La revolucion traicionada
“Moral y luces son nuestras principales necesidades”
1.- Hay revoluciones y revoluciones: en un principio, las hay gloriosas, fulgurantes, violentas, novedosas, inevitables, transformadoras y heroicas como la rusa, la china, la cubana. Y las hay vergonzantes, chambonas, majaderas, inútiles, sangrientas, corruptas, perversas y degeneradas, desde su mismo origen, como la venezolana, la del Kmehr Rojo y todas ellas cuando pasa el fulgor del parto y crece la criatura totalitaria. Pues el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. La rusa degeneró en el estalinismo y el Gulag, la china en la depravación, la persecución y las hambrunas del maoísmo – para terminar presa del capitalismo más salvaje – , la cubana convertida en la cárcel de represión, pobreza e iniquidades, propiedad personal de los hnos. Castro y dependiente de la caridad ajena. Ninguna de ellas pasará a la historia sin el regusto de la infamia, la estupidez, el abuso, la ignominia. Todas serán recordadas por el mal apocalíptico que causaron. Ninguna por el bien imaginario inscritos en sus impulsos originarios.
Esos me parecen los dos momentos sustantivos de la verdad de las revoluciones auténticas: la gloria compartida del utópico amanecer colectivo al momento de ver la luz. Y basta referirse a dos experiencias vinculantes para comprender a qué me refiero: la felicidad causada por la revolución venezolana del 23 de enero de 1958 y la cubana del 1º de enero de 1959. El momento mágico en que los más profundos anhelos de una sociedad – la justicia, la solidaridad, la paz, la reconciliación – ven la luz y se convierten en realidad viva y actuante.
Es el valor inestimable de las verdaderas revoluciones: resquebrajar el cascarón que oprime e impide el nacimiento de lo que pugna en lo profundo de las sociedades, como la presión incontenible de fuego y materia ígnea que irrumpe en lava, fumarolas y llamaradas al momento de un cataclismo volcánico. Para agotar ese impulso originario y estabilizarse, pasando al olvido, convirtiéndose en arqueología de la felicidad perdida o manifestando en toda su crudeza la brutalidad fáctica, la perversión moral, incluso la futilidad de lo cotidiano que norma las vidas en una sociedad totalitaria.
Es el signo necesario, inevitable, irrevocable de todo proceso revolucionario. Casi un signo idiosincrásico de las producidas en suelo venezolano. Lo dijo con claridad meridiana Luis Level de Goda en 1893 refiriéndose a las decenas y decenas de revoluciones – por darle algún nombre a los espasmos de montoneras y caudillismos alebrestados que marcan a sangre y fuego nuestras vergüenzas decimonónicas: “las revoluciones no han producido en Venezuela sino el caudillismo más vulgar, gobiernos personales y de caciques, grandes desórdenes y desafueros, corrupción y una larga y horrenda tiranía, la ruina moral del país y la degradación de un gran número de venezolanos.” Quien lo dude, que se mire en el espejo del coronel Aponte Aponte.
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De la demoledora constatación de Level de Goda se desprende un hecho incuestionable, sobre el que la historiografía venezolana ha preferido callar. No salva a ninguna de nuestras innumerables y funambulescas revoluciones del trágico signo de la degradación, sin rescatar ni siquiera a la revolución independentista. Desde su perspectiva, menospreciada por nuestros mayores con el clásico signo de la maldición por su “conservadurismo” intrínseco, se deduciría una incapacidad congénita de nuestra sociedad para superar la maldición de la corrupción, la imposibilidad de sustentar instituciones estables y capaces de mantenerse en el tiempo, la veleidad de nuestras querencias políticas y nuestra falencia ancestral en cuanto a la conformación de un Estado, que no sea esta suerte de mágica recreación de circunstancias. ¿El país portátil de Adriano González León?
Lo cierto es que asombra el fiel e inexorable cumplimiento de la maldición en el caso de este último ex abrupto histórico: el chavismo. La sedicente revolución bolivariana no tardó un segundo en echarse en brazos de la más desaforada de las corrupciones, la venalidad sin límite de sus promotores, el escándalo de la estafa política de promesas incumplidas y el obsceno y desembozado manejo de los dineros públicos para soldar alianzas, comprar conciencias y enriquecer a sus protagonistas. Esta revolución nació corrompida: fue, desde el momento mismo de su parto, una revolución puta. Con una característica adicional, clásica de nuestro desafuero ontológico: militarista, caudillesca, ágrafa y brutal. ¿O nos olvidaremos que ya en el año 2000, a poco andar, abrió las puertas de los abundantes caudales públicos al enriquecimiento ilícito de sus funcionarios civiles y uniformados con el tristemente célebre Plan Bolívar 2000 y de cuyos atropellos conociéramos hasta los más mínimos detalles, sin que nadie diera la cara o exigiera cuentas por ellos?
