Ramón J. Velásquez, la historia misma
Era un día de algazara y fiesta. Las calles habían sido festejadas por las banderas nacionales y los niños lucían sus mejores uniformes. Había un orden inflexible. La gente tenía años que no hablaba de política. Había que entregarse sin más al trabajo en una comunidad de respeto y silencios. Había mucho de lo que no se comentaba. Entre la muchedumbre hay un niño que tiene interés como todos por mirar de cerca al odiado y respetado jefe local. Se tejen mil leyendas sobre aquel hombre tiránico y cruel a quien muchos reconocían buenos modales y a quien las señoritas no se atrevían a mirar de frente. El primo se mezcló entre quienes le temían y alababan. Empezó a estrechar algunas manos. El niño curioso fue a uno de los que esa tarde el todopoderoso Eustoquio Gómez, el hombre más temido del país, le largo su brazo al que muchos creían y no sin razón con el poder de la guadaña. Esa tarde probablemente el asunto no se comentó. Había mucho de lo que no se comentaba. Lo que había que apurar y seguir era con su educación y formación. De aquellos años de silencio, Ramón J. Velásquez el niño a quien don Eustoquio saludó sin saber nunca a quien lo hacía, guardaría para el resto de su vida el culto por la discreción, el amor por la lectura y la festiva idea de que sería mejor celebrar la vida con la verbena de los libros.
Corría el año 1934. Venezuela dormía la siesta gomecista de paz, orden y trabajo. Dentro de un autobús que recorría la agreste vialidad del interior se halla un joven con la misión de continuar sus estudios en la capital. Viene a probar la fortuna del conocimiento para el cual sus padres lo han preparado rigurosamente. El vehículo se detiene en el Palito y allí sus ojos contemplan por vez primera lo que jamás han visto: el mar. El muchacho se emociona y aplaude como el resto de los pasajeros que inauguran el océano en sus retinas. Con este viaje de iniciación Ramón Velásquez llega a Caracas con su familia. Sus padres habían sido lo suficientemente previsivos para entender que el futuro de Ramón era el porvenir de todos los miembros del clan y con esta declaración de fe en lo sucesivo renuncian al Táchira, dejan atrás las laderas de la patria chica para instalarse en Santiago de León de Caracas, donde treinta y cinco años antes los paisanos del Estado le habían anunciado a Venezuela que se aproximaba el tiempo de los montañeses. Los padres de Ramón Jota pertenecían al mundo de la enseñanza. Su padre Ramón era profesor de griego y su madre doña Regina había sido una de las precursoras del preescolar en el Estado Táchira. En este hogar que honraba la pulcritud del conocimiento, Velásquez comienza a palpitar en el trepidante universo del saber. Uno de los momentos que accede en traer a la memoria como contundentes para su formación se vincula a las largas caminatas que solía emprender con su padre donde ventilaban los más variados temas alrededor de la saga del hombre y su cultura. No resulta difícil imaginar las fascinantes evocaciones de este profesor de lenguas clásicas en medio de la montaña. Al hombre de la sierra como al de la isla puede sucederle que se encierre en sus confines o se imagine lo que crepita más allá de sus territorios. En el caso de don Ramón padre, esta necesidad de trasponer viene además otorgada por el beneficio de los clásicos que escrupulosamente registra en sus clases y que el hijo hereda como causahabiente. Por su parte creo que es intrigante el influjo de las madres maestras en sus hijos. De alguna forma llevan el aula a la casa o la casa al aula y creo que no sería exagerado afirmar que los hijos de docentes tienden en sus futuros a aprobar con éxito la asignatura de la existencia. Esos años primerizos están jalonados de las novelas de Cervantes, el siglo de oro, la generación del 98, con la exigencia adicional de que la lectura debe ser realizada en voz alta para amañarse a los ritmos de la letra. A los dieciseis años comienza lo que se convertiría en un reiterado leit motiv: funda la revista Antena, en la que se imprimen los primeros plomos que lucirían su nombre.
