carroña de los depredadores de la moral de un pueblo inconsciente, incapaz de sostener con su esfuerzo cotidiano los logros de sus mejores hijos.

            Lo pienso a diario cuando veo a la jauría gobernante pisotear los valores de una sociedad civilizada. En vivo y en directo, sin ningún maquillaje. Lo confirmo día a día al ver distorsionado el lenguaje, despreciado el decoro y exhibidas sin el menor pudor las peores lacras del latrocinio: ex militares traidores, asesinos, ladrones, capitanes de industria, estafadores en boca de los cuales la mentira es un pecado venial y la ley de la selva la única Constitución válida y legítima.

            ¿Cómo no preocuparse de ver a algunos de nuestros líderes compartir con la canalla el desprecio por la mejor etapa de nuestra atribulada historia? ¿Cómo no indignarse por quienes buscan sacar provecho de la negación de una época a la que debieran agradecerle su crianza, sus fortunas, su educación, su cultura? Incluso su sobrevivencia. Pues tuvieron el privilegio de vivir en una época en que el crimen no era azuzado desde las alturas del poder y caminar por las calles de cualquier ciudad de Venezuela no era un desafío al destino.

            No es un tema nuevo el de quienes escupen al cielo de nuestras mejores realizaciones. Contra ellos se dirigieron nuestros espíritus mayores, angustiados de ver la veleidad, la inconstancia, la banalidad de quienes se muestran incapaces de comprender que una Nación es el resultado de un proceso acumulativo. Una cadena de generaciones unidas por sus imaginarios brazos extendidos. Marguerite Yourcenar, uno de los más egregios espíritus de Occidente, usaba la metáfora de las generaciones encadenadas para explicar el logro de su más acabada novela, Memorias de Adriano: la reconstrucción novelada del gran estadista español (Itálica, 24 de enero de 76 – Bayas, 10 de julio de 138) le fue posible por haber alcanzado la edad de la madurez y sentirse el último eslabón de las generaciones que atravesaban el abismo del tiempo desde la Roma imperial hasta la Europa asolada por la guerra mundial. Con una lacerante fijación: describir vida, obra y sentimientos de uno de los más excelsos estadistas, pensadores y militares romanos con la palpitante actualidad de quien lo acompaña en sus travesías por el Mediterráneo de su tiempo.

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            Continuidad y discontinuidad histórica: el tema crucial no sólo de la historiografía, sino de la vida de un pueblo. En El Culto a Bolívar Germán Carrera Damas lo trató con su profundo conocimiento de nuestra historia comenzando con largas citas de Enrique Bernardo Núñez, de Rafael Pocaterra, de Manuel Vicente Romero García. Como temiendo o anticipando la resurgencia de la barbarie montada una vez más sobre los despojos de Bolívar – del que ya cabía pensar, como parecen haberlo creído los autores citados, si a su pesar no nos habrá traído más daños que beneficios – se hizo a la tarea de desenmascarar el mito más pertinaz y más dañino de la falsa conciencia nacional de un pueblo ahistórico, como lo calificaba dolorido Mario Briceño-Yragorri en 1951. La dolorosa imagen de un pobre pueblo parido por un superhombre nietzscheano, colmo y síntesis de todas las virtudes del héroe mitológico, que daba pie a que los estafadores de ese pueblo lo pusieran “a danzar en una mesa de procesión de aldea, con coronas barrocas…” y a traerlo “de aquí para allá, con la espada de Boyacá convertida en matraca y los laureles de Carabobo en castañuelas por entre el rumor de pezuñas, de este rebaño inmundo, para estar haciendo grandes frases sonoras, ayer a Guzmán de levita y guantes, hoy a Castro de liquililiqui y penilla”. El texto citado por Carrera Damas procede de las Memorias de un Venezolano de la Decadencia, escrito en las mazmorras de la tiranía hace más de un siglo. Y en la lista podrían haber estado desde luego Gómez, que engañaba a las buenas conciencias de su tiempo con la promesa de “un nuevo régimen”, y mucho después Pérez Jiménez y por sobre todo, ya muerto, el colmo y síntesis ampliada de todos ellos, Hugo Chávez y la zarrapastra que nos deja en herencia.

