¡Ahí viene el lobo!
(%=Image(3063048,»L»)%)
Desde siempre he dicho no a los catastrofismos. Tengo muy en claro el alto costo que se puede llegar a pagar por la difusión de una maquinación en la era del insensato Internet (Se supone que hay otro más útil y razonable, pero no prevalece). Hay que evitar las conductas paranoicas, alejarse de los agoreros del desastre y de quienes solo divisan complot (en plural) en cada acto de la vida privada u oficial. Pero tampoco pretendo solapar o defender a los grandes maestros del disimulo, de la socarronería política, del ocultamiento estratégico, de la manipulación de las masas. Desde chiquito me enemisté con lo que se denomina “chisme”, por más atractivo que pueda resultar deliciarse con malignidad hacia los desafectos. Por ejemplo, suelo no dar oídos a historias de cama que no sean literarias. No me implico en pleitos conyugales. No expreso mi simpatía (o su contrario) a quien puede cambiar su convicción y enmendarse la propia plana al día siguiente, dejándolo a uno colgado de la brocha. Cuando algún compañero trata de practicar el arte fino de la intriga, intento desmontarlo con inmenso placer, y convoco a los implicados para disfrutar viendo la expresión del justiciero. No escucho a los amigos que me llaman para contarme, con el mayor secretismo, su versión única de la veracidad de la mentira y otras perlas de conjuras municipales, estatales, nacionales, universales, y así sin parar. Suelo leer muchos diarios, de orientación opuesta uno del otro y se revela obvio que absolutamente todos manipulan siempre algo. No es por maldad a secas. Reconozco que podría tratarse de un ejercicio de pluralidad de opinión o de mercadotecnia. Cada cabeza es un mundo, decía mi abuelita. La coincidencia que se puede llegar a tener con puntos de vista ajenos es tan pasajera que recuerda algunos amores que se transforman como la marea de los mares, y es de ellos que quisiera hablar ahora, (de los Tsunamis, no de las sesudas tramas del corazón) en un momento en que la llaga abierta arde, con profundo dolor y pena, ante la desventura de dos pueblos latinoamericanos que han sufrido el rigor demoledor de la naturaleza. En otras páginas traté pormenores del sufrimiento del pueblo Haitiano frente a los sismos. Ahora toca el triste turno de la desgracia a un país tan entrañable y admirado como la república de Chile. Todos hemos seguido muy de cerca el cataclismo que alcanzó a modificar el ángulo de la tierra y que acortará nuestros días en una millonésima fracción, desatando todo tipo de conjeturas, y ofreciendo suficiente carne de cañón a los profesionales del Apocalipsis. Y todo esto para terminar diciendo que prefiero la supuesta exageración, a la ignorancia. Alertar no es exactamente alarmar. Lo digo también porque se ha revelado que graves diferencias de criterio confundieron a cientos de personas que desistieron de buscar refugio en zonas altas de islas y costas del país andino; numerosas víctimas habrían escuchado versiones encontradas, confusas, del peligro inminente que estarían corriendo. Hay que recordar que en Chile gran parte de las pérdidas humanas no se produjeron por los efectos inmediatos del terremoto en si, sino que muchas personas perecieron por la llegada de las olas gigantescas, cuya repercusión despertó un legítimo clamor de vigilancia en todo el océano Pacífico. Las voces llegaron hasta las costas de México, miles de kilómetros arriba del terrible sismo. No hay rincón de la tierra donde no se produzcan hecatombes naturales o provocadas. Nada ni nadie está a salvo. Pero afortunadamente, no se deja de visitar la Vía Véneto, ni de aterrizar en el aeropuerto Leonardo Da Vinci de Roma, porque terroristas del medio oriente hayan atentado contra inocentes; tampoco se ha dejado de viajar por los Abruzos después de los devastadores sismos del año pasado. No dejamos de soñar en subirnos a un crucero por saber que una sorpresiva ola asesina que mató a dos personas y causó un terrible pánico en un barco de lujo que navegaba por uno de los mares más paradisíacos, el Mediterráneo, como ocurrió esta semana también. Tener conciencia plena de lo que puede ocurrir, siempre es una garantía. La información oportuna en caso de desastres puede significar la diferencia entre la vida y la muerte. Estos últimos días de amenazas de Tsunamis y terremotos (Viviendo además en una de las fajas costeras más sensibles del planeta) nos hacen reflexionar en la necesidad de actualizar nuestra cultura de protección civil, y tratar de envolvernos más. Echo de menos escuchar una voz autorizada en las radios o televisoras locales, en vivo, sobre la realidad o la falsedad de las noticias difundidas por órganos de prensa internacionales que esparcen noticias, a veces imprecisas (No sé si lo hacen con intenciones aviesas), pero lamentablemente están muy cerca de la hipótesis de una realidad que puede alcanzarnos a todos (Apenas anoche tembló en Turquía, matando a 60 personas). Hay que condenar la falsedad o el juego de los heraldos, sin despreciar que el lobo está al acecho y sigue con hambre, telúrica.
Hay que condenar la falsedad o el juego de los heraldos, sin despreciar que el lobo está al acecho y sigue con hambre, telúrica.