Una de las frases que me gusta citar de Ramón Velásquez y que de hecho he incluido en algún otro ensayo es aquella por la cual el problema de la historia no son estrictamente los hechos sino contarlos. Parte de una interpretación infeliz de la invasión andina, es la que quiso verla como un ejército de montañeros de medias o escasas luces que se hicieron del poder una madrugada que inauguraba el siglo XX. El Táchira encarna para finales del XIX el enclave económico próspero de la Venezuela rural, haciendo del café el producto por excelencia de los réditos fiscales de nuestro país. La propiedad de la tierra no descansa en pocas manos. Hay centenares de pequeños finqueros o hacendados, lo cual va estableciendo en el Estado una vocación de pequeños propietarios o de una pequeña burguesía que además no ha sido tocada mayormente por la turbulencia de las guerras civiles. Este pequeño burgués además de fundar una economía próspera, funda periódicos y reproduce imprentas. En el Táchira hay una discusión local de querer repetir a escala nacional la bonanza alcanzada en el Estado. Paradójicamente la baja de los precios del café precipita con posterioridad los hechos y esta generación de cafetaleros pudientes encontraría en Cipriano Castro y en quienes le acompañaron en su aventura de anexarse Venezuela, la excusa para articular y moldear este proyecto que tanta tinta había derramado en las rotativas locales. Baste decir que el ambiente cultural del Táchira estaba bastante alejado de la visión de quienes sólo vieron los rostros taimados de la soldadesca con dagas y pistolas en el cinto y un hablar alejado de los usos de la capital que acampó en la Plaza Bolívar la noche que Castro durmió por primera vez en la Casa Amarilla. Ateneos, representaciones teatrales, conciertos y hasta el cognac importado eran moneda de circulación general en la San Cristóbal de fines del XIX. La colonia alemana, los corsos llegados en inmigración y los exiliados del liberalismo colombiano conformaban una sociedad de ambiente plural, donde el oscurantismo y la barbarie parecían los capítulos de una historia desconocida. La corrección en los usos comerciales, el valor de la palabra y la decencia eran modos avecindados en el trato de estas gentes a quienes los caraqueños quizás miraron con horror cuando inauguraban un capítulo nuevo en la historia del país. Quizás el taciturno Juan Vicente Gómez aprendió mucho más de la respetable figura del comerciante alemán Enrique Rode que de la historia de Venezuela de González Guinán, que muy probablemente jamás leyó. Por lo demás la invasión andina completa el mapa de la integración regional de Venezuela que se inicia con la Independencia y que luego siguió haciendo de las suyas, no siempre con fortuna, desde que en mala hora el pérfido José Tadeo Monagas mandó a pisotear la dignidad del Congreso aquella funesta mañana del 24 de enero de 1848. En síntesis, nos guste o no, a pesar del asordinamiento a la libertad, de los grillos a Isaac Pardo en el Castillo Libertador, del vidrio molido que el gomecismo dio de comer a estudiantes soñadores, a despecho de la tambaleante y heroica estampa de Juan Pablo Peñaloza muriéndose en la putrefacción de un calabozo, los andinos pusieron orden en un país anarquizado por los caudillos y las guerras civiles y lograron refundar la figura ficcional del Estado. Esta figura ficcional había sido aniquilada por la Independencia en primer lugar, que fusila con lujo de absurdos en patíbulo público la herencia española y por las invasiones de la multitud desenfrenada para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles de todos colores y razas. De las cosas que el oráculo bolivariano logró advertir en aquella famosa carta que el Libertador desde Barranquilla escribe a Juan José Flores el 9 de noviembre de 1830, con la muerte pisándole los talones, fue