Ninilandia
No se trata de una crítica artera, es tan solo una “constatación empírica” según la jerga de los expertos electorales que en estos tiempos aparecen, cómo no, dando opinión, dictando cátedra, y facturando en dólares que es como cobra el cobre todo asesor de campaña que se respete ¡Cochina envidia! Que de todos los hay, y mire usted que se multiplican, aún más cuando existe la creencia “confirmada científicamente” de que sus estimaciones hechas en público ejercen influencia sobre las decisiones de ciudadanos.
Aquí, y no creo que en Pekín, así ocurre desde que las Academias y democracias francesas y norteamericanas inventaran esa costumbre de medir y pesar asuntos electorales. Sociología electoral entonces, apoyada en la estadística y exponenciada ahora con la cibernética y modos express de medición de intenciones. En todo caso lo más importante es que dicen ofrecer la predicción del futuro del poder. Quirománticos de ese destino se contonean por las narices de la ambición política. Pero, siempre hay un pero, existe una variable casi fuera de control de estos supuestos adivinos del comportamiento humano, a saber, su mayor dolor de cabeza, los indecisos. Una impredecible inconstante.
Estos peritos por lo tanto han invertido, y cómo, en entender, precisar, manipular, convencer a esa mercancía electoral costosa, imprecisa, voluptuosa y decisiva. Le han puesto mar de nombres con la intención de identificarlos, controlarlos, dándoles categoría de “hombre político específico”, sí, pero inestable, baboso, pusilánime, irresoluto, titubeante. En todo caso la conclusión más extendida es que hay un sector del electorado que a veces hasta última hora dice, cree de verdad o miente, estar indeciso, “no sé”, “no sabe, no responde”, en neutro, Babia, limbo, burbuja defensiva.
A ese mundo o realidad es al que llamamos en este artículo “Ninilandia”, que no es idéntico a aquella “Bambilandia” de nuestros años cincuenta que en la radio o en la TV cantaban su himno: “Bambilandia es el país donde los niños son felices y gozan más”. Al contrario, los habitantes de “Ninilandia” ni son felices ni gozan más, más bien a veces sufren, padecen de incertidumbre, aunque para hacer más complejo el asunto hay otros que disfrutan de esa nacionalidad, se la venden caro a quienes los desean, se sienten atractivos, hay un cierto coqueteo en ese comportamiento y es fácil ver a un indeciso tongonearse pavo real frente a la información o cara a cara con quien lo pretende conquistar. Hay, de todo como en botica, quienes lo dramatizan, somatizan y hasta van al médico: “Doctor, tengo ninitis”. Y además pagan de su propio bolsillo, pues las pólizas de seguro aún no cubren este malestar. En tal sentido la indecisión es huérfana como la sarna.
Hay, además de toda una sociología, un negocio gigantesco que se asoma sobre esta nacionalidad que no vive en ghetto alguno sino todo lo contrario, desparramados por doquier y con la posibilidad de contagiar con su virus a otros. En fin, que el pasaporte de “Ninilandia” que otorga la ciudadanía de ninilando, sirve para entrar y salir de cualquier parte y hasta atravesar las alcabalas más inhóspitas.
El mundo sería otro si todos fuéramos indecisos. Para empezar ya existiría el “Ninintendo”. Pero en todo caso imaginar un mundo donde prime la indecisión y no el principio de la racionalidad sobre el que se basa la organización del universo social y personal, incluido el electoral, es un buen ejercicio para torear el tiempo de decisiones que nos exige, agobia, y esperanza. Mientras en eso pensamos, decimos: “Contra la indecisión, Capriles Presidente”.