El sabor de Andalucia
Andalucía apenas es épica, solo por excepción, pero encierra una increíble dosis de lirismo. La personalización de las cosas, su carácter individual y no colectivo, la ausencia de colosalismo, la dulzura del ambiente, que permite una transición fácil entre la intimidad y lo exterior, algo así como una reserva que se manifiesta, todo ello contribuye a ese lirismo difuso que empapa las formas todas de la vida andaluza.
Andalucía ha tenido probablemente más capacidad de desear que ninguna otra región española, y que la mayoría de las del mundo. Solo esto explicaría la proporción en que ha contribuido a la literatura y a las artes, y que es de un desnivel impresionante, si se tiene alguna sensibilidad para la significación de lo cuantitativo. La esterilidad, la sequedad que ciertas partes del mundo o ciertas épocas presentan no se puede explicar por falta de “capacidades” o de “dotes”, sino por una manera singular de estar instalado en la vida, por una atrofia de las funciones de imaginar, inventar, proyectar, desear; por una pobreza desiderativa que puede coincidir con la riqueza de los recursos. Y aun en las épocas en que el arte y la literatura en sentido estricto han decaído, el torso general del fenómeno persiste. La razón es clara: la poesía, la novela, el pensamiento, la pintura son actividades ejercitadas por minorías creadoras, mejor dicho por individuos que en una o en otra dimensión las engendran y constituyen; por unas u otras causas estas minorías pueden languidecer o desmoralizarse, pero esto no significa que desaparezca enteramente la actitud vital que las sostenía. Por debajo de esas minorías, siempre problemáticas e inseguras, queda el pueblo en su conjunto; pues bien, la fecundidad ideadora, improvisadora, del pueblo andaluz, de fértiles deseos, no se ha extinguido nunca, y la encontramos allí donde ponemos los ojos o aguzamos los oídos. Y ahí, en esa viva facultad de desear y de inventar, en esa capacidad de fabulación y sueño, de vivir mitad en la realidad y mitad en la ficción, reside la peculiaridad de la condición andaluza. Pero no se olvide que esa es, si se toman las cosas en serio, la condición del hombre.
Esta es la razón, si no me engaño, de que Andalucía sea alegre y triste, en tan alto grado. La alegría consiste muy principalmente en la dilatación de la vida. Como los pulmones se llenan de aire al dilatarse o al llenarse de aire se dilatan, el alma se dilata al llenarse de realidad, o si se prefiere su dilatación mediante el deseo ejerce una succión sobre lo real, que se precipita en ella. Pero esa realidad es de muy diversa condición. Por lo pronto, eso que llamamos “realidad” alberga en su seno dos porciones distintas: lo que llamamos efectivamente real y lo que es solo realidad ficticia; el hombre se pasa la vida transitando de una u otra región, pero la transición es siempre problemática, engendra fricción y frecuente dolor. Nos pasamos el tiempo queriendo que nuestros sueños se conviertan realidad, y sufrimos cuando esto no es posible; pero, por si fuera poco, también sufrimos cuando nuestra realidad deja de ser sueño, cuando es “solo” real. Además, las realidades entran en conflicto unas con otras: se excluyen, se eliminan, se suceden; al entrar en el ámbito de nuestra alma, luchan entre sí y con ella. La gozosa dilatación de esta es una penosa distensión, un desgarramiento.
Pienso que Andalucía ha sentido con extraña profundidad ese carácter de la vida; su vejez ha aprendido a aceptarlo, a amarlo y resignarse a él. Así ha cruzado su historia milenaria envuelta en tristeza y dándola por bien empleada, sabiendo que es el precio de la alegría que en sus últimas raíces la penetra. Los cantares de Andalucía son la expresión popular, inmediata y vivida de esa actitud. No es casualidad que los toros, que tanto han gravitado sobre lo español, en general, y que simbolizan ciertos aspectos parciales, pero profundos, de España, hayan sido siempre primariamente una forma andaluza. Y ambos principios, alegría y tristeza entrelazadas, dominan la vida religiosa de Andalucía, en la que son realidad, y no mera convención, lo gozoso y lo doloroso.
Cuando se le pide mucho a la vida, el dolor y fracaso son inevitables; bastan para ello los caracteres estructurales de la realidad, y en especial de la realidad humana: su limitación, su condición excluyente, su fugacidad, la imposibilidad de su posesión “simultánea y perfecta”. Pero Andalucía ha sabido que solo pidiendo mucho a la vida tiene esta sabor, olor, consistencia, realidad, en suma. Durante siglos ha resistido a contentarse con poco, a no exponerse al dolor, que quiere decir no arriesgarse a la felicidad. ¿Quién dijo que Andalucía era solo gracia plena, encantada poesía? Ni siquiera sabía que cantando la pena, la pena se olvida.
