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Agostos infaustos

CALENDARIO LUNAR AGOSTO 2010

El mes cuyo nombre proviene del título que le regaló el senado romano al célebre emperador Cayo Octaviano Turino, es uno de los menos augustos de la historia antigua mexicana, y reciente del mundo. Tenochtitlán cayó un día 13 de ese mes aciago, en 1521, día de San Hipólito; esa misma noche se hizo prisionero a Cuauhtémoc, el último monarca mexica; desde 1502 habían comenzado a aparecer inquietantes augurios de la destrucción del mundo antiguo. Moctezuma convocó a los nigrománticos para que declarasen “…si vendrá enfermedad, pestilencia, hambre, langosta, terremotos de agua o secura de año, si lloverá o no que lo digan; o si habrá guerra contra los mexicanos, o si vendrán muertes súbitas, o muertes por animales venidos, que no me lo oculten; o si han oído llorar a Cihuacóatl (la mujer serpiente), tan nombrada en el mundo, que cuando ha de suceder algo, lo interpreta ella primero, aun mucho antes de que suceda”. Las respuestas fueron evasivas y temerosas. Al propio emperador, que conocía de artes esotéricas por haber sido un sumo sacerdote, unos pescadores le habían mostrado una grulla con una especie de espejo en la cabeza; en él vio reflejados el cielo y las estrellas y muchos hombre cabalgando en una montura que parecía un venado. La inquietud y el fatalismo se instalaron en un pueblo que concedía importancia vital a las predicciones.

El astrólogo de más prestigio de la época, Nezahualpilli, rey de Texcoco, vaticinó al emperador la destrucción con las palabras que siguen y que años después se cumplirían a cabalidad: “… has de saber que todo su pronóstico (de las estrellas) viene sobre nuestros reinos, sobre los cuales ha de haber cosas espantosas y de admiración grande; habrá en todas nuestras tierras y señoríos grandes calamidades y desventuras; no quedará cosa con cosa; habrá muertes innumerables…” En agosto de 1521, en la capital de los aztecas, las aguas del gran lago se entintaron de sangre. La descomposición de los cuerpos corrompió el aire del valle, a tal grado que los españoles tuvieron que interrumpir su avance (el terrible sitio duraba desde junio). La muerte de miles de víctimas inocentes, de la nobleza indígena y la destrucción de centros ceremoniales, obras arquitectónicas y de ingeniería de enorme valor y trascendencia simbólica e histórica, representaron el fin de una civilización. Un  puñado de españoles, no egresados precisamente de Salamanca, pero audaces y ambiciosos, logró el prodigio de cancelar un “Tiempo”, de acabar con una era floreciente, de transformar de raíz una cultura sofisticada y promisoria. Claro que para llevar a cabo la empresa de su conquista contaron con la ayuda de pueblos desafectos con el imperio de los aztecas y con sed de venganza; a esos pueblos les asistía la razón de haber sido humillados por una larga y dolorosa historia de guerras, dominación, tributos y sacrificios. En ese contexto se podría afirmar que el verdadero conquistador de la ciudad no fue Cortés, sino el jefe indígena Ixtlilxóchitl. En un juego doble de fatalismo, el fratricidio de los enemigos de los mexicas los reduciría también a ellos a la nada.

La reflexión de estos hechos llena de tristeza a todos los mexicanos. El vigoroso sentido de pertenencia a nuestras cosas antiguas, nos impide ver con suficiente ecuanimidad un hecho histórico tan controvertido. Nosotros, los mexicanos actuales, somos hijos de un pasado glorioso que conocemos poco y parcialmente y formamos parte también de una síntesis de valores provenientes de una civilización occidental superpuesta. Casi seiscientos años después no hemos profundizado del todo en muchas cuestiones de nuestra identidad y convivimos con varias y ricas tradiciones, entre ellas la indígena, cuyo mundo permanece marginado.

