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En torno a las PROTOFIXIONES de JUAN CALZADILLA

(%=Image(2082395,»L»)%) De tantos libros que leemos, y que se alojan para toda la eternidad en nuestra caja craneana, ya uno no sabe a ciencia cierta, con el perdón de la tautología, en cuál de tantos fue que leímos tal o cual frase. Traigo a esto colación porque un libro Protofixiones. Ediciones «El Mar Arado, 2005. Caracas, Venezuela, 79 páginas. del egregio poeta, ensayista y artista plástico Juan Calzadilla, (Estado Guárico, 1931) comienza su último libro de “ficciones mínimas” con una historia que tienen como protagonistas al padre del surrealismo francés André Bretón y su inseparable Nadja titulada, parafrásticamente: “La venda en los ojos y el corazón en el abismo”. ¿No fue Bretón quien dijo que iba por el mundo con “una flor en la solapa y el ojo en el vértigo”? A propósito de esta cita que temerariamente le atribuyo a Bretón, creo recordar que el gran Michel Foucault decía que: qué podía importar de quién es esta frase o aquella si lo dicho fue dicho y escapa a su autor para pertenecer al patrimonio cultural de la humanidad. Pues bien, leyendo estos poco más de sesenta cuentos cortísimos advertimos que la aristocrática estirpe a la que se encuentra afiliado Juan Calzadilla es la misma que cobijó al Maestro del relato corto, el guatemalteco universal Augusto Monterroso. Se trata de una materia verbal que configura su anecdotario fundándose en inevitables experiencias íntimas de irreductible índole literario como son las arrebatadas lecturas del poeta, o en su defecto anécdotas basadas en las intransferibles vivencias, valga decirlo de una vez con prontitud, vividas por el extraordinario artista plástico que ex aequo exhibe nuestro Rodin de la palabra. Los cuentos reunidos por el propio Calzadilla y ordenados según su única voluntad, ostentan ambientes tenues y, simultáneamente fulgurantes; parecidos a un tapiz de su rica y compleja existencia de creador de universos radicalmente ficticios y no por ello menos legítimos. Realidades signadas por la impronta de lo que el gran Borges gustó llamar “el Otro el Mismo”. Esa realidad alterada por singulares registros de percepción sensibles como los del poeta es catalogada por la definición del narrador como “el reino de los otros”. Y el lector piensa luego de leer un cuento como “El reino de los otros” (pág 7) si cuando morimos ya no somos nosotros sino Otros, ¿acaso no es la coronación plena de la libertad como Absoluto?

Fiel a la marca distintiva de toda su vasta Obra literaria, el Maestro realiza un noble gesto para con sus lectores salvando de entre las infinidades de cuartillas perdidas entre sus libros literalmente inhallables textos memorables que de otro modo serían recordados los lectores como ejemplares incunables. En este extraño libro el diálogo interior es más que un simple ejercicio monologante; la mismidad del ser, eso que Hegel quiso dar a entender como el ser siendo él sin ser otro sino él mismo en su íntima y radical mismidad es lo que este escritor nos trasmite de una singular forma expresiva. Esta escritura de Calzadilla es una voluntad grafemática que parte de circunstancias particulares pero decididamente volcada hacia su propia autotrascendencia: hay en este libro esa intencionalidad que los alemanes quieren distinguir con la palabra Aufebauung y que alude a la autosuperación positiva de lo real por el sujeto. En este sentido nuestro escritor es un dialéctico que se inscribe en las sagradas ramas del árbol de la cultura universal enalteciendo la tradición y, al mismo tiempo, rompiendo formas y moldes anquilosados que se petrificaron de tanta vacua repetición y de tanto ritornello academicista al uso. Este libro patentiza el drama irresoluto de una conciencia del yo que se problematiza en toda su magnífica incongruencia. En estas páginas el yo sabe de su intrínseca y constitutiva escisión ontológica y eso es lo peor de todo: el escritor lanza a los cuatro vientos su desgarrada certeza de saberse presa de esa disyunción irreductible propia de todo lo que lleva la huella del humano ser.

Leo con singular fruición estos cuentos que el escritor quiso denominar “Protofixiones” en un plausible intento por no dejarle la guinda del catálogo a la crítica literaria ni a los estudiosos de la cuentística (narratólogos) el impertinente adjetivo y me conmuevo de nuevo en el solazamiento del escritor por los fueros de su martilleo nietzscheano quien decía, mutatis mutandis, “cuando vayas con el lector no olvides el látigo”. Me gusta esa negativa de Calzadilla, ese particular modo de aguarle la fiesta al lector. Sus audaces juegos de palabras (en toda su Obra es una constante) lo convierten en el portaestandarte de los incendios líricos que no encaja en los almidonados corsés de la Academia venezolana. Juan Calzadilla utiliza las palabras para, de alguna manera, sabotear el falso prestigio de la Palabra instituida; tal vez eso le venga de sus zozobrantes travesías por la guerrilla semiótica de la contestación al lenguaje oficial cuando abrevó en El Techo de la Ballena y en otras incursiones colaterales del compromiso histórico de la poesía con el sueño de Rimbaud de querer “cambiar el mundo, transformar la vida”. Se dice que “de aquellos polvos vienen estos barriales”. Hoy el código está invertido. El que quiera entender que entienda.

El discurso, la significación de la palabra que instituye y legitima un orden y una racionalidad; la materia verbal con que se moldea y da formato a un singular orden del mundo y de la vida es objeto de cuestionamiento por nuestro escritor a través de pretextos o, mejor dicho, de textos literarios capaces de darnos “la daga y la herida” como quería el autor de “Les fleurs du mal”. Hay mucha irreverencia en estos cuentos de Calzadilla y por ello no se traiciona en este libro. Como lo dice el mismo escritor, al menos así lo interpreto yo: no hay nada mejor para el poeta que su inalterable condición de forastero. Hay que ir más allá poeta: más que un eterno exiliado, sin patria ni documentación, el poeta es el meteco de la lengua que se ensaña en deshabitarle. Cómo no suscribir esa radical ausencia, ese no-lugar, ese espejo alterado que es el poeta respecto del tiempo y la Historia que se empeña en eviccionarlo de su natural topos, es decir de su lengua. La diversidad psíquica del yo; la dúplice condición del alter ego que incesantemente nos increpa y reclama sus fueros, son materias temáticas que el escritor hace suyas con una solvencia pasmosa y esto también el lector lo agradece. Sólo un espíritu heterodoxo, que toda una vida ha sostenido una doxa diferente a la opinión institucionalizada por el logos dominante, como Calzadilla puede tener la osadía de salir a la calle gritando: “¡Soy invisible, soy invisible!”. Es uno entre tantos aciertos y maravillas que el rico y matizado anecdotario calzadillano se permite obsequiar al lector que tiene el privilegio de beberse estas magistrales e impecables “Protofixiones”. Estos cuentos están destinados a sobrevivir a los avatares consubstanciales a la época histórica que los vio cobrar vida propia, autónoma e independiente de su creador. Aquí está, pese al propósito del autor, la prosa virulenta y sanguínea que hacía falta a la narrativa venezolana; he aquí, señores de la discordia literaria, una escritura santificada por las aguas bautismales de una praxiología estética que nunca se desdijo y que por encima de toda adversidad supo llevar con inmarcesible pulcritud el estandarte de la poesía hasta cimas inimaginadas en Venezuela y en Hispanoamérica.

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