precisamente esto último, excepción hecha de ciertos períodos de algún sosiego definitivamente identificables, que se reducen estrictamente en mi opinión a la oligarquía conservadora entre 1830 y 1848 y con algunas reservas al Guzmancismo. Del orden de los andinos, de esa siesta de Juan Vicente Gómez, se refundaría nuevamente Venezuela en 1936 con instituciones incorporadas y en paz. Atrás quedaban sepultados la bofetada a Ezequiel Zamora de manos de Manuel Vicente de las Casas, los muertos regados en los campos yermos de la Guerra Federal, el fusilamiento de Matías Salazar, José Gregorio Riera paseándose por Coro con un proyectil alojado en la pierna para que no se hiciera nadie ilusión de que le temía al dolor, los lujosos palacios de Joaquín Crespo, la misteriosa bala de la Mata Carmelera, los fraudes de Ignacio Andrade, las viudas inconsolables de la Libertadora, la rendición de Ramón Farreras en julio de 1903 en Ciudad Bolívar, el fusilamiento traidor de Antonio Paredes frente a la mañana del Orinoco, Emilio Fernández y Román Delgado Chalbaud muriendo como caballeros de un lance de honor en las calles de Cumaná, los zipizapes decimonónicos de José Rafael Gabaldón conspirando en Santo Cristo, las concesiones millonarias al doctor Rafael Max Valladares, los graves colgajos negros del luto obsequioso conduciendo el pulido ataúd del Benemérito a una tumba que no terminaba de parecer creíble. Todo quedaría irremediablemente atrás. Se abría un nuevo tiempo de partidos políticos y una democracia por erigir. Venezuela vivía lo que el lúcido de Mariano Picón Salas llamaba el inicio del siglo XX, sin casi haber vivido el XIX que se fue o se escapó entre guerras y montoneras. Entre la ilusión, la ficción y una realidad irrealizada.
Realizado este paréntesis histórico, llegamos a 1936 año en que los estudiantes conquistan las calles de Caracas con el rector Rísquez a la cabeza para exigirle a Eleazar López Contreras la confiscación del pasado y el advenimiento de la libertad perdida. Ya la familia Velásquez está instalada entre las esquinas de Monroy a Misericordia, a cuadra y media del Liceo Andrés Bello donde Ramón tiene como profesores a Caracciolo Parra León y a Julio Planchart entre otros. Su padre se incorporará igualmente como profesor de Latín y Griego, cátedra que igualmente regentará en el Instituto Pedagógico de Caracas al ganar el concurso de oposición. La muerte de Gómez abre los puertos y trae los libros. Tengo una cantidad respetable de documentos de mi abuelo Gregorio Riera Fortique, gomecista confeso y a mucha honra quien entre otras de las funciones públicas que ejerció con honestidad y convicción, fue Director General de los Correos de Venezuela. Uno de los oficios que conservo está firmado por el ministro de Fomento Rafael Cayama Martínez, biógrafo además de mi bisabuelo el general Gregorio Segundo Riera, (pido excusas al lector por las referencias familiares) el 9 de junio de 1934. En él Cayama instruye al Director General de Correos con su Dios y Federación:
De conformidad con la facultad que la Ley de Correos y su reglamento confiere al Ministro de Fomento para la Dirección Superior y Técnica de la Administración Postal Venezolana, y a objeto de dar el mas eficaz cumplimiento a lo dispuesto en la Constitución Nacional sobre correspondencia comunista y en el Acuerdo dictado a tal efecto por el Congreso Nacional con fecha 15 de mayo último, se establece un Servicio especial de Censura que, bajo la inmediata dirección y vigilancia del Director General de Correos, funcionará en una de las dependencias de la Dirección General, y a cargo de un funcionario que se denominará “Jefe del Departamento de Censura” bajo cuyas órdenes actuarán los demás oficiales que sean necesarios.- Los referidos funcionarios serán designados por el Director General de Correos de acuerdo con el Ministro de Fomento.
