Vivir los libros que leemos
¡Ningún libro que esté bien escrito puede ser peligroso!», dijo Gustave Flaubert a su sobrina Caroline y la frase se hizo célebre. La reiteró Julian Barnes en El loro de Flaubert(Anagrama, 1984), un delicioso libro en el que el escritor inglés traza un vivo retrato del autor de Madame Bovary a partir del loro disecado que estuvo sobre su escritorio mientras escribía el magistral relato sobre Felicité, la criada de Un corazón sencillo (Un coeur simple). La frase trascendió porque Caroline, a los 84 años de edad, la recordó en 1930 cuando la novelista estadounidense Willa Cather la visitó en Aix-les-Bains.
Lo asombroso es que en Alsacia, 60 años después de la declaración de Flaubert, Madame Picard entrada en carnes y vieja amiga de la familia Schweitzer sostuvo que un niño puede leerlo todo. «Un libro, dijo, nunca hará daño si está bien escrito». En su presencia, el niño de la casa que apenas si alcanzaba los 7 años de edad había pedido permiso para leerMadame Bovary y la madre horrorizada exclamó: «Pero, si mi hijito querido lee libros como ése a esta edad, ¿qué hará cuando sea mayor?». Y el niño respondió: «¡Los viviré!».
La infancia de Sartre. El niño se llamaba Jean Paul Sartre, sobrino de Albert Schweitzer, el célebre misionero, organista e intérprete de Juan Sebastian Bach y médico cuya vida en Lambaréné, África ecuatorial, dedicada a atender leprosos y a víctimas de la enfermedad del sueño, fue considerada como un apostolado. (El cine francés hizo una película sobre Schweitzer titulada Il est minuit Dr. Schweitzer, realizada por André Haguet en 1952).
La anécdota la reveló el propio Sartre en Les Mots (Las palabras. Gallimard, 1965), un libro autobiográfico que recrea la infancia de su autor. Una de las cosas que hizo aquel niño cuando se volvió grande, además de escribir novelas, obras teatrales, ensayos de ontología fenomenológica y coquetear irresponsablemente con el maoísmo en sus últimos años, fue escribir un polémico libro sobre Flaubert titulado El idiota de la familia. De niño, Flaubert pasaba horas con el dedo en la boca y una expresión idiota.
Nadie podía imaginar, al verlo, que años más tarde iba a convertirse en el padre de la novela moderna.
El poeta y dramaturgo Antonin Artaud sostenía contrariamente que siempre hubo temor de que la poesía emergiera de Los cantos de Maldoror y trastornara la realidad porque la consideraba lava líquida, un magma, algo negro y devorador impregnado de un furor satánico. Su autor, el montevideano Isidore Ducasse, conde de Lautreamont, al comenzar el libro menciona, en efecto, las «emanaciones mortíferas que impregnarán el alma del lector de la misma manera que el agua impregna el azúcar» y advierte que «no es aconsejable para todos leer las páginas que seguirán porque solamente a algunos les será dado saborear sin riesgo este fruto amargo». No obstante, Les Chants du Maldoror, magistralmente escrito, fue libro de culto entre los surrealistas y ocupa un lugar de privilegio cerca de mi escritorio.
La única novela que escribió Oscar Wilde en la que dejó constancia de sus teorías estéticas, su búsqueda de la belleza masculina y su implacable crítica a la hipócrita sociedad victoriana es El retrato de Dorian Gray. En el prefacio anotó: «Un libro no es, en modo alguno, moral o inmoral. Los libros están bien o mal escritos».
Cuando le preguntaron a Salvador Garmendia sobre los libros que mayor influencia habían tenido sobre él como escritor no vaciló en decir que el más estimable había sido el Libro Mantilla porque con él aprendió a leer. «Los libros pesan mucho», dijo una vez.
«Arrastran consigo el peso de la cultura. Por eso, a la hora de escribir, conviene hacerlo frente a una pared desnuda para no tener que acudir a ellos en busca de referencias o soluciones».
Los de mi casa, además de proclamar la belleza de su escritura, se desplazan, viajan de noche. ¡Llevan una vida misteriosa como los personajes de las películas de terror! Cuando voy en busca de uno dando por seguro que es allí donde lo encontraré, descubro que ya no está. ¡Se ha mudado de estante y me cuesta encontrarlo! No sé qué suerte de pacto, de secreta aventura se produce entre ellos; pero son como fantasmas que se buscan en las noches sin poder encontrar el camino de regreso. En todo caso, estoy por creer que lo hacen porque, posiblemente, sienten cerca el peligro de alguna mala compañía, quiero decir, de algún libro… ¡mal escrito! ¡Ciertamente existen misterios en torno a los libros: nunca se logra precisar en qué momento surgió en el autor la idea de escribirlo o bajo cuáles circunstancias se produjo el instante en que comenzó su escritura! Se afirma, además, que los personajes de una novela, para referir un hecho notorio, comienzan de pronto a adquirir vida propia y a independizarse de las obligaciones que el novelista había previsto para ellos: empiezan a decir cosas que no estaban establecidas y a comportarse de manera distinta o impropia a las que se les había asignado. Acaban por imponerse al autor de la misma manera como la vida termina rebelándose contra los sistemas y métodos que buscan constreñirla.
