¿Apocalipsis en el infierno?
De Edmundo Font Masoquismo puro, dirán ustedes. Y en efecto, entrar al cine para verse reflejados en un espejo fragmentado -aunque se distorsionen las imágenes en clave de comedia negra- puede convertirse en un acto impúdico. Solo un extraño placer de sufrir explica esa suerte de regodeo que nos provoca hurgar en las heridas y que trataré de enfocar, sin caer en actitudes que puedan representar la menor censura. Más que “gustarme”, la película del mexicano Luis Estrada, “El Infierno” me entretuvo dos horas y cacho, con la misma angustia contenida que nos regalan todos los días los noticieros de televisión. Desde el punto de vista cinematográfico me atrajo más la primera película de esta serie, la “Ley de Herodes”; la encontré lo que se llama más “redonda” en su factura y en su propuesta temática y actoral. Confieso que este trabajo me había despertado mayores expectativas, tal vez porque su director ya nos había revelado una profunda sensibilidad social, sin caer en lo panfletario. Ahora nos preguntamos ¿qué caso tiene meterse al cine, diván del pobre, a donde escapamos para huir de las desgracias cotidianas, para darnos de frente con algo muy parecido a lo que dejamos afuera? Y sí, tiene mucho sentido, nos pone a pensar, nos hace reflexionar, leer, con otra óptica y aderezada por la ficción crítica y nuestro peculiar humor negro, la suerte que nos ha tocado vivir desde que un gobierno se decidió coger los toros por los cuernos y atacar frontalmente lo que todavía llamamos eufemísticamente fenómeno del tráfico de drogas y que se reduce a una actividad criminal y comercial de mercancía sujeta a leyes de la oferta y la demanda; demanda cuyo beneficio estratosférico no es para nosotros. Ésta se maneja de manera sofisticada en el mayor mercado del mundo, el del entretenimiento, diversión y evasión de millones de habitantes de las urbes norteamericanas que gozan de un derecho ilegítimo, permisivo y libertino, tolerado por sus autoridades a todos los niveles. Es creciente el consumo y el fortalecimiento de sus mafias sin mácula y sin nombre –las nuestras son las diabólicas y con mote y apellido- No sé ustedes, yo nunca he oído hablar del jefe del cartel de Chicago, California o la Florida.
El consumidor de drogas norteamericano (y el europeo), de fin de semana o el ejecutivo que se “prende” supuestamente para “rendir” mejor todos los días, desencadena un efecto mortal en el otro extremo de su deleite y en la cadena de transmisión de la siembra a la ingesta. Desde tierra de fuego, hasta el río Bravo seguimos matándonos entre hermanos y engordando las cuentas bancarias, inversiones, y desarrollos económicos de los corruptos. Volviendo a la ficción de la realidad o a la realidad de la ficción de “El Infierno”, uno de los méritos del disfrute de nuestras libertades individuales es que esa película no está siendo censurada, aunque surjan quejas por su clasificación, ya que no pueden entrar a verla los menores de 18 años, esos mismos adolescentes que se desayunan leyendo periódicos que chorrean tinta roja de la nota de barandillas resaltada en primera plana, mostrando cuerpos desmembrados a todo color, sin el menor asomo de piedad, con tal de excitar un lamentable morbo que vende.
En “El Infierno” un avezado director, guionistas, y actores connotados dicen su dicho sobre la violencia y la enmarcan en un mes de la patria que no es cualquier mes de cualquier año, sino el más simbólico en siglos, en el que celebramos dos eventos conformadores de la propia nacionalidad, carácter, identidad, cultura. Los cines de toda la república proyectan la película de un cineasta que se ha distinguido por registrar, como parodia, la realidad lamentable de la corrupción política y de la propia sociedad que la soporta y la tolera. Mi experiencia en esa sala oscura resultó sorprendente, no solo por la proyección. A mi lado se había sentado un hombre que lucía, a todas luces, como guardaespaldas de otros dos raros sujetos. Eran los únicos que celebraban los dichos y las escenas macabras. Reían fuera de lugar y se expresaban ufanos. Era como si algunos personajes de la pantalla se hubieran mezclado con el público, en un juego de desdoblamientos.
La cinta en cuestión despierta emociones encontradas, hilaridad, rechazo, admiración, y “entretiene” mientras golpea bajo, desgarrándonos con imágenes de los niveles extremos de crueldad en que han caído muchos en un país que fue visto siempre como el heredero de una civilización vigorosa, con una cultura rica en ofertas humanísticas, literarias, artísticas. Desde el pasado precolombino hasta nuestros días hemos sido un país de creatividad celebrada y reconocida universalmente. Nuestra huella singular y trascendente la imprimimos en instancias que van de la gastronomía a la artesanía; de una elaborada y fina arquitectura –la añeja y la contemporánea- a la más alta poesía y narrativa; del canto depurado y virtuoso, al bello grito de la música popular. Y así por delante, contamos con un elenco de logros únicos ganados a pulso en la manifestación de una identidad nacional reflejada en numerosos renglones de la vida contemporánea, admirada y apreciada por muchos millones de personas en el globo.
Anticlímax: estamos en presencia de un trabajo cinematográfico que fuera de sus limitaciones y virtudes está marcando significativa y polémicamente las efemérides de un festejo de portentosa celebración simbólica. Ya se estudiarán las conclusiones de estas sincronías dolorosas.