Rutina
Despertó de golpe. La cabeza le dolía espantosamente. Como si el corazón ya no estuviera en su pecho, sino en su cabeza. Dos corazones. Tres corazones. Dos pequeños corazones lentos y mordientes, uno a cada lado de la frente y uno grande, más mordiente todavía, en la mollera. Ya la luz de la mañana había invadido el espacio del dormitorio, tal como los ruidos. Abajo, afuera, ya los automóviles y las motos se movían por la avenida. Las motos, rápidas y ruidosas, los automóviles lentos y aburridos. Un sabor amargo, demasiado amargo, molestaba su boca. Los ojos le dolían. Fue con lentitud al baño. Primero intentó descargar, sin ningún éxito, lo que ocupaba su vientre, que le había parecido urgente. Luego se cepilló los dientes con exagerada lentitud y sin siquiera mirarse en el espejo. Sin querer mirarse de nuevo en el espejo, en el maldito espejo manchado de tristezas y fracasos. Cuando me miro en espejo, se dijo, siempre me miro a los ojos y me da rabia ver a un viejo cada día más deteriorado. La viva imagen del fracaso. El rostro de un hombre mediocre que no alcanzó ninguna de las metas que se fijó a lo largo de sesenta y seis interminables años de rutina. Dos divorcios, el rechazo, casi el odio, de los hijos. La incapacidad, primero para conservar y finalmente para conseguir un empleo. Un simple empleo que le permitiera engañar al tiempo y sobrevivir. Eran demasiados los síntomas. Un anciano de sesenta y seis años que pronto no tendría de qué vivir. Ni por qué vivir. Encendió el televisor. Nada había cambiado. Lo mismo de todos los días. De todas las mañanas. Las mismas imbecilidades de todos los días. De todas las mañanas. Se tomó dos aspirinas. Buscó las cajas de cereales que mezclaba todas las mañanas, la leche descremada, el edulcorante, y preparó el mismo desayuno que tomaba todas las mañanas, lentamente, frente al televisor. Frente al aburrimiento. Como todos los días. Allá afuera, lejos, la montaña también se levantaba, como todas las mañanas. Lentamente, en complicidad con el sol, empezaba a desarrollar el espectáculo cotidiano que hacía, inútilmente, todos los días, todas las mañanas. Todas las mañanas la montaña cambiaba de formas y de colores mientras se dejaba acariciar por la luz del Sol. A veces las nubes se sumaban al juego y el espectáculo se hacía aún más bello. Y más inútil. Porque a esa hora nadie lo veía. A esa hora la mayoría de los hombres soportaba la lentitud del tráfico entre maldiciones e improperios o ya estaban en sus sitios de trabajo, disgustados, amargados. O dormían el dolor de no hacer nada, o de haber hecho algo malo durante la noche o durante la madrugada. Que era su caso. Sabía que había hecho algo malo, muy malo, pero no recordaba qué. La cabeza le dolía demasiado. Apagó el televisor para evitar el ruido que golpeaba sus sienes y su alma. Se dio cuenta de que todos los relojes se habían detenido a las tres y catorce minutos. Por el del equipo de música se dio cuenta de que había sido a las tres y catorce de la mañana, porque, de haber sido de la tarde, diría las quince y catorce, no las tres y catorce. Y fue entonces cuando vio la sangre. Demasiada sangre que empezaba a coagularse. Y hasta su nariz llegó, de repente, el hedor de la muerte. Poco después vio el revólver que estaba a un lado de la almohada. Y la sangre, un auténtico pozo alterado de sangre que teñía de rojo, de un rojo violento, la almohada y las sábanas y buena parte del piso, junto a la cama y a la mesa de noche. Así como la pared, detrás de la cama. Recordó vagamente algo y corrió a verse en el espejo del baño. Tenía una herida pequeña bajo el mentón y una, mucho mayor, en la parte alta de la cabeza. La cabeza ensangrentada, con un pegoste invencible de sangre oscura, como de mermelada.
Con un largo suspiro volvió a la cama. Acababa de recordar que estaba muerto.