La insurrección de Abril pareció expresar la indignación nacional y el deseo de ponerle coto a lo que ya entonces la ciudadanía comprendía como un ciclo abierto al estupro, al desafuero, a la ruindad y a la aniquilación de todos nuestros frágiles valores morales. Y a pesar del fracaso de ese magno empeño de dignificación colectiva, las fuerzas populares desatadas tras el empeño de salir de Chávez constitucionalmente mediante el Referéndum Revocatorio, chocaron contra un elemento inédito de injerencia política que terminaría por blindar el estupro, la corrupción, la inmoralidad y la violencia públicas: la entrega del control del Estado, de la jefatura de la vida política nacional y de nuestra soberanía territorial, histórica y cultural al castrismo cubano. Para mantenerse en el poder, Chávez dejó de ser un oficial venezolano para convertirse en la mascarilla populachera de la tiranía castrista en Venezuela.
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Fue el fin de toda reserva moral, de todo escrúpulo, de toda consideración a nuestras tradiciones, a nuestros anhelos, a nuestros compromisos históricos. Venezuela dejó de ser una patria libre, digna y soberana para convertirse en el apéndice de un estado neocolonial. Se transformó en una satrapía de los Castro. Asunto dramáticamente puesto de manifiesto con dos epifenómenos del entreguismo: el control físico del cuerpo de Hugo Chávez, dejado para su sobrevivencia o su muerte al capricho de Fidel y Raúl Castro; y las brutales y estremecedoras revelaciones del coronel Eladio Aponte Aponte a la DEA, que ponen sobre el tapete de nuestra vergüenza nacional e internacional con un detallado currículo de comprobadas iniquidades oficiales un hecho indiscutible: además de ser una satrapía de los Castro, Venezuela es por determinación de la satrapía un narco estado forajido.
Todo este rodeo tiene por objetivo último explicar las razones por las cuales los administradores delegados por los Castro para comandar este proceso de desnaturalización pueden entregarse sin una pizca de remordimiento o mala conciencia a la criminalidad más desatada. Conformar una banda de narcotraficantes con los más altos, poderosos y destacados oficiales del estado mayor y miembros del sistema judicial, – Henry Rangel Silva, Clíver Alcalá Cordones, Hugo Carvajal, Eladio Aponte Aponte, entre muchos otros oficiales de alta graduación, bajo el mando directo, el conocimiento y probablemente la coordinación del propio presidente de la república – para usar el territorio nacional y sus instalaciones portuarias y aeroportuarias como plataforma segura para el tráfico protegido de estupefacientes.
El peor crimen contra la humanidad convertido en actividad privilegiada del Estado venezolano. La revolución, así sea esta puta revolución bolivariana, es una apuesta de muy alto riesgo comprometida con un proyecto estratégico y continental de muy largo plazo, como para imaginar que esa actividad paraestatal de traficar toneladas de cocaína se cumplía con el fin de enriquecer las faltriqueras de algunos pocos uniformados inmorales. Habrán contado con el privilegio de quedarse con jugosas ganancias marginales, pero el grueso de esos recursos debe haber ido a parar a las fuentes de financiamiento de actividades subversivas y de control político, en Venezuela y fuera de Venezuela. Y a enriquecer a su máximo exponente y a sus familiares y esbirros más cercanos bajo el subterfugio de garantizar la sobrevivencia de su proyecto bajo tiempos difíciles.
De allí la inmensa, la descomunal gravedad de las revelaciones de Walid Makled y de Eladio Aponte Aponte. Así como la inmensa diferencia entre el caso Aponte Aponte y el caso Vladimiro Montesinos. Esta mafia militar no pretendía enriquecer a unos pocos o comprar conciencia de opositores, como fuera el caso de Montesinos/Fujimori. Es un crimen de estado que involucra a la totalidad de la Nación, pone en duda la existencia de la república misma y anuncia el hundimiento de todo un ciclo de nuestra historia.
Resulta abominable que el deterioro moral de grandes sectores de nuestra población, causa y consecuencia de este grave estado de cosas, conduzca a la aceptación pasiva e indiferente de tantas iniquidades. Es hora de iniciar una cruzada moral para la reconquista y salvaguarda de nuestros valores. O seguiremos camino a la disgregación y la anarquía.