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Jørn Utzon partió, quedan sus edificios resisitiendo al tiempo

El 28 de Noviembre pasado falleció a los noventa años el danés Jørn Utzon. tal vez el arquitecto más importante de lo que pudiéramos llamar la tercera generación de la modernidad. No todos saben que fue el autor de uno de los edificios cuya imagen más ha circulado por el mundo, la Ópera de Sydney, Australia, encargo que obtuvo a raíz de su triunfo en un concurso internacional en 1957 cuando aún no había cumplido los cuarenta años. En ese entonces oí decir como estudiante de arquitectura algo que se ha repetido por décadas: que su propuesta había sido rechazada y Eero Saarinen (1910-1961) el gran arquitecto estadounidense nacido en Finlandia, que se había sumado al Jurado con retardo, la rescató de un rincón y la convirtió en el Primer Premio. Se abrió así la oportunidad de que el mundo recibiera este aporte clave a la arquitectura y que la ciudad australiana contara con un símbolo que se ha convertido en hito y referencia obligada de la hermosa bahía de esa ciudad.

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Pero no todo fue fácil para Utzon en Australia. Ejerció la Dirección Técnica de la construcción de la obra desde 1963 hasta que tres años después abandonó Australia luego de fuertes conflictos con autoridades que interferían continuamente ante las dificultades constructivas del edificio y que ocasionaron su renuncia y retorno a Dinamarca asegurando que jamás volvería a Australia. El edificio fue terminado finalmente en 1973 pero sin la intervención de Utzon, lo cual finalmente hizo para dirigir reformas al edificio unas décadas más tarde. Los arquitectos subrogantes locales hicieron un trabajo discreto y lograron llevar a término y con niveles muy altos desde el punto de vista técnico, a un edificio único y memorable.

Utzon asumió la propuesta para el teatro planteando un principio que ha estado siemore presente en ese tema de la arquitectura: el de cubrir accesos, audiencia y servicios con envolventes unificadores que establecen una continuidad formal entre la gran disparidad de alturas y condiciones funcionales que éstas áreas tienen entre sí. Ese era el criterio seguido en el siglo 19, tal como lo demuestra su ejemplo más emblemático, la Ópera de París de Charles Garnier (1825-1898), que se presenta a la ciudad como un enorme volumen prismático, muy ornamentado como era propio de esos momentos de la arquitectura, cuya altura es definida para ocultar el volumen de los servicios del escenario, o tramoya. Ese principio fue refutado por la tradición moderna, que prescribía más bien la identificación de cada elemento con sus propias condiciones geométricas, surgiendo así muchos ejemplos de teatros en los cuales el volumen de la tramoya, el de la audiencia y el de las áreas de acceso y servicios terminan configurando un perfil cambiante de prismas que se conectan, tal como lo manejó Luis Kahn en su Teatro de Fort Wayne, Indiana,a mediados de los años sesenta.

Eero Saarien intentó resolver el problema con una aproximación estructural radical en su Auditorio de MIT en Boston construyendo un triángulo esférico que cubría todos los espacios, proyectado en 1955 dos años antes del concurso de Sydney, lo cual inmediatamente revela el porqué de su simpatía por la propuesta de Utzon.

Las cáscaras de Sydney no son en realidad bóvedas sino sumatorias de vigas cuya piel exterior sigue secciones de esfera, que debieron ser prefabricadas para ser izadas hasta su lugar, concepto que contó con la intervención clave del ingeniero británco Ove Arup (1895-1988) y del irlandés Peter Rice (1935-1992), ambos socios principales de una empresa consultora (Ove Arup and Associates) que ya en ese entonces comenzaba a establecer la tradición de lograr construir las formas arquitectónicas más complejas siendo fieles a las intenciones del arquitecto, a pesar de los enormes tropiezos que debieron vencerse en Sydney.

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Pero Utzon, aunque Sidney de algún modo gravitó enormemente en su firmamento de arquitecto, fue autor de otras obras de gran calidad, entre las cuales menciono de modo selectivo la Iglesia de Bagsvaerd en Copenhagen (1976),

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hermosísimo y austero edificio muy elogiado por Kenneth Frampton como antítesis de las desviaciones posmodernistas de los setenta y su casa de Mallorca de 1973 (Can Lis), un prodigio de sencillez y de maestría constructiva, la cual pude visitar gracias al papel instrumental de un amigo arquitecto mallorquí, en los primeros años noventa, para disfrutar de un tiempo privilegiado de conversación con este hombre extraordinario y su esposa. Conversación que guardo en mi intimidad como un momento único en un lugar único, abrigado por un paisaje marino de rompientes y acantilados de piedra, con un hombre cálido, sencillo, tutelado rigurosamente por su esposa que parecía desempeñar un hermoso papel de ángel guardián aceptado y disfrutado por Jørn.

Se ha ido pues uno de esos arquitectos que no son de relumbrón sino de rigor y espesor cultural; esencialmente un constructor, como él mismo se definió en una entrevista en el País de Madrid en ocasión de serle otorgado el Premio Pritzker en 2003. Tal como debe serlo todo arquitecto, pequeño o grande.

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