Ciudad de la cultura
Antonio Maroño Cal, joven arquitecto que ya lleva nueve años en la Dirección Técnica de la Ciudad de la Cultura de Galicia, nos lleva a tres arquitectos el pasado 23 de Noviembre, a conocer la obra. Soy de lejos el más viejo del grupo, los otros dos José Valladares y Carlos Pita. Pita, gran amigo desde mis tiempos de profesor en La Coruña, fue quien organizó la visita.
El proyecto es de Peter Eisenman (1932), y se la considera el legado arquitectónico de Manuel Fraga Iribarne (1922) quien presidió la Junta de Galicia por quince años, entre 1990 y 2005. Albergará la Biblioteca, el Archivo y el Museo de Galicia (que se inauguraron hace poco), un Centro de Música y Artes Escénicas y un Centro de Nuevas Tecnologías que aún no se comienzan.
Pero no es el programa lo especial del conjunto, sino su gigantesca escala que se impone con aires de insensatez, como si fuese un Valle de los Caídos secular. Está en el Monte Gaiás, desde donde se domina el perfil de Santiago de Compostela, referencia única venida de la historia, que no deja de hablarnos durante toda la visita como si fuese nuestra conciencia.
La Insensatez la acentúan rasgos del diseño provenientes de una retórica manejada por el arquitecto, que desconciertan por gratuitos o ineficaces. Insensatez que por otra parte no es sólo la del tamaño final sino la del ropaje que lo abulta. Me explico: el volumen neto de los ambientes es apenas una fracción del volumen general de los edificios. Los plafones son el instrumento para lograrlo. Sí, los plafones manejados como recurso para uniformizar. Los plafones acusados por Luis Kahn hace menos de tres décadas como un subterfugio para «esconder» errores en alturas, en encuentros de superficies, en resolución de juntas entre elementos disímiles. Aquí se despliegan por todas partes ocultando oquedades, espacios sobrantes, cubriendo redes de instalaciones y descendiendo desde techos a paredes hasta rodearlo todo como una envolvente unificadora a la manera de uno de esos líquidos invasivos de las películas de ciencia-ficción. Plafones a los que se suma una piel pétrea que arropa columnas, vigas, cerchas, sube por paredes hasta extenderse por los techos como superficies visibles que se superponen al verdadero techo dos metros más abajo, usando recursos constructivos de alto nivel técnico (¡se sabe construir en España!) y baja razonabilidad. Piel pétrea muy hermosa en sí misma, es verdad, pero utilizada como si se tratase de un manto mágico capaz de darle coherencia a lo incoherente, que viste a todo «lo que hay debajo» como si se tratase de un traje de ocasión. Y en muchos casos protagonizando absurdos.
Eisenman por siempre
En un momento de la visita entramos a un espacio donde se exponen las maquetas del Concurso ganado por Eisenman. Se me ha quedado en el recuerdo algo que se dijo allí: «la idea de Eisenman era sin duda la más fuerte». Porque va directamente a lo que ocurre con los jurados de la mayor parte de los Concursos, que buscan «ideas fuertes» o atractivas sin que haya podido nunca demostrarse que una idea fuerte sea requisito para una arquitectura de calidad, o lo más importante, que conduzca hacia, o sea distintivo de, un buen arquitecto. Las «ideas fuertes» andan por allí dando vueltas en la imaginería propia de la disciplina, al alcance de cada quien, sin que sean otra cosa que posibilidades que se convierten en realidades a manos de un arquitecto que las baja de la nube donde flotan. Y eso ocurre a través de un proceso donde tienen la úlltima palabra la capacidad para responder a un programa, el uso de los materiales y la maestría constructiva, la presencia formal como pedazo de ciudad, el manejo de la luz, la calidad del espacio interno, y el aporte personal, a veces único, esa «gota de perfume» a la que aludía nuestro recientemente fallecido Rafael López Pedraza (1920-2011). En los concursos sin embargo priva una suerte de «look» atractivo, como el de una dama que se atavía, no importa cuan estridente sea su vestuario, para seducir y atraer las miradas. Dama que acaso no merece una relación estable.
Todo lo que allí vimos nos lleva a muchas cosas que iremos tocando aquí. Una de ellas es la vieja idea de que el jurado de un Concurso debe tratar de ir más allá de las apariencias, un asunto difícil en un tiempo dominado por las apariencias. Este proyecto además, estaba en idéntica senda al de Bilbao y su famoso «efecto», tan sobreestimado por el mundo de la rentabilidad y tan poco discutido por la crítica globalizada. Se buscaba a toda costa algo así como una «vanguardia» en tono super-light. Hasta el punto de que dos arquitectos de España, muy conocidos, miembros del Jurado, pese a las evidencias que la obra muestra, han insistido en excusarse. Uno de ellos dijo que la «idea» (¡!) era «buenísima» pero etc etc; el otro que en 50 años los gallegos se enorgullecerían de haberla construído. Bueno, se acaba de inaugurar una parte con protocolo real y discursos en clave periférica luego de gastar más de 600 millones de dólares. Habrá que preguntarle al primero si sigue siendo tan entusiasta. En cuanto al segundo, en cincuenta años ni él ni yo estaremos para saber lo que pensarán los gallegos, pero cargarán con ella y, afortunadamente, en el camino se aligeran las cargas.
Claro, el gran beneficiario ha sido Peter Eisenman. Le dije a Antonio Maroño, profesional serio y riguroso, que el neoyorkino debía condecorarlo. No sé si lo hizo. Se supo que agradeció a Fraga. Vive una paradoja digna de agradecer. El siempre austero pueblo de Galicia lo premió a él, de otro modo un arquitecto destinado al olvido, construyéndole una obra que hace contrapunto en el paisaje con la presencia eterna de Santiago de Compostela. Dejando de lado, lástima, su propio patrimonio humano y cultural.