Todo esto desaparece o terminaría desapareciendo luego de la muerte de Gómez, aunque López Contreras por su anticomunismo militante expulsa a los sospechosos ultras del territorio nacional y conserva el inciso constitucional redactado por Pedro Manuel Arcaya, luego de los sucesos de la Semana del Estudiante en 1928, donde se prohíbe la actividad marxista en nuestro país. Pero en resumidas cuentas atrás ha quedado la noche del gomecismo y las ideas fluyen y rebullen. Hay un grupo que se reúne en las vecindades del Parque Carabobo a discutir lo que estaba pendiente. El librero Carlos Hernández Winter fomenta estos concialiábulos, donde Ramón Jota participa al lado de Rafael Octavio Jiménez. Corren los libros como su prisa por leerlos: al lado de los cuidados tomos de la Biblioteca Cervantes entran y salen las páginas de Malraux, de Máximo Gorki, de Sigmund Freud, de Carlos Marx, de Ilya Ehrenburg. El estudiantado se divide con los eventos de la Guerra Civil Española. La batalla del Ebro, los tiros sobre Brunete, las Brigadas Internacionales o las transmisiones radiales de Gonzalo Queipo de Llano resuenan en las conservadoras calles del centro de la ciudad capital. Estos estudiantes se alinearán en lo que luego será el fermento de los modernos partidos políticos venezolanos. Ramón J. Velásquez es el Presidente del Centro de Estudiantes del Liceo Andrés Bello, el director de la revista Juventud y está con la República Española. Funda la Gaceta de América y en sus cuatro únicos números quedará registrado su nombre al lado de los de Inocente Palacios, Luis Beltrán Prieto Figueroa, Rafael Pizani y Carlos Augusto León.
Terminado el bachillerato se matricula en la facultad de derecho de la Universidad Central de Venezuela. Allí se funda la Federación de Estudiantes de Venezuela, la FEV, donde finalmente ultimaría su relación con la política. En esos pasillos y aulas, al amparo de la estatua de José María Vargas, Ramón Velásquez conocerá a Raúl Leoni, a Jóvito Villalba, a Miguel Otero Silva y a Rómulo Betancourt. Obtiene su título de doctor en ciencias políticas. Es abogado y sin embargo el foro no le desvela mayormente. Prefiere la escritura, el periodismo. Comienza a colaborar en el recién fundado El Nacional y en La Esfera, así como en La Provincia un periódico que había igualmente fundado en El Tachira junto a Umberto Spinetti Dini.
Transcurre el año de 1945. López Contreras amenaza nuevamente con su uniforme y el gobierno de Isaías Medina Angarita unge al embajador Diógenes Escalante como el candidato del régimen de quien se decía presidiría la República para adelantar una reforma constitucional que terminara de abrir las compuertas de la participación política que algunos desaconsejaron sibilinamente a Medina como inconveniente al tiempo que se vivía. De cualquier forma y para todo pronóstico, no existía una seguridad blindada de a quien finalmente favorecerían los votos del Congreso: si a López o a Escalante. Meses antes de venirse a Venezuela desde Washington, el embajador conoce a Velásquez y le propone que combine sus oficios de reportero de Ultimas Noticias (donde sus colegas eran entre otros Oscar Yánez y María Teresa Castillo) con ser su secretario particular. En esos días de ofrecimiento, Escalante le confiesa a Velásquez sobre unos extraños y raros pensamientos que lo visitaban.
