Muerte de un populista
Ya se dejan oír en Venezuela elegías y ditirambos que exaltan a Pérez, el demócrata “visionario”, amigo de Gabriel García Márquez, de Felipe González, de Olof Palme y de Fidel Castro, al líder populista que nacionalizó el petróleo en 1975, nos dio un Plan de Becas, presidió la creación del movimiento nacional de orquestas juveniles y creó la Biblioteca Ayacucho y quien, con su aberrante presidencialismo, su manga ancha para los dineros del Estado, su nepotismo, su tardío y extemporáneo liberalismo económico de amiguetes en 1989, corrompió irremediablemente las instituciones de su país y fortaleció los mafiosos usos políticos que, a la larga, hicieron posible su “derrocamiento constitucional” en 1992 y el advenimiento de Hugo Chávez al poder.
Nunca como en las presidenciales venezolanas de 1988, un candidato debió ofrecer tan poco para ganar arrolladoramente.
Al “Gocho” le bastaba con dejarse ver, sonreír y estrechar manos para que cada quien evocase la particular rodaja de bonanza que le tocó durante su primer mandato, que coincidió con el boom de precios del crudo, gracias al embargo petrolero decretado por la Opep en 1973.
Una campaña de cuña televisadas exaltaba la munificencia de aquel primer período presidencial, finalizado apenas una década atrás, con testimonios agradecidos de antiguos becarios del Plan Nacional de Becas “Gran Mariscal de Ayacucho”.
Recuerdo haber asistido en Caracas, pocas semanas antes de las elecciones del 88, a la boda en segundas nupcias de una amiga, emblema de la clase media emergente de los años setentas.
Me tocó sentarme a una mesa de doce personas que parecía un pastel de porcentajes demográficos, discriminado según el sexo, edad, grado de instrucción, ingreso hogareño, zona geográfica y credo religioso de los millones de compatriotas dispuestos a dar su voto para reelegir al Gocho. Los novios eran también antiguos becarios del boom de precios de los setentas.
Todos en aquella mesa se decían convencidos de que, ciertamente, en 1989 ya no era posible esperar, de ninguna manera, un segundo advenimiento de la “Venezuela saudita”. Todos estaban igualmente persuadidos de que el dicaz y repentista CAP hallaría, sin embargo, el modo de reeditar mágicamente aquellos años.
“El Loco es chévere, dime que no!”, exclamaba, festiva, una mujer de inadmisible belleza, alzando su copa de champán a cada tanto, brindando – “¡ El Gocho en el 88!”– por el borbotón de gasto público que ya veía venir.
¿Cómo explicarse entonces, apenas tres semanas después de su apoteósica toma de posesión, la torrentera de desdentados, ganzúas, saqueadores e incendiarios frenéticos que, en febrero del ochenta y nueve, bajó de sus favelas y arrasó con Caracas en el curso de tres días que pasaron a la historia contemporánea latinoamericana como El Caracazo ? Las cifras más dignas de crédito que saldaron aquellas sangrientas jornadas hablan de setecientos muertos, gran parte de ellos ametrallados en sus barriadas por el ejército durante el toque de queda decretado por el insumergible Pérez.
2.-En los años noventa, El Caracazo fue para los venezolanos algo así como nuestro caso Dreyfus: un inquietante y divisivo episodio del cual nunca llegó a ofrecerse un relato clarificador y que rompió el consenso nacional en torno a la perfectibilidad de nuestra democracia representativa que se pensaba modélica. El Caracazo alentó a los voceros de la antipolítica.
Esto último fue, a la larga, el factor decisivo para la insurgencia de Hugo Chávez al frente de la intentona militar de 1992 con que se instaló en la desencantada imaginación popular como el gran vengador salido de un cuartel para enderezar entuertos civiles.
Mirando hacia atrás, y sin ánimo de ofrecer una zanjadora explicación de aquellos acontecimientos, creo que lo justo sería decir que el Caracazo fue ni más ni menos que una espontánea jacquerie, muy sangrienta en verdad, pero en modo alguno una insurrección popular contra el FMI, el Consenso de Washington y la globalización.
Sin embargo, y aun sin líderes visibles ni consignas inflamatorias ni más propósito que desfogar un descontento colectivo larvado entre los más pobres durante décadas de frustración, El Caracazo fue mostrado por los medios y los “analistas” como la prueba reina del fracaso de toda la clase política y como un veredicto de culpabilidad de la democracia representativa venezolana, hasta entonces las más estable de América Latina. Para quienes vieron así las cosas, fue fácil pensar en Carlos Andrés Pérez como en el Gran Culpable.
Sin embargo, tal vez lo que hizo que una democracia joven y pujante, en la que desde 1958 venían retrocediendo sostenidamente los problemas que suelen afligir a nuestras naciones, tales como vivienda, educación y salud pública, retrocediese institucionalmente hasta precipitarse en una autocracia “socialista del siglo XXI”, haya sido el petroestado venezolano.
Sabido es que los petroestados no saben aprovechar la bonanza y se endeudan irracionalmente en tiempos de vacas flacas. Su lógica política es un trastorno maníaco-depresivo; en fase maníaca, los gobernantes gastan todo lo que tienen para hacer posible todo lo imaginable; en fase depresiva, se endeudan criminalmente e hipotecan el futuro de generaciones por venir.
Con alarmante fisonomía autoritaria, militarista y sedicentemente “de izquierda”, no otra cosa ha hecho Chávez, jefe de gobierno del decano de los petroestados de Occidente. Ha prolongado hasta agónicas consecuencias la perversa relación entre poder, petróleo y corrupción que se inauguró con Pérez I y se prolongó en Lusinchi y Herrera. La última parada, despés del extraño hiato de Caldera II, ha sido Chávez; de aquellos polvos vinieron estos lodos.
Ya se dejan oír en Venezuela elegías y ditirambos que exaltan a Pérez, el demócrata “visionario”, amigo de Gabriel García Márquez, de Felipe González, de Olof Palme y de Fidel Castro, al líder populista que nacionalizó el petróleo en 1975, nos dio un Plan de Becas, presidió la creación del movimiento nacional de orquestas juveniles y creó la Biblioteca Ayacucho, pero que también, con su aberrante presidencialismo, su manga ancha para los dineros del Estado, su nepotismo, su tardío y extemporáneo liberalismo económico de amiguetes en 1989, corrompió irremediablemente las instituciones de su país y fortaleció los mafiosos usos políticos que, a la larga, hicieron posible su “derrocamiento constitucional” en 1992 y el advenimiento de Hugo