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Mi revolución mexicana II

Xicoténcatl, Tamaulipas, no es Macondo, pero bien podría serlo, y la figura mítica de don Aureliano Buendía no tendría nada que ver, aparentemente, con el Coronel Conrado López Castillo, aunque don Gabriel García Márquez también podría haberse inspirado en algunos rasgos de un hombre del talante de mi abuelo, al escribir las primeras historias de la saga que desembocó en los vendavales literarios de “Cien Años de Soledad”. Muchos eran los recursos empecinados de esa figura enjuta de anciano digno que nos recuerda lo tenaz del patriarca colombiano.

Ya conté que mi bisabuela, doña Albina, en vez proteger a su hijo, alejándolo de la violencia revolucionaria, aprovechando que lo tenía viviendo en los Estados Unidos, lo conminó a volver a luchar por su patria con cajas destempladas. Don Conrado se incorporó a la lucha dejando su deporte profesional y muchos años después, ya fungiendo como juez en su localidad, tampoco le tembló la mano para llamar a cuentas a su propia madre, ante una denuncia de invasión de tierras vecinas que dio mucho que hablar en un pueblo donde la aparición de restos de mamut era atribuido a la mortandad banal de los elefantes de un circo rabón.

El sentido de justicia del coronel López se manifestaba, contradictoriamente, en otros terrenos. Una vez que llegamos a Xico, mi padre descubrió que agonizaba uno de los caballos preferidos de mi abuelo, quien se encontraba sumido en la penumbra de la casa dando cuentas de una botella de tequila.  -Hay que sacrificar al animal para que no sufra- dijo mi padre,  alcanzándole una carabina a mi abuelo; éste reviró: no le di la vida, no se la quito, déjalo que se muer en paz.

En la mirada que reflejan sus fotos de joven se aprecia cierta ferocidad. Los rigores de la guerra lo curtieron. En uno de los zafarranchos revolucionarios había perdido la visión del ojo izquierdo (la bala que dio en la cara le salió por una mejilla). Se habría recuperado de esa grave herida gracias a unos campesinos que lo recogieron, aplicándole remedios caseros. Fue un sobreviviente sin pena ni gloria que acabó confinado a un pueblo triste, polvoriento y a trasmano. Ojalá que estos dichos no incomoden a los habitantes del municipio cañero bañado por el río Guayalejo. Allí la revolución pareciera que “hizo justicia” solamente a don Aarón Sáenz, con sus prósperos ingenios de azúcar.

Don Conrado se fue quedando ciego con los años y llegó a idear un sistema para trasladarse desde su recámara al comedor, la cocina y el baño de su casa de adobe y paja,  sin tener que depender de nadie, es decir, para no pedir favores, ni exhibir “necesidades”. El funcional diseño consistía en un cable de acero tendido a la mitad de las habitaciones, a dos metros del piso, que mi abuelo “engarzaba” con la curva del bastón, “enrielándose” como si fuera un trolebús colgado de su línea alimentadora.  

Algunos de sus viejos hábitos lo acompañarían hasta la muerte. Pedía quien estuviera a la mano que le leyera del periódico solamente los editoriales. Con esos textos que llamaba “de fondo” sustituía cualquier tipo de literatura en un lugar donde solo se contaba con la folletería  eclesiástica que vendían en la iglesia. Por cierto, el bello templo católico de entonces fue derribado por un cura ávido de modernidad y otras minucias, rompiendo el paisaje que emparentaba la simple pero digna estructura antigua con la ceiba centenaria de la plaza de armas.

Nunca se separó de su armatoste de radio con sintonía de ondas cortas, aunque lo arrumbó  cuando le regalaron uno de los primeros aparatos de transistores. Se la pasaba escuchando “La Voz de América Latina desde Washington”, cosa que yo me atrevía a criticar con pinzas, diciéndole que era una estación con propaganda manipulada por la CIA. El comentario le irritaba. Ahora que me he sumergido en diversas fuentes históricas sobre las proclividades norteamericanas de Pancho Villa –pese Columbus- me queda más claro el anticomunismo feroz de sus últimos años; pasó de la burla que le provocaba el “barbas tienes”, como llamaba al gran desafecto don Venustiano Carranza, para despotricar contra el “barbudo” de Fidel. 

En los últimos años no salía a la calle. No quería lucir su estado disminuido. Seguía vistiendo con formalidad dentro de casa, aunque el paso del tiempo acabaría castigando  su postura firme y vertical. En su ropero mantenía algunos uniformes, las relucientes botas negras, los quepís, pero llegó a echar en falta la espada reglamentaria que se robó, para malbaratarla con todo y funda metálica, su nieto más desaprensivo.  

Diez años antes de morir había jubilado su sed cantinera de la esquina, la que apagaba semanalmente en el destartalado salón norteño localizado junto al edificio sin ventanas de la logia masónica a la que había pertenecido. Eran tales los efluvios del alcohol que mi abuela muchas veces lo había hecho trasladar sin que lo percibiera y amanecía en el sillón de su casa con el radio a todo volumen sustituyendo la sinfonola de música ranchera.

Los recuerdos se entrecruzan. Ahora lo veo montando a caballo, yendo a vigilar sus tierras, enlazando en la otra mano a un canijo perro callejero que le arrancó de cuajo la piel entera y la uña de un pulgar. El “sultán”, espantado con una “coralillo” se habría enredado en una mojonera vecina a la fenda negra de extraño material calcáreo desmenuzado que configuraba un espacio lunar entre los arbustos semidesérticos del rancho.  

Hace más de 25 años realicé una excursión por esos parajes prácticamente atravesados por la línea del trópico de Cáncer, bajo una temperatura de 42 grados centígrados, y desprendí de las paredes de la pequeña casa de piedra maciza un enorme clavo que conservo a lado de mi cama como herencia de esos vestigios familiares.

El coronel López partía hasta esos parajes purgando una soledad explicable tal vez por el cruento pasado militar del que hablaba lo menos posible. De allí que no esté en condiciones de trazar con precisión las coordenadas de sus andanzas y me quede en la nebulosa de una lucha revolucionaria que una vez triunfante lo llevaría a jefaturas variadas en el territorio nacional. Cada una de sus 5  hijas fue naciendo a lo largo de su geografía de servicios. La tía Juani, por ejemplo, habría venido al mundo en el Tabasco de Garrido Canabal. Ese gobernador anticlerical que había prohibido decir “adiós” para no referirse al altísimo. Estando en esas latitudes el lado piadoso de mi abuela la llevaría a burlar a su marido y proteger, escondiendo en los propios sótanos de su casa, a los curas que el coronel tenía órdenes de perseguir.

(Concluirá la próxima semana)

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