Baja por dengue de Malcom Lowry
No se si a esto que padezco desde hace una semana le llaman quebrantahuesos también. Lo que si puedo afirmar es que con esta dolencia se cobra nítida conciencia de cada una de las articulaciones que nos coyuntan; el dolor generalizado es atroz, se instala, se va y regresa, según la posición que se tome en el colchón, al que se ve uno condenado de siete a quince días. Una especie de punzón caliente pareciera querer pincharnos los globos oculares desde atrás y experimentamos una caída casi absoluta de la voluntad. Imagino que algo similar han de haber sufrido las desgraciadas victimas de la inquisición sometidas al “potro”, esa piadosa máquina de tortura que desgajaba al infiel. Y pensar que el virus lo trasmite la picadura de una ridícula mosquita prieta.
La ironía para mí quien viví tres años bastante sano en El Cairo es que la personaja se llama “Aedes aegypti” e inocula su veneno – algunas veces de consecuencia mortal – a quienes habitamos los felices trópicos.
Inmerso en la crisis de dolores y desgano que a momentos cobra serios visos de desesperanza, estuve a punto de guardar silencio semanal. Sin embargo, con las extremas limitaciones del caso me impuse compartir algunas impresiones que pueden complementar el “vade mecum” de los mataburros de la red, donde se cuenta la misma monserga de toda enfermedad viral, la de que no hay remedio indicado, y de que solo se debe controlar el desvarío de los 39 grados de fiebre que se alcanzan para amenizarnos el delirio. Muchos dirán que exagero con mi umbral del dolor pero no tendría por qué regodearme con un trance tan desgastante que chupa la energía hasta dejarte enjuto y te roba por completo el apetito. Nunca antes había sentido amenazado mi buen diente característico.
Imaginen que hasta los chorros de la regadera pareciera que se metieran en las raíces del cuero cabelludo, porque además, en el repertorio del regalito de la mosquita Aedes se incluyen erupciones cutáneas y una comezón que te va brincando por toda la humanidad. Cuando alcanzaste a rascarte la parte media del espinazo ya te escoce el muslo o la rodilla. Antes imaginé similitud con tortura casi medieval para descreyentes, y tal vez debería actualizar el símil con suplicio chino. Además, súbitamente se encuentra uno aparcado y ni para atrás ni para adelante, a la vera de cualquier camino, tal como me sucedió en un viaje de fin de semana con propósitos literarios paralelos.
Podría fantasear diciendo que mi dolencia se relaciona con la leyenda negra de Malcom Lowry y que bastó que me pusiera a remover sus aguas en Cuernavaca para que me llegara un “estate quieto” de su ultratumba. Y es que los síndromes aparecieron allí, en un fin de semana asombrosamente similar a los que habrá vivido el talentosisimo y dipsómano malogrado autor. Para los que lo ignoran, las vicisitudes de sus personajes se confunden con las suyas propias hasta diluir su ficción y su realidad en un destino trágico común. Entre otras cosas, a Lowry le fue como en feria bufa en México, le dimos una probadita de los corruptos servicios de extranjería de entonces y pusimos de patitas en la frontera norte, cuidadosamente vapuleado, a quien ha escrito una de las más portentosas novelas del siglo XX, y de trasfondo mexicano. Claro que sus rancheras tampoco sonaban mal, era sujeto pendenciero, capaz de vender hasta las truzas para mendigar mezcal. Ya durante su primera estancia en Acapulco, había decidido internarse en la Bahía de Santa Lucia a nado para no volver jamás, pero arrepentido o vomitado por las olas, su cuerpo alcoholizado acabó en las tibias arenas de Caleta.
Lo de la maldición Lowry y la coincidencia de mi dengue clásico revelado en Cuernavaca lo fortalece un elemento simbólico clave. Nunca antes había asistido al espectáculo deslumbrante de la aparición del Popocatépetl y del Iztaccíhuatl recortados cual grandiosa tela del Doctor Atl, en el horizonte del Valle de Morelos como fue cosa común en los años treinta, en que los Lowry anduvieron por allí dirimiendo sus conflictos de pareja. El paisaje deslumbrante y el clima que viví estos días era muy semejante al narrado en “Bajo el volcán”. Me estaba moviendo en el escenario donde se desarrolla la tragedia del cónsul Firmin, adobada por el simbolismo de un día de muertos explosivamente mexicano y por las obsesiones y angustias ideológicas y existenciales de un hombre viviendo siempre en los extremos mas atroces y a orillas del precipicio moral. Fui dando, además sin querer, con parajes fundamentales del relato, como el emplazamiento de la cantina “El Farolito”, sin duda uno de los círculos de su infierno, donde se destiló – nunca mejor dicho – el entretejido de una historia de lectura tan perturbadora como la vivencia del propio dengue. A “Bajo el volcán” la recomiendo intensamente, a pesar de su tono poco edificante; al dengue, ni al peor enemigo.