En septiembre regresa definitivamente Escalante para incorporarse a la contienda electoral. Su secretario ad-hoc baja al aeropuerto para recibirlo donde otras cinco mil personas vitorean al designado. A los pocos días Ramón Velásquez se dirige al hotel Ávila donde se hospeda el candidato. Lo encuentra agitado al punto de la consternación. Ramón le recuerda que tiene una cita con el presidente Medina en Miraflores. Escalante le responde que de ninguna manera confirmará ese compromiso porque le han robado sus camisas y pañuelos. Velásquez no da crédito a lo que escucha y realiza una inspección en el propio armario de la habitación para demostrarle que lo que dice no se ajusta a la verdad. Escalante continúa en plena delirancia. El teléfono suena y don Diógenes se niega a tomar la llamada acosado por la pérdida de sus enseres. Ramón Velásquez responde ante los insistentes repiques. Al otro lado del teléfono habla nada menos y nada más que el señor Presidente de la República quien pide conferenciar con Escalante ante su notoria ausencia del Palacio Presidencial. Velásquez le comunica al embajador que se trata del presidente Medina. Escalante insiste en negarse pretextando el hurto. Velásquez le comunica al Presidente lo que ocurre. Al poco tiempo Escalante es conducido a la casa de sus cuñados los Alamo Ybarra. Una junta médica formada por los doctores Enrique Tejera, Francisco Herrera y Félix Lairet concluye irremediablemente que sufre un avanzado proceso de arterioesclerosis y que ha perdido la razón. A los pocos días Ramón Velásquez forma parte de la escueta comitiva de cinco personas que lo llevan a tomar un avión de vuelta a los Estados Unidos enviado por el presidente Harry Truman, donde hasta 1965 un hospital psiquiátrico de la Florida dará fe de sus desórdenes mentales. Uno de los ensayos de Velásquez que en lo personal más me ha conmovido es justamente donde narra las cinco mil y las cinco personas de uno y otro evento. En él Velásquez no sólo retrata los circunstanciales avatares de la historia sino la desventura y las mudanzas en el apoyo a los seres humanos, de los que Escalante encarna casi que una vocación de la tragedia moderna. El nuevo candidato es Angel Biaggini. El 18 de octubre de 1945 es sepultado el medinismo con un golpe de Estado que encabezan Carlos Delgado Chalbaud, Marcos Pérez Jiménez y Rómulo Betancourt.
Velásquez se concentra en su trabajo periodístico. Miguel Otero Silva lo hace reportero y columnista de El Nacional. Con el llamado a la postre Trienio, Velásquez será invitado a trabajar en la Corporación Venezolana de Desarrollo. Allí ocupa la posición de Secretario del Directorio. El 24 de noviembre de 1948 los militares deshacen su sociedad con Acción Democrática y toman el poder con un golpe de Estado. Dicho sea de paso entre el 18 de octubre y el 24 de noviembre hay más de diez intentos serios y organizados para tumbar el gobierno. Al caer Rómulo Gallegos, Velásquez inaugura su entrada a la prisión. Su paisano Miguel Moreno intercede por él y lo libra de las rejas. Comienza la dictablanda de Delgado Chalbaud. En 1950 Rafael Simón Urbina y sus secuaces asesinan al presidente de la República. El poder real lo ejerce Marcos Evangelista Pérez Jiménez disponiendo como tinterillo a Germán Suárez Flamerich. En 1952 el régimen busca legitimarse. La Unión Republicana Democrática es el único partido que se codea en el juego político con los usurpadores del gobierno. Jóvito Villalba acepta medirse en unas elecciones que gana y le arrebatan. La verdadera dictadura ha comenzado. Marquitos no vacila en hacerse totalmente del poder. Ante los eventos del fraude eleccionario, Simón Alberto Consalvi, José Agustín Catalá, Juan Liscano y Ramón J. Velásquez deciden acometer un proyecto editorial que desnude la verdad de la dictadura y que será conocido como el Libro Negro de la Dictadura. Al gobierno no le convencen estas discrepancias y encierra a sus autores en la cárcel. El único que se salva es Juan Liscano quien marcha al exilio. Velásquez pasará dos años en prisión. Sale en libertad y Miguel Angel Capriles se lo lleva a la revista Elite. Allí descollan las nuevas firmas de Jesús Sanoja Hernández, Adriano González León, Jesús Rosas Marcano y del historiador ecuatoriano Alfonso Rumazo González. El dibujante de la revista es Jacobo Borges. En su nueva etapa, Velásquez no se entrega al abandonismo y continúa sus valientes vínculos con la resistencia a la tiranía. Vuelve a la cárcel en 1956, despachado primero a la Cárcel Modelo de Caracas y luego a la cárcel de Ciudad Bolívar hasta la huída del dictador en enero de 1958. Debe decirse que sus varios encarcelamientos por la dictadura perezjimenista fueron favorecidos por la red de delatores de la Seguridad Nacional. Narra José Agustín Catalá en Los archivos del terror (Gobernación del Estado Mérida, Coedición IDAC/ El Centauro, Mérida/ Caracas 1998) una de sus detenciones en 1953:
La tercera detención de Velásquez ocurrió el 9 de febrero y fue trasladado a la Seguridad Nacional junto con Ernesto Rodríguez, conductor del vehículo en que se desplazaba. Llevaba en su poder los originales de la segunda parte del libro (se refiere Catalá al Libro Negro) y pudo deshacerse de ellos gracias a la serenidad de su acompañante, quien los tiró debajo del automóvil al estacionarse frente a la Central de la SN en El Paraíso.
