Sobre Tarkovsky, los recuerdos y el amor:La casa seca
Lacan intuye que “el amor es una pregunta que intenta alcanzar el ser del otro”. Hablando sobre las metáforas del amor, lo considera a éste como una mera suplencia, la substitución de un vacío en el ser “porque hay una herida en el universo; el amor vela la falta, el déficit ontológico. El amor reconoce en el semejante las marcas de nuestro exilio interior” (Margarita Scotta, Lacan leyendo el discurso de Fedro). Me pregunto, ¿saber cómo nombrar el amor significará acaso nuestra redención? “Puede haber amor, pero no existe hasta ser nombrado” concluye Lacan.
(%=Image(4117709,»L»)%) Resulta inevitable hablar del amor y su ausencia, luego de ver los filmes de Andrei Tarkovsky. Este creador ruso (1932-1986) cuyas películas estuvieron prohibidas en la Unión Soviética hasta 1971, se expresó así de su propia obra: “Todo el que quiera, puede ver mis películas como un espejo en el que se ve a sí mismo”. Y ese espejo proyecta lo que para este director es recurrente, la idea de que un hombre no es nada sin sus recuerdos. El tema del recuerdo para Tarkovsky es una casa, la casa de su infancia. Casa y amor, son la misma cosa para él, el sujeto y objeto de un mismo sentimiento de pérdida y de afanosa búsqueda. Refiriéndose al significado de la casa natal, Gaston Bachelard en su libro La poética del espacio, dice algo tan conmovedor como revelador: “el hombre, antes de ser lanzado al mundo, es depositado en una casa. La vida de uno empieza en el regazo de una casa. Cuando se sueña en la casa natal, se participa de ese calor primero, de esa materia bien templada de paraíso material. La casa sostiene para toda la vida a la infancia inmovil en sus brazos”. Según Bachelard, la casa natal está físicamente inscrita en nosotros como un grupo de costumbres orgánicas que graban en nuestra memoria una especie de jerarquía de las diversas formas de habitar, “somos el diagrama de las funciones de habitar esa casa y todas las demás casas no son sino variaciones del tema fundamental de esa casa”.
En sus filmes nos conduce también por el camino del amor y su entrega como “último milagro que se puede oponer a la falta de fe, al cinismo y al vacío del mundo». Para Tarkovsky, el amor es la redención a través del recuerdo del amor, como sucede en el filme Solaris, de allí que, refiriéndose a éste dijera: “en cierto sentido, lo pasado es mucho más real, o por lo menos, más estable y duradero que lo presente”.
Pero el amor también puede ser una casa de aire como en la película La Infancia de Iván, o una casa en llamas en la película autobiográfica El Espejo, donde el personaje es “una voz” que trata de reconstruir, de hacer nítida la imagen borrosa del padre que lo abandonó como una manera de sobrevivir a su crisis de adultez, la cual puede significar su muerte o su resurrección.
En el filme La infancia de Iván (1962), el símbolo de la “casa”, del hogar, lo convierte en una conmoción. Luego del asalto alemán a un pueblo en el sur de Rusia durante la ofensiva nazi, un niño sobrevive a la masacre de toda su familia y a la destrucción del poblado, convirtiéndose en un ser que representa el desamor, una máquina inconsciente de venganza e ira, “a la vez un monstruo y un martir”, según definió Sartre al personaje. En una escena en la que el niño retorna a esa región en funciones de explorador para un pelotón del ejército, se encuentra con una tierra desnuda sobre la que se erigen solo ruinas de lo que fue su casa y el pueblo donde vivía. El niño se acuesta al pie de los restos de un muro calcinado por el fuego, escombros de lo que días antes fue una casa, tratando de entender todo lo que le ha pasado, recordando los últimos momentos de su vida con su madre antes de la tragedia. Del otro lado, a cielo abierto un hombre mayor, recorre los espacios interiores invisibles de esa casa buscando afanosamente un clavo, Ivan se da cuenta que es un sobreviviente y decide ayudarlo. De entre el montón de ladrillos, frisos y vigas caidos encuentra uno y se lo da. El hombre intenta clavar el clavo en ese pequeño pedazo de pared, lo único que queda en pie, para colgar allí el icono de la familia. Mientras habla, Ivan se da cuenta que el hombre ha enloquecido y se marcha. Al alejarse, observa al hombre intentar cerrar con cerrojo la puerta de su casa que pende precariamente de los goznes de esos escombros, de esa casa en el aire, sin paredes ni techo. El vacío y el desatino de la guerra que destruye el hogar construido en el corazón de los hombres.
