Entretenimiento

Crónicas de utopías urbanas

Imaginar la ciudad donde se vive es una responsabilidad ciudadana. Hay ciudades figuradas ya hace cientos de años como Roma, o la misma París, emblemas del paso de los años sobre la piedra y los materiales menos nobles, y que no obstante ello siguen siendo “pensadas”. No voy a entrar en la discusión peregrina pero juguetona de conferir género femenino o masculino a algunas capitales del mundo, pero no deja de intrigar el carácter de persona humana que atribuimos, tantas veces de manera inconciente, al conjunto urbano que acompaña el paso de nuestros días, machaconamente, siempre rumbo a algún lugar. Se nos va el tiempo como arena de reloj en el fluido perezoso del tráfico. Se camina mucho menos que antes porque el vehículo dejó de ser un instrumento y se convirtió en un símbolo de estatus. Un amigo me hizo reparar un día en el esfuerzo denodado de su sobrino por obtener el auto más caro del mercado –como si pudiera ingresar con él al restaurante o a la casa de la novia para presumirlo- y se desprendiera de esa prenda metálica un halo de inteligencia mayor, confiriéndole un haz de prestigio por el mero reflejo de lo material. Hay gente que anda por la vida con el coche puesto, transformado en viandante motorizado de nariz alzada. En la época de regresión que estamos experimentando hemos llegado a la era pleistocena del remedo del tanque de guerra. Esos carromatos llamados Hummer han superado en el mercado del glamour a los descapotables. El lugar común del “ligue” donjuanesco se ha desplazado. Antes reflejaba la seducción una bella  cabellera flotando al aire; hoy parecieran privar los deseos bélicos del camuflaje amoroso entre el acero.

 

Comencé diciendo que es una suerte de obligación ciudadana imaginar la propia ciudad, pero comencé a dudar de esa rotundidad. Las aspiraciones que no se basan en las leyes del mercado o en la propia mercadotecnia están condenadas al fracaso y a su decurrente frustración. No importa demasiado caer en el reino de las utopías. Sigue siendo lícito aspirar a los “hábitat” ideales, aunque estos se vean acotados por la destrucción sin piedad a la que hemos sometido la casa común que nos alberga a todos, porque eso es el espacio público, una morada de convivencia, de encuentro, de esparcimiento, aún cuando se hayan convertido nuestros centros urbanos en todo lo contrario;  por ejemplo, el zócalo de uno de los más bellos emplazamientos del mundo, Acapulco, no es el reflejo de las aspiraciones de los porteños ni de quienes visitan uno de los destinos de playa más reputados. El ombligo de la ciudad debería seguir siendo el principal espacio de convivencia que ya fue un día, en su simplicidad de trazado arquitectónico pueblerino, con una explanada que prácticamente le hace desembocar en el mar. Toda proporción guardada, recuerda la plaza del Comercio de Lisboa, una de las más atractivas en su género, precisamente porque uno de sus majestuosos costados es la gran ribera del gran río Tajo. Lo nuestro es más modesto pero no menos atractivo, y precisa solo de un nuevo diseño que revalorice su arboleda, sus amplias banquetas y saque mejor provecho de edificios, tristemente sin estilo, donde funcionan estanquillos de refrescos, ventas de garnachas, puestos de periódicos y revistas, hoteles de paso en el mejor sentido de la palabra y algunos restaurantes de comida regional y otro de comida italiana que forman parte de una excelente oferta gastronómica popular. 

 

A estas alturas se desprende que no soy urbanista ni arquitecto, y que en todo caso funjo de vecino idealista que se figura un zócalo más hermoso y acogedor donde cualquier  costo para renovarlo sería relativo; la inversión se recuperaría en el corto plazo, con la afluencia masiva de propios y extraños. Digo todo esto porque hace varios fines de semana me siento a degustar platillos (y a escuchar músicos de primera) en terrazas improvisadas que podrían diseñarse de manera más atractiva. En el momento actual parece que los propietarios de los negocios anduvieran a salto de mata con los reglamentos y las disposiciones municipales que les dejan o no sacar a la plaza sillas y mesas, que por otra parte deberían mejorar también, para embellecer la imagen de una plaza clave en el disfrute del fuereño y de los ciudadanos locales. Digo esto porque a veces parece que pusiéramos énfasis tan solo en la entelequia del «turista», como si todo tuviera que aplicarse al visitante y nos olvidáramos de los que radicamos, sufrimos y gozamos nuestra ciudad.

 

No es tarea simple transformar un espacio público de la noche a la mañana. Hay que tomar en cuenta el rezago social y otras urgencias ciudadanas; sin embargo, es posible “visualizar” los cambios si hay voluntad política de gobernados y gobernantes. Lo esencial es remover las inercias de una especie de abandono en la que se hemos ido cayendo, dejando a la buena (la mala) de Dios las cosas terrenas de todos los días. Y aquí entro al terreno de los “habría” y de los sueños: habría que pintar todas las fachadas de blanco. Esa “ausencia” de color neutraliza hasta lo menos agraciado. Habría que vigilar el flujo de pedigüeños y vendedores de chácharas (y no solo erradicar del sitio de manera definitiva el más leve asomo de hampa, de la mínima a la más criminal, la que pasa por la trata o la prostitución de menores); habría que regular el mobiliario público y el de las terrazas y a estas dotarlas de sobras (sombrillas o toldos), y de jardineras. Habría que modular el sonido ambiente… habría… habría…habría…

Fundado hace 28 años, Analitica.com es el primer medio digital creado en Venezuela. Tu aporte voluntario es fundamental para que continuemos creciendo e informando. ¡Contamos contigo!
Contribuir

Publicaciones relacionadas

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Botón volver arriba