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El dulce encanto de la poesía

“El pueblo –escribía Novalis- es una idea. Un hombre completo es una pueblo en pequeño. La verdadera popularidad es el fin supremo de los hombres”. Más de dos siglos después, Heidegger nos afirma que “la poesía es la palabra primigenia de un pueblo”.

La popularidad será el fin supremo de los hombres mientras lleve consigo el poder creador, poético, que se le supone o atribuye. Y siguiendo esta línea, que el Romanticismo tradicional inició con trazos imborrables al parecer, pues aún rige para nosotros esa trayectoria, tenemos en España, como definidor y extremo de ella, al romántico Bécquer, el más popular y el mas poeta de nuestros líricos del XIX.

En su admirable prologuillo a La soledad, de Augusto Ferrán, escribía Bécquer, definiendo la poética de su fraternal amigo con la suya propia: “El pueblo ha sido y será siempre el gran poeta de todas las edades y de todas las naciones. Nadie mejor que él sabe sintetizar en sus obras las creencias, las aspiraciones y el sentimiento de una época”

. El decir de Bécquer no puede ser más afirmativo y contundente. Antes nos había dicho, a propósito de las coplas de Ferrán, ensalzando su pureza poética, su maravillosa virtud, que tales excelencias se deben a que son poesía popular y “la poesía popular –escribe- es la síntesis de la poesía”.

Todo este romántico decir, afirma rotundamente eso: que el pueblo es fuente viva, manadero de la poesía; que el poeta es el artista que con ese material poético que el pueblo le da, formula, formaliza y engalana –para decirlo en lenguaje becqueriano- esas creaciones populares.

En su Escuela de la sabiduría popular, Juan de Mairena becqueriano como su voz viva en Antonio Machado, quiso explicar este sentido del amor a esa sabiduría, el amor a lo popular. Y de ahí su frase “exagerada” -según don Antonio-, de que “en la literatura española casi todo lo que no es folklore es pedantería” . Machado la compara con la de Ors, también exageradísima de que “en el arte, todo lo que no es tradición es plagio”. Coinciden ambas en una afirmación: la de la prioridad –primigenia- de pueblo y tradición en arte, en poesía. Pueblo y tradición, que, según la época o las circunstancias, los maestros y eruditos literarios españoles acentuarán separadamente. Pero que, en definitiva, coinciden, convergen en un mismo sentido literario y literal: “la asimilación y el dominio de un lenguaje maduro de ciencia y conciencia popular”.

Y no solamente Antonio Machado nos dijo esto: En su generación (la famosa del 98) nos dirán lo mismo Unamuno, Maragall, Valle-Inclán, Ázorín… Sus mejores escritores, en suma. Es el pueblo el que crea, de él se aprende. No es el pueblo a quien se le enseña a crear por la palabra, por el lenguaje vivo, del que es él, el depositario tradicional. “Que la lengua –dice Unamuno- es caudal común”. Y Valle-Inclán escribe: “Los idiomas son hijos del arado, y de la honda del pastor”. “Aprended de pastores y marineros la palabra viva”, escribía Maragall. Y Azorín llamó hacer “una cura de lenguaje” irse a las vecindades de Avila para escuchar el habla de pastores. Luego, el poeta, el escritor, el artista aprende y nos enseña su lenguaje del pueblo que tradicionalmente se le ofrece vivo. Y no sólo en el campo, en la montaña, en el mar… , sino en la calle, en la ciudad. Que el aristócrata en nuestro país –decía Machado como antes Bécquer- es el pueblo. “El gran poeta de todas la edades y de todas la naciones”.

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