Su prontuario elaborado por la Seguridad Nacional y recogido por José Agustín Catalá en Los archivos… lo describe de la siguiente manera:
Venezolano. Abogado y periodista. Detenido el 6-8-56. Sindicado de ser auxiliar de la Secretaría Nacional de Información del CEN de A.D. en la clandestinidad en su nueva organización. Enviado a Caracas por vía terrestre a la Cárcel Nueva de Ciudad Bolívar, el 23 de julio de 1957. Registra una detención anterior, el 9-4-53.
El 24 de enero de 1958 recobra la libertad al igual que el país. Por un incomprensible capricho del jefe de la cárcel, el 23 de enero se le informa a los reclusos que el régimen ha caído pero que no será sino hasta el día siguiente que se les otorgue la excarcelación. Se convierte en el primer director de El Mundo. La política no deja de hacerle señas. Es senador por el Estado Táchira y diputado por Miranda. El presidente Rómulo Betancourt lo llama a su lado y le pide que ocupe la Secretaría de la Presidencia de Venezuela. Allí atestiguará once intentos de derrocamiento que desde diferentes trincheras amagan la derecha y la izquierda. Del mismo modo es el responsable de la fundación del Archivo Histórico de Miraflores y de la publicación del Boletín del Archivo. A finales del mandato de Betancourt, cuando se discutía el tema de las candidaturas, Rafael Caldera le propone al presidente a Velásquez como un candidato de consenso. Betancourt rechaza la idea y se lo comunica a Ramón. Le aclarará además que la decisión la ha tomado favorecida por el hecho de que Velásquez no es miembro (ni lo será nunca) de Acción Democrática. Años antes unas cartas habían augurado que algún día el hijo de don Ramón y doña Regina ocuparía la primera magistratura nacional. Para ese entonces sigue sin advertir lo que ese azaroso destino finalmente le traería. Durante la presidencia de Rafael Caldera lleva la cartera de Comunicaciones. A finales de los años setenta su infatigable labor de periodista es recompensada con el nombramiento de director de El Nacional. Cada vez que se acercan las elecciones, su nombre y su candidatura se vuelven sonoros y se ocultan.
1993. La Corte Suprema de Justicia ha encontrado méritos para el enjuiciamiento del presidente Carlos Andrés Pérez. Octavio Lepage en su condición de presidente del Congreso Nacional ocupa interinamente la Presidencia. El senador por el Estado Táchira, Ramón J. Velásquez ve con los ojos del historiador consagrado que ya es por sus muchos títulos publicados, el desenlace de esta fractura. Una noche de abril alguien toca a su puerta ya bastante entrada la noche en horas en que nadie como no sea la policía, realiza visitas domiciliarias. El propio Velásquez abre la puerta de su casa en Altamira. Son Luis Alfaro Ucero e Hilarión Cardozo. Acuden como la mujer de las cartas a ofrecerle la Presidencia de Venezuela. Velásquez duda y sugiere otros nombres. Sus interlocutores no abandonan el propósito que los ha traído: no piensan abandonar la casa hasta tanto Ramón J. Velásquez no acceda. En mayo de 1993 aquel tímido muchacho de la provincia quien aplaudió el mar cuando lo conoció es cruzado con el tricolor presidencial y consigue llevar el barco de la democracia a buen puerto cuando devuelve la banda a Rafael Caldera.
