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EL PASADO ENTRE NOSOTROS

Dice un antiguo proverbio árabe que “los hombres se parecen cada vez más a su tiempo que sus padres”. Y si hemos de darle crédito a esta sabia sentencia entonces debe ser cierto que la Historia marca con huella indeleble, como hierro candente, el alma y espíritu de los hombres, de los pueblos. ¿Tan lejos quedó el tiempo aquel que movilizó millones de personas alrededor del mundo en protesta por la intervención militar norteamericana en Vietnam. Tan atrás quedó el Mayo francés del 68 que ya nadie cita como experiencia inédita que la especie humana intentó llevar a cabo desde los más insospechados socavones de la condición humana? En virtud de qué extraña mutación histórica el pretérito que signa lo humano es sepultado para siempre bajo los sedimentos de inimaginables acantilados y ¡nunca más!; léase bien, ¡nunca más! los seres humanos vuelven a referir el tema en cuestión. El pasado tórnase así en nebulosa incognoscible para quienes fueron, incluso, sus protagonistas. ¿Acaso no somos nosotros auténticos herederos de aquellos australopitecos que vagaban sin rumbo por las infinitas praderas de Australia en un eterno vagabundeo cinegético? ¿Por qué, fuera de los restringidos ámbitos académicos de la arqueología física, no es tema de conversación masiva y democrática las vicisitudes e itinerarios trashumantes de las inigualables civilizaciones Chibchas que se enseñoreaban por los más intricados recovecos de los Andes americanos y las Cordilleras centroamericanas.? Obviamente, el pasado es, en tiempos de vértigo de la imagen, el clip de sonido y el archivo zip de videos, una sinonimia de referencia colateral o sucedánea. El pasado es un corolario de divertimento museográfico, no una vibrátil y vivificante entidad antropológica que se prolonga hasta nosotros desde la más remota e insondable noche de la Historia hasta este presente lúgubre o luminoso, según quien lo padezca, que nos acompaña de modo indefectible con la fuerza de la inexorabilidad del tiempo.

Ciertamente, el hombre es un animal histórico -en el más estricto y riguroso sentido aristotélico- esto es, un individuo pensante que tiene conciencia de su significativo papel dentro de un locus socius, pero esa misma naturaleza temporo-espacial que lo define y constituye es precisamente lo que lo extravía y pierde en su incesante andadura por los enrevesados caminos transversales de la historicidad. Lo que salva y redime a la especie humana es, exactamente, lo que la subsume en su desvarío y su pérdida; o si usted lo prefiere: su perdición. Como dice el rumano apátrida Emil Michel Cioran: “La perdición del hombre no consiste tanto en “caer del tiempo” como “caer en el tiempo”. Pues, la caída en el tiempo significa una caída en la Historia y sólo entrando en la post-historia; únicamente conquistando la condición de animal post-histórico, o como diría Enmanuel Levinas, superando la condición post-metafísica, es que homo sapiens podría proponerse ese “desarreglo de todos los sentidos” (Rimbaud) que puede ponerlo en camino hacia lo que tanto anhela antes de morir: la libertad.

Es imperativo categórico del historiador con espíritu científico, no supeditado a dogmas talmúdicos, alertar a la sociedad a la que pertenece sobre los peligros que se ciernen sobre ésta cuando se obvia deliberadamente el pasado en aras de un delirums tremens llamado indistintamente voluntarismo historicista. El presente sin pretérito es mutilación; el futuro sin pasado es una estafa. O como dijo proféticamente el barbudo de Tréveris: “Todo proyecto de sociedad futura cuando se realiza comienza a ser reaccionario”.

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