Dictadura es dictadura
La cohabitación con la dictadura nunca es posible y creer que es proclive al diálogo revela estupidez. Cosa distinta es que los dictadores, como en el caso del nuestro, de la boca hacia afuera hablen de constitucionalidad o afirmen dialogar.
Pérez Jiménez se hace llamar Presidente Constitucional y no pocas veces su ministro del Interior, Laureanito Vallenilla, invita a ciertos líderes de la democracia para decirles ¡pórtense bien!
Jorge Rafael Videla, el otrora temido dictador argentino se queja de los civiles pues no saben como dialogar o abrirle las puertas a los militares; dado lo cual, según éste, no tienen más opción que asaltar a la República por sus ventanas. Así se lo escucho decir en Mar de Plata, en 1978.
Pinochet Ugarte hace redactar una Constitución e invita a su pueblo a referéndum. Y la oposición se organiza para acudir a las urnas. Aquella es aprobada en 1980, pero nadie en su sano juicio cree vivir en democracia o duda sobre el carácter ominoso del dictador.
Los chilenos de la democracia no abandonan sus prácticas democráticas, pero el universo de éstas no lo reducen a lo electoral. Son conscientes del régimen imperante -que les rasga la piel y duramente- y estudian y trabajan, por lo mismo, en las fórmulas que le den término eficaz. Mejor aún, saben que por sí solos y menos mediante elecciones acaban con la dictadura, pero se preparan -en medio de ánimos y desalientos encontrados, rupturas y esfuerzos de unidad- para estar a la altura de los acontecimientos y para la fatalidad, cuyo curso no tienen en sus manos. En otras palabras, se organizan y acuden a las urnas pero saben que el dictador no abandona su cargo así no más. Pinochet entrega el mando, pero una vez como los suyos -no los opositores- lo convencen de su final.
En América Latina, incluso para la comisión de los peores crímenes políticos se conservan o cuidan las formas. Nuestro benemérito Gómez, cuando lo piden las necesidades del régimen despótico que dirige, reforma la Constitución en un Congreso de diputados y de senadores electos, si bien por vía indirecta.
Las dictaduras, pues, siempre son dictaduras así las llamen «dictablandas».
La diferencia, lo que le da carácter inédito a la dictadura actual -cuyo modelo inaugura Alberto Fujimori y lo continúan nuestro dictador y sus homólogos- es que asalta el poder por la vía del voto, y luego usa del Estado de Derecho para disfrazar sus despropósitos, sobre todo para doblegar a los enemigos arguyendo que son meros violadores de la ley.
Los dictadores de antes son, si cabe, transparentes, y los de ahora taimados o zorrunos, pero unos y otros son dictadores a fin de cuentas. Los de ayer esconden las cárceles políticas, las torturas, los exilios, las desapariciones que tienen por víctimas a los enemigos de la seguridad nacional. Hoy, bajo el peso de la globalización informativa deben sostener ficciones democráticas y jurídicas.
Una distinción actual cabe entre los dictadores. Unos acusan debilidades populistas, como el nuestro, y otros desprecian al qué dirán.
Pinochet me cuenta, en los días de su referéndum, que nada le importa lo que piensen de él los latinoamericanos. ¡Sólo me interesa lo qué creen los chilenos!, afirma. Pero al inquilino de Miraflores, suerte de extraño populista, nada le inmuta que sus compatriotas le aprecien o hasta le odien. Le angustia, sí, caminar con tropiezos y huérfano de reverencias por los pasillos del planeta.
Las dictaduras, por lo demás, concluyen cuando menos lo esperan sus opositores y por obra de accidentes inesperados, suerte de chispazos que la historia nos regala a los seres humanos. Pero duran -aquéllas y éstos- según que la gente medre o no confundida, o deshoje o no la margarita por no saber o no querer aceptar la naturaleza del régimen que le oprime.
Por obra de la anacyclosis -término que acuñan los griegos para referirse al nacimiento, desarrollo y muerte de los ciclos políticos- las dictaduras caen. El asunto es que algunas veces sobrevienen transiciones riesgosas susceptibles de volver a reinstalarlas, y eso ocurre cuando los amantes de la libertad, por distraídos o no preparados, les llega el tren a la estación y se les va, dejándolos en el andén.
En fin, la dictadura es una culebra al acecho, a la que hay que rodear no para jugar con ella o pretender amaestrarla, sino para darle un golpe en la cabeza a su menor descuido, con los recursos de la civilidad. Cabe el diálogo con las víctimas de la dictadura -los que la sufren o sus anestesiados- pero nunca con el dictador ni sus «tarazonas».
Al margen
* La Habilitante de diciembre. La burla de nuestro dictador al país y sobre todo a los diputados de la democracia sentados en la Asamblea de la dictadura es descarada. Se necesita no conocer al dictador para entender su provocación: ¡Puedo devolverles la ley antes de dieciocho meses! No obstante, la mayoría cae en la trampa. Menos mal que el desengaño llega pronto y es el propio dictador quien les aclara su verdad: ¡No la devolveré!
* La devolución. Quizás el dictador lo sabe o acaso no lo sabe, ni tiene por qué saberlo. No es jurista ni es sensible a la legalidad, es un dictador a secas. Pero lo cierto es que hace el amago de devolver la Ley Habilitante antes del tiempo que le es concedido para su ejecución por una Asamblea inconstitucional, que en la práctica prorroga su mandato más allá del tiempo del mandato popular que detentan sus diputados. Lo riguroso es que las leyes sancionadas por el parlamento pueden ser devueltas, sólo antes de su ejecución, por el Presidente, en otras palabras, antes de que las mismas adquieran vida propia. Y lo veraz es que la Habilitante, con todo y su vicio de origen -es un verdadero golpe del Estado y dentro del Estado que acaba con nuestra democracia en sus raíces-, ya es realidad. El dictador dicta su primera ley al amparo de ella, sobre los campamentos de damnificados. No cabe ya, pues, su devolución. Lo que procede, de no mediar una dictadura, es que el Presidente deje de ejecutarla o que la Asamblea le revoque su habilitación. Nada más.
* El Bicentenario, una piedra ardiente en el zapato de la dictadura. El 5 de julio de 2011 Venezuela celebra el Bicentenario de su existencia constitucional. El caso es que la constituyente de entonces se viste con traje de civil, copia los odres de las revoluciones francesa y americana, forja nuestra experiencia democrática, predica la división de poderes, y nos descubre como lo que somos, una nación única en la diversidad de sus integrantes, y de allí el régimen federal. Y todo ello lo sujeta al respeto de los derechos del hombre, a tenor del espíritu de que inaugura la modernidad. En el convite constitucional, por ende, no tienen tienda la milicia ni los arrestos épicos. Ni siquiera El Libertador, cuya visión de Estado corre por caminos distintos, es atendido. Y tampoco Francisco de Miranda, quien imagina una Constitución continental colombiana. Nuestra república y la esencia de la venezolanidad son, en suma, hijas de la civilidad, a pesar de que carguemos sobre los hombros 160 años de dominio cuartelario y a la fuerza.