En otra de sus películas, “El Espejo” (1974), el personaje principal es “una voz”, pero también lo son una casa y un sendero que conduce a ésta, donde se observa una figura borrosa, detenida a lo lejos en el camino que atraviesa los trigales donde el viento hace olas. “Si sigue de largo no es, si se desvía hacia acá, es papá que regresa”. El filme cuenta la historia de un hombre, a quien nunca vemos en la película, pero es el que lleva el hilo de la narración y quien desde su lecho de nostalgia, busca desesperadamente recordar su infancia, tratando de construir a través del recuerdo de la madre los fragmentos de una composición perdida de la imagen de su padre que los abandonó, de sus miedos ante la premonición de una casa en llamas, de la certeza de sí mismo reflejada en un espejo ovalado y convexo, del viento que mueve el follaje de un bosque a la vez hermoso y aterrador. El narrador, en un monótono voice over, nos habla del momento en que se dio cuenta de su identidad, de su unicidad, de su pertenencia a ese entorno fundamental y a ese despojo emocional, de los momentos que en sueños vio a su padre volver a casa y cómo se abrazó a él, dejando colar la duda al espectador de si ese era un recuerdo real o imaginado. Pero también repasa lo que dejó de amar, lo que no supo darle a los seres que lo rodearon en su vida, a los seres que lo amaron y que él no correspondió. Reconstruye toda una topografía de recuerdos contenidos en sus sentimientos de pérdida, amor, odio y dolor, los gestos de esos seres amados y distantes que trata de recuperar en medio de su crisis. Sucede en este filme algo así como lo que descarnadamente escribiera Erica Jong: “¿Quiere usted que yo le diga algo realmente perturbador? El amor es todo esto que se ha destrozado para que usted pueda ser”. La película dura más de dos horas y no tiene un guión convencional, ni un tiempo y ritmo habitual, el montaje está estructurado en base a un collage de recuerdos, algunas veces discordantes.
Tarkovski, sin dinero para la producción, pues era fuertemente criticado por el Partido Comunista y los gremios culturales, plantó él mismo casi una hectárea de flores para hacer las tomas del sendero que conducía a una casa seca por el tiempo que el cree pertenecía a una tía y que el visitó cuando tenía cinco años. Todo ese esfuerzo sólo para ver en su filme el camino que lo conducía a la casa de los afectos.
Debido a su libertad narrativa, la película desató feroces críticas de la burocracia cultural, comisarios políticos garantes de lo que se denominaba en Rusia el “Realismo Socialista” en el arte, pero no pudieron censurarla. Miles de personas vieron la película y había algunas de ellas que por no tener cómo comprar una segunda entrada, permanecían en la sala escondidas en sus butacas esperando la siguiente función, lo que comenzó a ocasionar problemas de orden público.
En su libro Esculpir en el tiempo, Tarkovsky recopila las notas del período en que el Estado soviético lo separa de su actividad por éste y otros filmes, allí comenta en forma venial su decepción de los críticos, quienes “cambiaban la inmediatez de su experiencia viva por estereotipos de las ideas impuestas por el régimen, mostrándose indiferentes o sin saber qué decir ante mi obra”.
Más bien, se reconfortaba al leer las cartas enviadas por los espectadores. Una mujer de Gorki le escribió: “Muchas gracias por su El Espejo. Así, exactamente así fue mi niñez, pero ¿cómo se ha enterado usted? (…) el alma estaba invadida por la espera de la madre. (…) Sabe, cuando en aquella sala oscura miré aquel pedazo de pantalla iluminado, por primera vez sentí que no estaba sola”.
Otra carta, esta vez de un trabajador de Leningrado: “El motivo de mi carta es El Espejo. Una película de la que ni siquiera soy capaz de escribir, pero de la que vivo”.
Es verdaderamente desgarrador e ilustra el ambiente de opresión que se vivía en Rusia, la nota que le remite una obrera moscovita, donde le confiesa: “En una semana he ido cuatro veces a ver su película. Y fui al cine no solo para verla. En realidad lo que quería era vivir una vida real, por lo menos unas horas, pasar el tiempo con personas. Todo lo que me atormenta, lo que me falta, lo que ansío, lo que me enfada y lo que me repugna, todo eso lo vi en su película como en un espejo. Todo lo que me apesadumbra y lo que me rodea de luz y de calor. Lo que me destruye y lo que me hace vivir. Por primera vez, una película se me antojaba como algo real. Y éste es precisamente el motivo por el que la veo una y otra vez, para vivir en ella”.
Una mujer le reenvió la carta que le escribiera su hija desde una ciudad distante de Moscú luego de ver El Espejo: “¿Cuántas palabras conoce un hombre? ¿Cuántas figuran en su vocabulario cotidiano? Revestimos nuestros sentimientos con palabras, intentamos expresar en ellas el dolor, la alegría, todo aquello que en realidad no se puede expresar. (…) Hay un lenguaje absolutamente diferente, hay un sistema de comunicación totalmente distinto… el lenguaje de los sentimientos”.
El Socialismo Real impuesto por el Estado soviético no podía permitir sentimientos ajenos a los planes dispuestos para el colectivo. Tarkovski es forzado al exilio interior primero y luego al destierro.
