El colmo del Barroquismo
Muchas veces hemos pensado en “la callada por respuesta” que en la comedia famosa del Calderón La vida es sueño, le da Rosaura a Segismundo. “Respóndate retórico el silencio”, le dice Rosaura con femenina picardía, al decirle con doble sentido, retórico a Segismundo y al silencio a la vez, a su propio silencio. Pero ¿será verdad que pueda ser retórico el silencio?
Un silencio retórico nos parece la mejor definición del barroco y hasta el colmo del barroquismo. Y no es extraño que algún poeta exclame. “¡Ay Príncipe Segismundo / tu sueño no es de este mundo!… “
Un chulesco personaje madrileño de López Silva nos dice de otro que cuando habla omite el pensamiento, creyendo decirnos que lo emite con extraordinaria elocuencia. Magnífica definición también del arte barroco. Esta omisión del pensamiento al emitirse resuena de vacío y hace posible de ese modo, otra resonancia trascendente: la voz callada del silencio retórico con que responde Rosaura a Segismundo.
Nos parece que hay otro barroquismo más profundo que el de la forma: el del pensamiento omitido por emitirse tan silenciosamente. El de la voz de ese silencio, que es la que suele llamarse en sentido popular voz divina.
Comprender nos dice un filósofo que es, por lo menos en una gran parte, acordarse. Y querer, diremos nosotros, que puede ser también, en una gran parte, esperar. Querer comprender alguna cosa humana es, tal vez siempre, en nuestra vida temporal, pasajera, relacionar el recuerdo con la esperanza. Comprendernos a nosotros mismos, querernos comprender, es también, en una gran parte, acordarnos de lo que hicimos o quisimos, de lo que fuimos, de lo que esperamos. Con el tiempo comprendemos las cosas mejor y nos comprendemos a nosotros mejor por ellas. La cosas que pasan y las que no pasan con nosotros.
El hombre envejece como el diablo, a fuerza de saber comprender lo temporal y pasajero. “En medio del camino de la vida” se equilibran para nosotros recuerdos y esperanzas. Un poco antes de ese punto medio del vivir, las esperanzas son mayores y pesan más que los recuerdos; queremos más que comprendemos: somos jóvenes. Un poco más allá, los recuerdos son más que las esperanzas y empiezan a desnivelar nuestra balanza, nuestro balance de vida propia, y empezamos a comprender más que a querer y que a esperar: envejecemos.
“Cuando se empieza a querer / no se sabe que se quiere / y no se quiere saber”, cantó el poeta. Cuando somos jóvenes queremos sin saber o comprender bien lo que queremos por querer tanto, y sin apenas saber lo que esperamos, por esperar tanto: queremos por querer, esperamos por esperar. Cuando envejecemos comprendemos por comprender, sin querer ni esperar ya nada. ¿Y será una misma cosa los recuerdos que la memoria y la esperanza que las esperanzas? No en vano, dijo el poeta: “No hay esperanza sin sueño; / ni sueños sin esperanza. / El esperar siempre empieza. / El soñar nunca acaba”.