Juego de espejos
Seguimos avanzando en la conmemoración de los bicentenarios de las independencias latinoamericanas. En la lista de este año de 2011 están Venezuela y Paraguay. Las independencias significaron el intento de implantación de un modelo que tomaba sus elementos principales de dos hechos que eran recientes: el nacimiento de Estados Unidos como nación soberana, que dio como fruto la proclama de una constitución democrática, de equilibrios institucionales y separación de poderes; y la revolución francesa que trajo la Declaración de Los Derechos del Hombre. Era el siglo dieciocho que entraba con retraso en tierras hispanoamericanas, o eran, más bien, las ideas represadas y reprimidas del iluminismo las que por fin tomaban cuerpo atravesando la frontera de un siglo.
Ambos procesos, el de los nacientes Estados Unidos, y el de la Francia revolucionaria, además de recientes, tenían el prestigio de haber probado la eficacia del proyecto liberal en contra de la monarquía derrotada, para dar paso a gobiernos republicanos de carácter representativo: repúblicas independientes y democráticas en todo el continente, al amparo de constituciones que, sin embargo, debían surgir de la nada. O de algo peor que la nada.
Es cuando empezamos a sufrir esa gran contradicción permanente, que se resuelve en un espejismo repetido: la nación ideal que describe la constitución es tomada por real. Pero lo real se resiste a acercarse a lo ideal, extrañamente vestido con una parafernalia de términos pomposos: democracia, soberanía, progreso, igualdad, fraternidad, libertad.
El empecinamiento, lúcido e ilusorio a la vez, comienza por tratar de someter a los rigores de un modelo político una realidad múltiple, contradictoria y dispersa, compuestas por capas geológicas sociales, que a la vez son capas culturales, y que, como si se tratara de un corte geológico, se superponen unas a otras pero conviven al mismo tiempo en un extraño anacronismo contemporáneo. Convivían entonces, y siguen conviviendo, sólo que dos siglos después se han agregado más capas a las antiguas que no desaparecen.
Si nos acordamos bien, es lo mismo que quería don Quijote, que las ilusiones de los libros entraran en la realidad y fueran la realidad. Sólo que los próceres querían que la realidad entrara dócilmente en los códigos, que el bien jurídico fuera el bien social. Y es lo que también quería Sancho cuando va a gobernar su ínsula de Barataria, promover el bien común bajo leyes justas, y por eso promulga las Constituciones del gran Sancho Panza, aunque luego escriba a su mujer que ha llegado a su gobierno de la ínsula para enriquecerse. No sabíamos cuanto, desde entonces, el ejercicio del nuevo poder bajo la independencia, que rompía un molde y creaba al mismo tiempo otro, le debería a las filosofías cervantinas, tanto como les debería a Jefferson y a Rousseau.
El poder justo, basado en las leyes, es aquel que tiene por fin, según el discurso de don Quijote sobre las Armas y las Letras, “poner en su punto la justicia distributiva, y dar a cada uno lo que es suyo, entender y hacer que las buenas leyes se guarden”. Pudo haberlas pronunciado Bolívar. Pudieron ser palabras del cura Morelos. Igual que para don Quijote, delante de los próceres de la independencia se abría el abismo entre lo real y lo imaginario, entre lo posible y lo imposible, entre lo verosímil y lo inverosímil; toda esa distancia insalvable que hay siempre entre la proclamación legal del orden justo, y las pobres posibilidades de realizarlo, y que termina en la locura de las simulaciones, como lo había entendido Erasmo.
Es un modelo ideal que se plasma en las constituciones y en el aparato de las leyes, pero la realidad no se deja atrapar tan mansamente bajo sus ataduras. Huye hacia delante, escapando a los apremios del ideal, una persecución que hoy aún no termina. Las palabras que componen el credo político se vacían de contenido y suenan huecas lejas de su propio significado. Son palabras con autonomía, en burla constante de lo que quieren decir.
A la palabra democracia, por ejemplo, se agregan otras, que no son sino redundantes al demos, pueblo, y al kratos, poder: democracia popular, democracia ciudadana, democracia participativa; o se ha creado el término poder popular, que no es sino la traducción libre de democracia. Pero la redundancia no es sino el resultado de la insuficiencia, y de la frustración. O de la demagogia.
A la hora de la independencia, Sancho se montó en el caballo, y don Quijote se montó en el burro. La propuesta, como quimera, es del loco; la prueba de poder, por el contrario, es para el rústico analfabeto. Los caudillos de la independencia devendrán en ambas cosas a la vez, Don Quijote y Sancho. Los letrados, encumbrados en el poder, se hacen cargo del discurso de las letras, y también del discurso de las armas. No en balde son letrados a caballo.
Pero no sólo gobernaron los próceres que hemos aprendido a idealizar, en armadura de don Quijote, y son personajes de novela. No hay personaje más atractivo para un novelista que Sancho mandando, como en tantas ocasiones en América Latina. Leguleyos y tinterillos. Pero sobre todo, sargentos y coroneles. Los mecanismos imprevistos que tiene el poder, desde el azar, la osadía y la ignorancia, están llenos siempre de misterio y de interés, y de risa, y de drama, en la literatura y en la vida.
Porque aún no se logra del todo el gran milagro decimonónico apuntado en el bronce de las constituciones, de que las leyes estén por encima de los individuos que tienen poder. Es decir, aún no se logra el ideal forjado con la independencia: que cuando surja un caudillo, lo metan en cintura las instituciones. Las instituciones soberanas, por encima de los señores de horca y cuchillo, intolerantes de la ley y burladores de las constituciones, amamantados por la propia independencia, madre pródiga y tuerta. Los que ensillaron desde entonces el caballo, y se montaron en el burro.
Masatepe, enero 2011.
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