La primera vez que vi El Espejo, fue en 1981, sentí que esas imágenes eran símbolos que Tarkovsky había plasmado en la cinta para que mi memoria los registrara como un sismógrafo detecta movimientos telúricos. Significó para mí reinterpretar mi infancia, el tratar de recomponer los fragmentos de lo que fueron mis padres, mis hermanos y tíos, las historias que escuchaba en las sobremesas y los afectos que ahora pretendo recuperar. Lo misterioso y sagrado de cada momento al lado de mi padre o de mi madre en el hogar, lo inconmensurable de una caricia de ella o de él. Mi casa natal con sus laberintos, sus resplandores y sus miedos. Recuerdo que al salir de la sala de cine me senté en un pequeño café a escribir estas notas que hoy rescato de las páginas de ese viejo diario: “El Espejo, me hizo sentir que mi vida fue moldeada por un inmenso amor, pero también por su ausencia. Mi anhelo, es el de regresar por el caminito de tierra que asciende por la suave pendiente de una colina hacia una casa en lo alto, donde una mujer me espera en el umbral con ojos anhelantes y una sonrisa como un pájaro en vuelo. Su mano apunta hacia el campo del Oeste donde unas flores gigantes señalan al girar el momento en que el día deja de ser día y la noche aún no es noche. Más tarde, sentados alrededor de una mesa, lo suficientemente pequeña como para tomarle de las manos, le hablaría sobre lo que Alejandra Pizarnik dijo una vez como en una pincelada única: “Hemos inventado nuevos nombres para la risa, para las miradas y sus terribles caminos. Hemos dicho palabras, palabras para hacer un fuego, palabras donde poder sentarnos y sonreír”. Luego, partiría el pan recién sacado del horno y lo compartiríamos. Aun no he regresado y comprendo que somos creadores de soledad en la medida en que no regresamos. Solo sé que quisiera llegar en alguna tarde brillante y al abrazarla decirle al oído el estribillo que esta tarde camino a la sala de cine le escuché cantar acompañado de su acordeón y el tap tap de sus zapatos a un desconocido en un andén del metro: “Je trouverai des langages pour chanter tes louanges”. A propósito de la proeza del amor, será entonces que al nombrarlo ¿nos preguntamos por el vano intento de llenar su ausencia? Al mirar esa película me di cuenta que yo tampoco estaba solo, que esta noche no sentía el vacío de la soledad, que tenía que vivir mi vida rescatando ese amor, esa fuerza del amor que está dentro de mí y que hace que nada justifique esta vida fuera de ella». Eso me reflejó El Espejo.
“Solaris” (1972), es otro filme emblemático de Tarkovski que tuve la oportunidad de ver en su versión original en 1981 en el Festival de Ciencia Ficción en Barcelona, España. El montaje original es de tres horas y no hay que confundirlo con la reciente versión de Hollywood inspirada por igual en el libro de Stanislav Lem. La trama sucede en una estación orbital alrededor de un planeta que es una masa de océanos tempestuosos. En la estación terrestre se tienen noticias de comportamientos irracionales o desatinados de los astronautas, conductas erráticas, homicidios y suicidios entre la tripulación. Es enviado entonces a investigar lo que sucede un astronauta (Kelvin) viudo y retirado, pero es el de mayor experiencia en ese proyecto espacial. Una vez a bordo de la estación orbital, se da cuenta que ese gigantesco océano produce o transforma los recuerdos y los deseos en realidades accesibles, inmediatas y tangibles. Al final, a este hombre lo vemos sentado frente a una ventana, en una habitación acogedora, contemplando un estanque donde flotan nenúfares y en sus orillas bailotean los juncos. El espectador se da cuenta que Kelvin ha comenzado a proyectar sus recuerdos, a materializarlos y que su nostalgia se convierte en la única forma de subrevivir en la vastísima soledad del espacio sideral, comienza a revivir su vida junto a su esposa a quien ha perdido años atrás. Entonces entendemos que las cosas no son como en realidad son o sucedieron sino como el las recuerda a partir de ese momento. Hay una escena confusa y sublime cuando, en medio de la proyección de esos recuerdos, en que Kelvin está abrazando y besando a su esposa, la estación pasa por un recurrente momento de ingravidez, entonces observamos como todos los objetos comienzan a elevarse en trayectorias erráticas y acompasadas, mientras los cuerpos de kelvin y su esposa levitan y giran en medio del vacío de la cabina abrazándose.
Para Tarkovsky, “el tiempo es el elemento que da la vida al alma humana, en el que el alma está en el hogar como la salamandra en el fuego”. De allí que para él, “el tiempo y el recuerdo están abiertos el uno para el otro, vienen a ser como las dos caras de una misma moneda». Para Tarkovsky, sin los recuerdos, el hombre está condenado a la locura: “Un hombre que ha perdido sus recuerdos, ha perdido la memoria, está preso en una existencia ilusoria. Cae fuera del tiempo y pierde su capacidad de vincularse al mundo visible”.
Las circunstancias terribles por las que atraviesa Kelvin, en las que resiste o sucumbe, dándose cuenta que la resistencia depende de su propia conciencia, de los escasos instantes de decisión que disponga, donde intuye que lo elemental y trascendental es aferrarse al recuerdo de su amor y que éste puede dar sentido a su existencia, a su supervivencia o a su muerte, llevan al personaje a decidir no volver a la tierra y quedarse a vivir con el recuerdo de su amor, orbitando alrededor de ese planeta oceánico.