¡Si aceptamos, de una vez por todas, que la vida supera al músico, se le escapa al artista y se burla de los designios e intenciones del escritor, comenzaremos a develar los misterios que nos acechan!
Las aventuras de Salgari. Otro enigma subsiste y no resulta fácil descifrar: ¿qué hace que determinado libro sorprenda, maraville y atrape a un lector y no a otro al punto de seducirlo e incitarlo a leer nuevos libros para no abandonar jamás la fascinante compañía de la lectura? Además, la infancia de cada generación tiene su propia compañía. ¡La mía quedó vinculada para siempre a las aventuras contadas por Emilio Salgari! Sé que para muchos el nombre de Emilio Salgari, que murió suicida en 1911, puede resultar poco revelador. Sin embargo, él estuvo asociado al deleite de novelas suyas de gran fantasía por las selvas malayas que entretuvieron a los niños en todo el mundo: Elcorsario negro, La hija del corsario negro, Sandokán el tigre de la Malasia. No sólo fueron los títulos de sus renombradas aventuras, sino que formaron parte de la producción cinematográfica italiana de los años treinta y cuarenta del pasado siglo bajo el fascismo.
Salgari jamás estuvo en Malasia; sin embargo, la dio a conocer en la literatura y en el cine. Las apasionantes aventuras que escribió son hoy un apagado recuerdo y Sandokán, Yañez, Montpracem son fantasmas desvanecidos.
Sin embargo, me enseñó que yo mismo podía dar vueltas a la geografía del mundo sólo con el empeño de mi propia imaginación.
También tuve el privilegio, siendo niño, de acompañar a Julio Verne y al capitán Nemo a bordo del Nautilus a lo largo de 20.000 leguas de viaje submarino; fui de la Tierra a la Luna; viajé al centro de la Tierra y lloré cuando intentaron dejar ciego a Miguel Strogoff, mensajero del Zar, quemándole los ojos con un cuchillo al rojo vivo. También me comprometí con los mosqueteros del rey a impedir la estafa que Jeanne Valois de la Motte urdió contra María Antonieta en el «affaire» del Collar de la Reina, y en la hora actual, a mis 80 años, me animo a ser un hobbit para acompañar a Frodo Bolson y a Samsagaz hasta las tierras de Sauron el Oscuro Enemigo y deshacer con el apoyo de la Comunidad del Anillo los maleficios registrados por J. R. R. Tolkien en El señor de los anillos.
El misterio que rodea y alimenta a los libros se acentúa y se prolonga en el tiempo. Algunos mueren tempranamente; otros, viven por siglos y las generaciones pasan, se entusiasman y se iluminan con su lectura como si el autor lo hubiera escrito la víspera y no en 1605, como ocurre con El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, pongamos por caso, un libro que provoca adicción porque basta tomarlo del estante, abrirlo en cualquier parte y comenzar a releerlo para sentir la gratificación de un libro espléndido, escrito en un lenguaje de mucho goce y lleno de portentoso humor; una lectura sabia que lo hace actual y vigente porque se dirige directamente al alma y al corazón de sus lectores.
Con los libros que fallecieron en edad temprana, como los de Salgari, puede ocurrir que el impredecible y caprichoso paso del tiempo los reavive algún día y sorprendan a nuevos lectores con revelaciones que nadie en el tiempo de sus apariciones fue capaz de advertir, iniciándose para ellos, tan injustamente olvidados, una nueva vida de aventuras.
Los simbolistas dicen que un libro es como un tejido, una urdimbre y que el universo es como un inmenso libro que simboliza al mundo y el mundo, ya lo sabemos, vive en nosotros. Por eso se habla del «Libro de la vida».
Es verdad que los libros de mi casa viajan misteriosamente; pero la Biblia y el ingenioso hidalgo creado por Cervantes no lo hacen. Siempre están en el mismo lugar y creo que no participan de las secretas aventuras de los otros porque se los impide el carácter divino de ser uno la Palabra de Dios; y el otro, la máxima gloria de la escritura castellana. Biblia quiere decir ¡Libro! Ella contiene, alberga y protege en su interior otros libros que han orientado durante siglos la conducta de quienes los leen con fe y devoción. Y estos libros que viven en su seno y se aceptan tal como ellos son no admiten correrías por los estantes. Las que continúan haciendo, todavía hoy, Quijote y Sancho por la incierta y desdibujada geografía de la realidad y la fantasía opacan en todo caso cualquier otro juego misterioso, malicioso o infantil que tenga lugar por los estantes de mi biblioteca.