Independientemente de la necesidad que tenemos de arrojar más luz sobre el origen de nuestro ser histórico, sigue pesando y mucho, la noción de la destrucción de nuestros pueblos. Las cifras de las pérdidas humanas, aunque oscilantes, son alarmantes. El jesuita Clavijero ya hablaba de la existencia de treinta millones de personas a la llegada de los españoles. En 1558 se calcula que quedaban sólo dos millones. Otros autores conservadores reducen la cifra a diez. En resumen, se puede decir que una vez consumada la conquista quedó sólo un tercio de la población. Cifras más o cifras menos, se trató de una catástrofe demográfica sin precedentes. Tendrían que pasar quinientos años para que se recuperara el mismo número de habitantes.

En el Brasil, si es agosto y viernes 13, como tocará dentro de unos días, pocos querrán levantarse de la cama. En un mes así (24 de agosto de 1954) se suicidó uno de los más populares y controvertidos presidentes de ese país, Getulio Vargas, en el Palacio de Catete, disparándose un tiro en el corazón (dicen los informados que las mujeres prefieren el disparo en el pecho para no desfigurarse, y es frecuente que los varones nos disparemos en la sien). Un mal chiste acotaría que ese acto se deriva de que no tenemos mucho adentro.

La gran poeta chilena Gabriela Mistral, premio Nobel de Literatura en 1945, no se movió de su lecho un viernes 13 de agosto, en su residencia de verano en Petrópolis. Su hijo adoptivo deslizó una nota terrible debajo de la puerta y se mató. Me lo contó la actriz brasileña Maria Fernanda, hija de la gran escritora Cecilia Miralles. El precoz y genial jovencito, Juan Miguel Godoy Mendoza, de 18 años, se habría quitado la vida debido a una pena de amor a la que agregó un “castigo ejemplar” a las excéntricas supersticiones de su madre. Le irritaba sobre manera que la poeta no se levantara en fecha tan poco auspiciosa en el Brasil.  

Por cierto, también en Petrópolis se suicidaron Stefan Sweig y su esposa, desmoralizados por la destrucción y la devastación moral que estaban causando los nazis. Esa encantadora ciudad de montaña, fundada por don Pedro II en 1843 para instalar allí su palacio de verano, pudo cambiar nuestra historia. Maximiliano de Habsburgo, durante su visita a la cabeza coronada brasileña consideró pedir la mano de una de las princesas portuguesas; ello le habría significado vincularse con ese reino y no contraer el fallido sueño mexicano. Pero dejemos las supersticiones, aunque siga habiendo coincidencias, porque el tema siguiente nos sigue causando pena y estupor.

En otro mes de agosto, pero de hace 65 años, se cometió una de las grandes infamias perpetradas contra el género humano. La destrucción de Hiroshima y Nagasaki. El surgimiento del hongo atómico que algunos se atrevieron a querer dotar de “maravillosos elementos escultóricos”, es una muestra de que el hombre puede ser capaz de cometer grandes crímenes y aparte, festinarlos, con excesos verbales.

El periodista norteamericano William Lawrence describiría, días después del genocidio: “… estar cerca de la bomba y contemplarla mientras se convertía en un ente vivo, tan exquisitamente modelada de cualquier escultor se sentiría orgulloso de haberla creado, lo trasporta a uno al otro lado de la frontera que separa la realidad de la irrealidad y nos hace sentir la verdadera presencia de lo sobrenatural…”.

No resistí incluir esta cita que se mencionó en una serie de estupendos artículos sobre el tema que escribió hace unos años José María Pérez Gay. Cuesta trabajo acreditar que exista una visón tan cínica y cruel de un hecho que ha costado cientos de miles de vidas humanas inocentes y que sigue todavía cobrando víctimas, con las secuelas de la radiación. Y todavía hay quien pretende explicar la masacre, aduciendo “razones de Estado”.

El genocidio cometido en Hiroshima y Nagasaki, es uno de los hechos más reprobables de nuestros tiempos. La cuenta macabra alcanza a trescientas mil víctimas. Nada valía, en pleno Siglo XX, perpetrar un hecho de esta naturaleza. Hay que pensar que la segunda bomba, fue lanzada dos días después de la destrucción de Hiroshima, cuando ya se conocía además el efecto devastador de la primera. El destino de la humanidad no puede seguir estando en las manos de un club cerrado que se reserva el derecho de oprimir un botón para extinguirnos y que se arroga el derecho de calificar a los buenos y a los malos. La única respuesta es el desarme.

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