No ha faltado, pues, en esta atribulada historia de simulaciones y sainetes, de farsas, tiranías y despropósitos, la alarma, el campanazo de alerta ante el monstruo de la barbarie disfrazado con las glorias del libertador. En una síntesis iconográfica verdaderamente magistral, Rayma, la gran caricaturista venezolana, ha terminado por enseñárnoslo en su último atuendo: vestido, como se espera, con las galas de un general napoleónico, pero encapuchado a la manera de un ucevista de la ultra izquierda, como dejando la espada y cogiendo la piedra o la pistola para crear disturbios y asesinar transeúntes desprevenidos en la Caracas de la Torre de David. Es la portada de la Historia Inconstitucional de Venezuela, en la que el gran constitucionalista Asdrúbal Aguiar tiende un lazo de dolorosa comunicación con Gil Fortoul y su Historia Constitucional de Venezuela. Escrita hace más de un siglo, bien podría ser ésta de Asdrúbal Aguiar su continuidad. Si en lugar de serlo es una denuncia de la ruptura y discontinuidad como signo de los tiempos, no es su culpa. Lo es de la cosa misma.

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            Es sobre una mirada en escorzo de esta historia discontinua, fracturada, de ascensos a las cimas de la civilidad y de caída en los abismos de la barbarie militarista y caudillesca, que se destaca y brilla el único logro auténticamente democrático, civilista, próspero y creativo de nuestra República. El de los cuarenta años de democracia, sostenidos en hombros de las mejores figuras de la Generación del 28. Esa espléndida generación de intelectuales, políticos y profesionales fraguados en la lucha adolescente contra la tiranía de Gómez que fue capaz de elevarse por encima de la mediocridad nacional y sin necesidad del recurso al gendarme necesario, lograra el milagro del entendimiento y la unidad para sacudir la costra de paternalismo, caciquismo y barbarie y echara a andar la Venezuela moderna.

            Contrariamente a lo que sostienen sus detractores – lógicos desde las filas del régimen, incomprensibles desde nuestras filas – todo me inclina a pensar que ese esfuerzo nacional ha sido el verdadero milagro de nuestra existencia como República. Más milagroso quizás que la Independencia, saldada a costa de un tercio de nuestra población y sin más efectos materiales que la ruina, la devastación y una ilusión republicana permanente saqueada, violada o vulnerada.

            Pues esos cuarenta años, además de construir las bases materiales de nuestra modernidad y hacer de un país que despertaba de su edad media rural, analfabeta y caudillesca un pujante Estado Nación que reasumía su papel de vanguardia en el esfuerzo libeerador de toda la región, echaba a andar un proyecto largamente acariciado por los padres de nuestra democracia: hacer de Venezuela, por fin, de una vez y para siempre, el mejor interlocutor de la naciones civilizadas del planeta. Y una tierra fecunda y creativa para sus millones de ciudadanos. Sin importar clase, raza, etnia o religión, pues era una democracia abierta a todas las esperanzas y capaz de compensar todos los esfuerzos y premiar a todos sus hijos.

             Sería injusto culparla por los desatinos que terminaron desacreditándola y hundiéndola en el fango del golpismo y la barbarie que acechaba en sus entrañas. La mayor fortaleza de las democracias es su máxima debilidad: permitir la convivencia pacífica de quienes laboran por su fortalecimiento con quienes luchan por el control del poder para asestarle una puñalada mortal. ¿Cómo podría la milagrosa democracia de Punto Fijo haber fusilado a los golpistas del 4 de febrero? ¿Ni siquiera como ejemplar, intachable y merecido castigo a una felonía intolerable sino como elemental ejercicio de auto defensa? ¿Por qué contra los comandantes golpistas no se aplicó la dura mano de la ley, fusilándolos tras un juicio sumario como lo hicieran Fidel y Raúl Castro con Arnaldo Ochoa Sánchez y Patricio de la Guardia, por motivos inmensamente más fútiles que el intento de asesinato del Presidente de la República, de toda su familia y del Estado de Derecho aquel nefando 4 de febrero de 1992, cuando por orden del electo, agónico y desaparecido presidente de la república se destruyeran multimillonarios bienes de la Nación, se secuestraran medios y armas de guerra a disposición del Estado exclusivamente para su defensa y se asesinara a cientos de civiles y militares absolutamente inocentes?

            Volvemos a la raíz: culpable es la veleidad e inconsistencia intelectual y moral de algunos de los depositarios de la historia republicana. Quienes inconscientes del valor de la democracia y la fragilidad de sus instituciones antepusieron sus odios cainitas, sus rencores proverbiales y sus desatadas ambiciones particulares a la defensa del Estado de Derecho. Para volver a lanzarlo al cenagal de la barbarie. Un líder que lo desconozca, no merece el honor del liderazgo. Sobre todo en esta aciaga y amarga hora de la Patria.

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