Debo decir que al único mandatario que he visitado en su despacho y fuera de él ha sido precisamente a Ramón J. Velásquez, en ese interinato cuando tantos rumores dejaban escuchar los pájaros de mal agüero y el presidente-historiador declaraba con sencillez republicana que los golpistas lo encontrarían leyendo. Recuerdo que mi cita, cuyo motivo era un ensayo que me había prometido para un libro que yo estaba coordinando, se dio entre audiencias a personeros de la política del momento porque las tensiones eran permanentes. Velásquez honró su naturaleza y no descuidó la escritura de la historia, aún en aquellos instantes en que todo parecía apuntar a la disolución que él se encargó de contradecir. Bastante debe el país en gratitud a este montañés que no permitió el naufragio de la democracia ayudado con los manuales de la Historia como bitácora ante sus amenazas. Aquella tarde cuando Ramón Jota me condujo al despacho de los presidentes, entendí la soledad del poder. Los teléfonos no sonaban y nada parecía interrumpirse. Había como un transcurrir diferente que sólo el ocupante de la oficina alcanzaba a comprender. Sólo que don Ramón tácitamente me aleccionó sobre la entendida soledad de su laberinto y la forma de vencerla con la coartada de la tolerancia. De ese modo y con la coherente humildad que siempre lo ha caracterizado es que llevó a cabo la misión histórica con que refrendó su dilatada hoja de servicios a la nación.
La escritura de Velásquez y su labor de hacedor merece que nos detengamos en ella. Me atrevo a decir, con la arbitrariedad que suponen las conclusiones, que ha sido el venezolano que individualmente en la segunda mitad del siglo XX ha empeñado mayores esfuerzos por el rescate de la memoria colectiva del venezolano y de los estudios históricos en el país. No basta culebrear entre lo subjetivo para zanjar tamaña afirmación. Los hechos lo demuestran con la fidelidad de sus realizaciones. Crea como apunté el Archivo Histórico de Miraflores y su Boletín. Fue en 1959 como Secretario de la Presidencia que encuentra que los papeles y documentos de la República se hallaban condenados al ostracismo de un sótano en el Palacio Blanco. La memoria histórica era cuestión subterránea y arrumada. Todo un siglo de aconteceres venía siendo relegado al depósito de unos archivos muertos. A más de cuarenta años de este hallazgo arqueológico, el Archivo Histórico de Miraflores muestra hoy gracias a su iniciativa fundacional un volumen documental cercano a los quince millones de folios y el Boletín del Archivo Histórico ha alcanzado su publicación número 158. Velásquez es igualmente el creador de FUNRES, la Fundación para el Rescate del Acervo Documental de Venezuela, lastimosamente subsumida en la Biblioteca Nacional por la miopía de los burócratas de siempre que al decir de la escritora española Margarita Riviere le encuentran un problema a cada solución. Ha sido el responsable de la publicación de los innumerables tomos del Pensamiento Político Venezolano. Fundador y motor de la Biblioteca de Autores y Temas Tachirenses que alcanza ya más de 180 tomos publicados. Quien esgrima mayores cifras que lance la primera piedra.
Como Rómulo Betancourt, Velásquez no ofrece la Presidencia como su máxima realización. Son sus libros los que lo animan a querer arrancarle este tipo de respuestas siempre disparadas ante la inquisición de terceros. Sin ánimo de entrar en la totalidad de sus títulos, cuyo minucioso registro encontrará el lector interesado como anexo a estas páginas, que se inauguran con la publicación en 1942 de El Táchira y su proceso evolutivo, concentraré mi mirada en los que considero sus textos fundamentales. La caída del Liberalismo Amarillo y las Confidencias imaginarias de Juan Vicente Gómez.
