Opinión Nacional

La tierra estéril

Todavía cabe preguntarse: ¿Qué llevó a Hugo Chávez, quien llegó al poder inicialmente en medio del miope entusiasmo de tantos, a sembrar a Venezuela de dolor, miedo y desencanto? ¿Qué recónditos abismos del alma le condujeron a colocar los intereses y recursos del país al servicio del despotismo castrista, vinculando nuestro destino al de la más patente desilusión en la historia moderna de América Latina, es decir, la Revolución Cubana? ¿Qué hizo que un Ejército, el venezolano, que se preciaba de autoproclamarse «forjador de libertades», haya permitido su subordinación a Cuba, comprometiendo nuestra soberanía de manera tan abyecta e imperdonable? Si bien es cierto que el fracaso del experimento chavista se hace más evidente, no comparto las opiniones de cada día mayor número de comentaristas que, en vista de la decadencia de la revolución, empiezan a interpretar a Chávez y su paso destructivo por la historia como una especie de aberración, como algo extraño a nuestras verdaderas condiciones y aspiraciones como pueblo.

Lo realmente distinto no ha sido Chávez, sino los cuarenta años previos de República civil, a pesar de sus fallas y limitaciones. Para que un Chávez, que sólo deja atrás «un montón de imágenes rotas» ­como expresa un verso de T. S. Eliot en su portentoso poema «La tierra estéril»­, para que un Chávez, repito, haya sido posible, se requirió una sociedad, o buena parte de ella, dispuesta a dejarse enceguecer por un caudillo militar, autoritario e improvisado, armado solamente en el plano de las ideas por el mesianismo bolivariano.

 

Chávez no ha sido un azar, sino un fenómeno hondamente enraizado en las palpitaciones colectivas de un pueblo y sus llamadas «élites», cuya única conexión con el pasado se basa en la exaltación de una epopeya mal explicada y aún peor comprendida e interpretada, y en la desproporcionada idealización de una figura histórica, la de Simón Bolívar, que ha sido transformada en mucho más que un símbolo de unidad para fungir como clave de todo lo que somos y demiurgo de nuestro porvenir.

¿Cuántos potenciales caudillos, a la manera de Chávez, se encuentran aún en el seno de nuestro estamento militar, estamento al que décadas de adoctrinamiento han convencido que ellos son los «salvadores de la patria» y «herederos de Bolívar», y a quienes de paso han sometido a catorce años de ideología marxista en los institutos educativos de la FAN? El mesianismo que tanto daño hace a nuestra existencia política no se reduce al ámbito castrense. Hay que recordar el tránsito de la política exterior venezolana bajo los gobiernos democráticos, y nuestra recurrente tendencia a creernos un gran poder, con pretensiones de cambiar el mundo a nuestra imagen, de establecer la «justicia social internacional», un «nuevo orden económico mundial» y un «mundo multipolar». En tal sentido, en lo que se refiere a la presunción de sus objetivos y desequilibrio de sus ambiciones, los disparates de Chávez en materia de política exterior forman parte de una tradición también profundamente ligada al pálpito mesiánico de nuestra vida colectiva.

Se habla de que ahora hay un camino. Todo indica que el candidato democrático ofrece una esperanza diferente. Una férrea modestia anima su discurso, una fuerza tranquila, de la que habló una vez Mitterrand en Francia, impulsa sus esfuerzos.

Se trata de algo nuevo en un escenario acostumbrado a la altisonancia vacía, a la arrogancia inútil, a la gesticulación agobiante. Una nueva Venezuela requerirá de muchos cambios, pero ciertamente no necesita otro mesías.

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