Andalucía apenas es épica, solo por excepción, pero encierra una increíble dosis de lirismo. La personalización de las cosas, su carácter individual y no colectivo, la ausencia de colosalismo, la dulzura del ambiente, que permite una transición fácil entre la intimidad y lo exterior, algo así como una reserva que se manifiesta, todo ello contribuye a ese lirismo difuso que empapa las formas todas de la vida andaluza.
Andalucía ha tenido probablemente más capacidad de desear que ninguna otra región española, y que la mayoría de las del mundo. Solo esto explicaría la proporción en que ha contribuido a la literatura y a las artes, y que es de un desnivel impresionante, si se tiene alguna sensibilidad para la significación de lo cuantitativo. La esterilidad, la sequedad que ciertas partes del mundo o ciertas épocas presentan no se puede explicar por falta de “capacidades” o de “dotes”, sino por una manera singular de estar instalado en la vida, por una atrofia de las funciones de imaginar, inventar, proyectar, desear; por una pobreza desiderativa que puede coincidir con la riqueza de los recursos. Y aun en las épocas en que el arte y la literatura en sentido estricto han decaído, el torso general del fenómeno persiste. La razón es clara: la poesía, la novela, el pensamiento, la pintura son actividades ejercitadas por minorías creadoras, mejor dicho por individuos que en una o en otra dimensión las engendran y constituyen; por unas u otras causas estas minorías pueden languidecer o desmoralizarse, pero esto no significa que desaparezca enteramente la actitud vital que las sostenía. Por debajo de esas minorías, siempre problemáticas e inseguras, queda el pueblo en su conjunto; pues bien, la fecundidad ideadora, improvisadora, del pueblo andaluz, de fértiles deseos, no se ha extinguido nunca, y la encontramos allí donde ponemos los ojos o aguzamos los oídos. Y ahí, en esa viva facultad de desear y de inventar, en esa capacidad de fabulación y sueño, de vivir mitad en la realidad y mitad en la ficción, reside la peculiaridad de la condición andaluza. Pero no se olvide que esa es, si se toman las cosas en serio, la condición del hombre.
Esta es la razón, si no me engaño, de que Andalucía sea alegre y triste, en tan alto grado. La alegría consiste muy principalmente en la dilatación de la vida. Como los pulmones se llenan de aire al dilatarse o al llenarse de aire se dilatan, el alma se dilata al llenarse de realidad, o si se prefiere su dilatación mediante el deseo ejerce una succión sobre lo real, que se precipita en ella. Pero esa realidad es de muy diversa condición. Por lo pronto, eso que llamamos “realidad” alberga en su seno dos porciones distintas: lo que llamamos efectivamente real y lo que es solo realidad ficticia; el hombre se pasa la vida transitando de una u otra región, pero la transición es siempre problemática, engendra fricción y frecuente dolor. Nos pasamos el tiempo queriendo que nuestros sueños se conviertan realidad, y sufrimos cuando esto no es posible; pero, por si fuera poco, también sufrimos cuando nuestra realidad deja de ser sueño, cuando es “solo” real. Además, las realidades entran en conflicto unas con otras: se excluyen, se eliminan, se suceden; al entrar en el ámbito de nuestra alma, luchan entre sí y con ella. La gozosa dilatación de esta es una penosa distensión, un desgarramiento.
Pienso que Andalucía ha sentido con extraña profundidad ese carácter de la vida; su vejez ha aprendido a aceptarlo, a amarlo y resignarse a él. Así ha cruzado su historia milenaria envuelta en tristeza y dándola por bien empleada, sabiendo que es el precio de la alegría que en sus últimas raíces la penetra. Los cantares de Andalucía son la expresión popular, inmediata y vivida de esa actitud. No es casualidad que los toros, que tanto han gravitado sobre lo español, en general, y que simbolizan ciertos aspectos parciales, pero profundos, de España, hayan sido siempre primariamente una forma andaluza. Y ambos principios, alegría y tristeza entrelazadas, dominan la vida religiosa de Andalucía, en la que son realidad, y no mera convención, lo gozoso y lo doloroso.
Cuando se le pide mucho a la vida, el dolor y fracaso son inevitables; bastan para ello los caracteres estructurales de la realidad, y en especial de la realidad humana: su limitación, su condición excluyente, su fugacidad, la imposibilidad de su posesión “simultánea y perfecta”. Pero Andalucía ha sabido que solo pidiendo mucho a la vida tiene esta sabor, olor, consistencia, realidad, en suma. Durante siglos ha resistido a contentarse con poco, a no exponerse al dolor, que quiere decir no arriesgarse a la felicidad. ¿Quién dijo que Andalucía era solo gracia plena, encantada poesía? Ni siquiera sabía que cantando la pena, la pena se olvida.