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No me tapes el sol

Maracay, la escena de mi infancia (nací en 1939), era caliente y tranquila, amodorrada, vivía de los recuerdos y vestigios de Gómez, del mundo militar, del comercio y como toda Venezuela desde esos tiempos, del «efecto petróleo» acompañado del toma y dame político de un país en formación. 

El colegio al que íbamos, con el pomposo nombre bolivariano de San Pedro Alejandrino, dirigido por doña Mercedes Hernández futuro miembro del Congreso de Pérez Jiménez, sucedida por María de Lourdes Poveda, era improvisado y hasta insalubre, sito en una casa gomecista de dos pisos y techo de tejas. Nunca me importó lo precario, salvo que los baños eran tan sucios que todavía tengo pesadillas en las que figuran. 

En el trayecto a pie desde la casa familiar, a dos calles de distancia, se pasaba junto a una casa con jardín afuera, una rareza donde dicen que vivía una viuda, con cerca de concreto y soportes tan próximos que, además de las ventanas de barrotes del Asilo de Huérfanos (donde vivía la Madre María de San José) eran apropiadas para hacer tac-tac con la regla de madera del bulto escolar. 

¿Cómo llegó a este ambiente tan modesto, tan poca cosa, la arquitectura? Por caminos inesperados. Sé que en el cine Roxy, a cincuenta metros de mi casa, con aire acondicionado y sillas tapizadas en «similicuir» vimos los hermanos la películaUno contra todos, que hacía alusión a Frank Lloyd Wright, basada en la novela El Manantial , de Ayn Rand, escritora-filósofa ruso-americana (1905-1982). He escrito sobre eso otras veces, sobre el impacto de la imagen de este arquitecto moderno, enfrentado a lo académico, Gary Cooper era Howard Roarke, y le construye a un poderoso casado con Patricia Neal (Raymond Massey), una casa que me parecía hermosísima, y un elegante edificio de aleros en cada piso (la casa Henright se llamaba). Cooper termina dinamitando unos edificios en construcción, hechos modificando su proyecto. Una imagen atractiva para cualquier joven deseoso de romper esquemas y abrirle espacio a lo nuevo. Era el tema de esos tiempos. 

MORY, AMIGO 
Moisés Krasner, hijo de judíos polacos emigrados, gente muy querida de todos, vivía a unos pasos de mi casa. Mory fue uno de los grandes amigos de mi hermano Jesús. Llenaba el mundo de Maracay con sus ocurrencias y su don extraordinario de dibujante. Y a través de Mory y sus dibujos de edificios inventados, en los mismos tiempos de lo de Gary Cooper, se hablaba de arquitectura entre esos pre-adolescentes que yo, menor, veía desde lejos. 

Pero no sólo era la magia del cine sino eventos singulares. Uno de ellos lo propició nuestro colegio: Jesús y Mory fueron seleccionados para escenificar el diálogo que la leyenda fabricó entre Alejandro Magno y Diógenes el Perro, el filósofo Cínico de la Grecia antigua. Mory hizo de Diógenes. Jesús tenía que ser Alejandro, era su personalidad. 

No había un tonel para Mory y algo se improvisó en el escenario del hermoso edificio construido por Gómez, llamado el Ateneo, hoy derribado porque Maracay nunca respetó su pasado. Mory debía estar junto al tonel, esperando la visita de Alejandro. Lo vistieron con una especie de guayuco, Jesús fue ataviado con el cubrecama con hilo dorado de mi madre, a la manera de una toga. Ambos en calzoncillos. Y allí, en una tarde de «velada» como se las llamaba, escenificaron el diálogo. 

Luego de las frases iniciales del poema sacado del Tesoro de la Juventud, enciclopedia que mi padre nos había regalado, Jesús-Alejandro, vencedor de todas las batallas, poderoso señor, le pregunta a MoryDiógenes: ¿Qué quieres de mí? Y respondió Mory-Diógenes: «No me tapes el sol». 

Con la respuesta que ha perdurado con los siglos y los aplausos de familiares y amigos culminó la escena. 

RAFAEL SANZIO Y DIÓGENES 
Hace unos días, conversando con mi esposa, la frase y la ocasión regresaron. Y pensé en lo que vivimos de niños, en su carga simbólica. 

Sobre Howard Roarke-Gary Cooper y Frank Lloyd Wright se ha escrito mucho, y ahora, indagando y releyendo, hombre de edad, voy hacia Ayn Rand y su modo de ver el mundo. Y la actitud de Diógenes, autónoma y plenamente consciente del valor individual, me hace pensar sobre el camino seguido por mi hermano y el que de algún modo se ha asomado siempre a nuestras vidas. Buscaba Diógenes hombres con su linterna y proclamaba el mínimo valor del Poder y las riquezas. No sé si era eso lo que quería recordarnos Mercedes Hernández en aquellos años de Maracay, pero si fue así, puedo decirle hoy, sesenta años después, que lo he descubierto. 

Pero lo que me impresiona es que de Diógenes sólo se conserva la memoria de su modo de vivir. Su enseñanza como predicador de la pobreza desde su tonel. Se ha escrito sobre él, se relatan sus anécdotas, se ha representado su figura, todo a partir del recuerdo de su firmeza inconmovible que llevó a Alejandro, se dice, a «querer ser como él». Porque los mensajes éticos, aprendemos, equiparan y con frecuencia avasallan a los del intelecto. Mueven al mundo como movieron al casi veinteañero Rafael Sanzio al pintar a Diógenes en lugar central, postrado en una escalera, al pie de Aristóteles y Platón en La Escuela de Atenas. Cobra fuerza además en nosotros, la idea de que la educación no depende de los brillos externos. Que en el provincianismo del Maracay rural, en la Venezuela profunda, atrasada y marginal, estaban los ingredientes, como lo están en todas partes, para despertar las inquietudes más esenciales. Era cuestión de doña Mercedes y sus maestras. No todo Harvard es oro, buena noticia para la Venezuela nuevo-rica, vacía de tantas cosas. 

Mory y Jesús se fueron ya, ambos llegaron a la arquitectura cada uno a su manera. Y siguieron siendo amigos. 

Su imagen y las enseñanzas de lo que representaron esa tarde las conservo.

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