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El sabor del tiempo

Sobre el tiempo como condición de la vida humana ha pensado y escrito nuestra época más que otra alguna; el pensamiento del siglo XX ha tomado en serio –quizá por primera vez en la historia- la temporalidad; no sólo la filosofía se ha centrado en este tema, desde Dilthey y Bergson hasta hoy, pasando por Ortega y Heidegger, sino que las demás disciplinas intelectuales han explorado la temporalidad en todas las direcciones: en la sociedad –teoría de las generaciones-, en la psicología, en la literatura, en el arte.

La vida humana es temporal y sucesiva. La definición que de la eternidad dio Boecio está literalmente calcada como un vaciado negativo de la temporalidad humana: la posesión simultánea y perfecta de una vida interminable. La vida humana no es interminable, sino que ha empezado y terminará –por lo pronto, terminará, sea cualquiera sus destino ulterior-; además, su posesión no es simultánea, sino precisamente sucesiva –se va poseyendo- y no es perfecta, sino imperfecta y precaria; inestable en el instante presente, pálida y empobrecida en la memoria del pasado, incierta y vaga en la anticipación del futuro. La vida se presenta en todo caso como afectada por la finitud temporal: su fórmula son “los días contados”.

Ese carácter temporal y sucesivo se expresa inmejorablemente diciendo que la vida humana acontece. Lo que pasa, nos pasa, es decir, acontece, nos “toca”. Por esto, lo que pasa “se queda”, va constituyendo el contenido de la vida, su “haber” o “riqueza”, y en este sentido es la sustancia de la vida. El futuro, por su parte, es una realidad que no es todavía, que por eso mismo no se tiene, pero con lo cual hay que hacer la vida: por eso se vive “a crédito”, contando con el futuro.

Por otra parte, si intentamos comprender de un modo concreto y no abstracto, no puramente métrico, la significación de la finitud de la vida, del tiempo limitado de su duración , tenemos que verla dramáticamente. La vida humana no “dura” más o menos, como un edificio o un utensilio, ni siquiera como un organismo, sino que tiene un “argumento”. Cuando se dice ars longa , vita brevis, la brevedad de la vida depende de la longitud del arte; es corta la vida porque no basta para el arte que hay que aprender y ejecutar, es decir, para los proyectos. El tiempo humano no es una mera cantidad, sino que es siempre el tiempo que falta -o que sobra-. Cuando sobra, sobreviene esa tremenda situación que llamamos aburrimiento, y entonces decimos que hay que “matarlo”. Falta cuando el argumento de la vida excede del disponible. El hombre suele quejarse de que “no tiene tiempo para nada”, pero luego suele descubrir que “no tiene nada para el tiempo”, y su vida adquiere la forma de tedio. Esto quiere decir que el tiempo no es mero transcurso o fluencia; que el tiempo no se limita a “pasar” , sino que tiene estructura y esta no es la simple duración o cuantificación, sino la que impone la realidad proyectiva de la vida. Encontramos una vez más la estructura dual que encontramos por todas partes al analizar la vida humana: la instalación y los vectores. El hombre está “en” el tiempo, sustancia y sabor de su vida; pero vivir temporalmente es apuntar vectorialmente en distintas direcciones, cerca o lejos; no hay un vector “indefinido”, como no hay un sabor “insípido”. Y como dijo el poeta: “El tiempo que no has vivido / no sabes a lo que sabe. / El que has vivido y que vives / sabe a ceniza y a sangre. / Lo que aprendes al saberlo / es un saber de la vida / cuando es un sabor del tiempo”.

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