La caída… es una radiografía intravenosa que navega entre los rápidos del río de los cambios de las postrimerías del XIX y albores del XX, realizado con acaudalado genio narrativo ante los sucesos históricos venezolanos que arrancan desde el abandono del poder por Guzmán Blanco y la llegada de los andinos. Es historia pura, real y verdadera de los sucesos pero fundada legítimamente en los territorios de la literatura como quien dispone de todos los cartuchos de disparo con que los escritores de talento ultiman los detalles de su escenario narrativo. El hilo conductor de esta trama que no miente en cuanto a los personajes y hechos es Antonio Paredes, el valeroso y patriota general del liberalismo que no dudó en enfrentar la invasión de Cipriano Castro y emperrarse en no claudicar su lucha hasta que Castro poseído por los infiernos de una fiebre alucinante lo manda a fusilar en 1907. Allí rinde cuenta la historia ante el giro copernicano que daría el país frente a la llegada de los andinos y la transformación definitiva del orden de cosas heredados desde el vencimiento de los conservadores en la Guerra Federal o con mayor justicia desde que Guzmán Blanco llega triunfante a Caracas en abril de 1870. Allí despiertan al presente las caras cansadas de un liberalismo que comenzó a devorarse entre sí y el rostro aniñado con que la historia describía los primeros capítulos del andinismo en este trueque definitivo entre ruina y vencimiento. La caída… entra ya con méritos propios entre los imprescindibles de la narración histórica confeccionada en el siglo XX que toma como modelos a personajes políticos, al lado de textos como El Libertador de Augusto Mijares, Guzmán, elipse de una ambición de poder de Ramón Díaz Sánchez, Casa León y su tiempo y El Regente Heredia o la piedad heroica de Mario Briceño Iragorry o Los días de Cipriano Castro de Mariano Picón Salas.
En las Confesiones imaginarias de Juan Vicente Gómez el tono es aún más converso de la historia a la literatura. Confieso advertir que es el favorito de Velásquez. En él se invoca a un fantasma para que hable desde la dimensión ubicua de los muertos. En su procedimiento de exhumación, Velásquez obra por el reencuentro con el pasado al que su presente le exige que salde las cuentas por pagar. Se coloca a Gómez en un banquillo de los acusados pero el zamarro dictador es habilidoso hasta en la imaginación. Termina contándonos su versión y hasta dudamos si el propio lector no termina de cómplice para cometer la escapatoria final de su exculpación. Curiosamente merece decirse que al poco tiempo de su publicación, algunos familiares del dictador llamaron al autor para curiosear si era hombre de espiritismos porque a sus allegados le pareció que era el propio Juan Vicente quien había dispuesto del escritor como su vicario o su medio de alcanzar estos actualísimos tiempos. Tal vez el único trance posiblemente explicable es el que Velásquez ha atesorado en su larga disputa con los archivos con que ha obligado a la historia a parlamentar sin intermediarios.
Con Ramón J. Velásquez nos podemos trazar un recorrido por buena parte del siglo XX venezolano. De alguna forma nos invita a andar sus vericuetos y trepar sus escarpados con el añadido de sus textos pergeñados para la comprensión del país por los interesados. Más allá de la colección de sus irreprochables destinos públicos, que coronó sin más con la Presidencia de Venezuela, se me ocurre confirmar que ha sido su labor de hacedor, rescatador y escritor de la historia nacional con que jamás pasará al olvido. Este perdiguero de documentos y amable madrugador que prefiere conversar desayunando retrata no sólo el ascenso de un venezolano a las más altas posiciones del pensamiento y la acción sino que deja para las generaciones que lo sucedan el inigualable testimonio de quien decidió conocer en plenitud a su país y tuvo la generosidad de compartirlo.
Septiembre 2002