Teoría estética del chavismo
Todos los que de una u otra manera formábamos parte de las legiones de utópicos y románticos de la izquierda venezolana de los años 70 y 80 del siglo pasado creíamos con indecible fervor anárquico-libertario que las motivaciones y propósitos historicistas de quienes hoy ejercen el poder eran auténticamente genuinas. ¡Lo juro!, por diosito y mi madre, que yo también creí que ellos estaban como yo convencidos de la necesidad histórica de la autoemancipación de la especie humana. ¡Qué ingenuos fuimos a la luz de toda esta debacle política y moral que vive la nación!.
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Por supuesto que éramos unos ilusos irredentos, unos empedernidos soñadores de falansterios culturales y de porvenires paradisíacos excelsos que comportaban ellos mismos, de suyos, una intrínseca naturaleza artística. Ni remotamente alcanzábamos a atisbar en el horizonte intelectivo del actual metarelato bolivarero las asqueantes aberraciones teratológicas del redencionismo compulsivo indistintamente denominado por unos y otros con el folclórico nombre de “chavismo”. Nos aferrábamos –no sabe el lector cuán erradamente- al estruendo libérrimo de la estética proclamada por Aquiles Nazoa que a la sazón postulaba reivindicar con inaudita convicción cultural …”los poderes creadores del pueblo” en aras de la autoemancipación de la subjetividad sensitiva de los millones de excluidos de la lógica hegemónica predominante. En fin, queríamos inútilmente pero con la inmensa satisfacción voluntarista de haberlo intentado empecinadamente como Artur Rimbaud: “Cambiar la vida, transformar el mundo”. Sí, a qué negarlo: éramos unos luditas extraviados en los intrincados laberintos del topos ouranos de la creación verbal. Por qué avergonzarse; veíamos que la liberación del sujeto iba aparejada a la construcción de nuevos e inéditos registros de sensibilidad poética, vislumbrábamos otras zonas de representación simbólica no supeditadas a las veleidades caprichosas de la vanidad napoleónica de los nuevos mandarines neocaudillescos de turno. Creíamos, y aún persistimos en ello, en la pertinencia y en el insoslayable deber de enrolarnos en el titánico esfuerzo de construir una semiótica de la redención del sujeto político venezolano por encima de cualquier contingencia melancólica y, sobre todo, más allá de cualquier escepticismo catastrofista que tanto se enseñoreaba en aquella ávida y pertinaz “belle époque”. Cada collage, cada trazo, cada verso, cada partitura, cada gesto en las tablas o la calle no estaba al servicio de un reino donde el fuera rey; al contrario, toda la ardiente e intensa vividura de la vida la íbamos apoquinando en función de desenajenarnos de aquella ceguera que nos causaba la dictadura burocrática de la partidarquía artístico-cultural imperante, o mejor dicho de aquellas luces que encandilaban pero no iluminaban.
Hoy, transcurridas algunas décadas y visto el trasiego de tantas utopías que ha venido a parar al cuarto de trastos desvencijados e inservibles de ese oikos devastado llamado revolución bolivariana, incontables legiones de desilusionados y desencantados (escritores, intelectuales, artistas y estetas en general) no se cansan de frotar las esquinas desoladas de esta gran carpa desteñida y agujereada por los garfios de la desdicha que hasta hace muy poco sedujo a tanta gente que labra universos imaginarios desde el campo de la narrativa, el ensayo, la poesía, la pintura, el teatro, la música… Estupefactos, abatidos por esta grandísima estafa devoradora denominada “revolución cultural bolivariana”, paralizados por el desértico panorama cultural, asistimos a un inmenso descampado lleno de lápidas; pintores mendigando para medio comer, escritores temerosos de publicar sus ideas por las insospechadas consecuencias que pueda acarrearles; en fin, el reino imbecilizante y estupidizador de la autocensura por miedo al espantoso desempleo que todo lo trueca en pérdida de la esperanza. Es que el chavismo ha entronizado un peculiar odio al pensamiento y a las ideas; desde el mismo instante que declaró la guerra a muerte a la prensa eligió el camino de la animadversión a la “artillería del espíritu”.