Crónica de un festival de cine anunciado
“…sucede que no voy a los festivales de cine a ver cine sino a ver los amigos que ven cine –que a veces son los revenants, los que vuelven-. El cine es la más artificial de las artes, pero en Cartagena de Indias* el cine es parte de la naturaleza y se refleja también en ese medio espejo del mar…”
Guillermo Cabrera Infante
*el autor de esta crónica se toma la libertad de cambiar el nombre de la ciudad porque coincide con las virtudes de la caribeña ciudad amurallada.
Admiro y guardo especial afecto por dos amigos colombianos –entre algunos más, cuya presencia añoro-; pero para el caso que nos ocupa, hablaré de Manuel Domingo Rojas y de Javier Sanín, ambos intelectuales y creadores rigurosos en sus oficios de vida: escritor, político y abogado, Manuel, y politólogo, maestro y sacerdote jesuita, Javier. Y ambos vienen al caso porque esta mañana, hojeando “El Libro de las Ciudades” de Cabrera Infante, el azar quiso que cayera en una reflexión (que utilizo como epígrafe aquí) sobre los festivales de cine; así que me vino como anillo al dedo descubrir el texto de ese cinéfilo empedernido que fue el gran escritor cubano, ahora que estoy preparando maletas para asistir, como invitado, a la edición 53 de uno de los festivales cinematográficos de mayor prosapia en Latinoamérica, el de Cartagena de Indias.
En mi afortunado contubernio con esa ciudad, una de las que he hecho mías en el mundo, una oportunidad como ésta es asunto serio, de lujo, que reconozco y agradezco a los generosos organizadores del festival, en el cual ya tuve el privilegio de fungir como jurado, y a la mano siempre amiga del exalcalde Manuel Domingo Rojas y de Juliana, su talentosa hija, siempre empeñada en empresas culturales.
El Padre Sanín, de aguzada pluma y humor fino tan próximo al de George Bernard Shaw se preguntaba –y me lo dijo en un grato correo electrónico- cuáles serían los intereses cinematográficos que me traían de nuevo al festival, después de tantos años de ausencia del mismo. La respuesta me ayudó a reflexionar en ese amorío que sostengo con el cine desde que percibí su mano guía y el placer que desata, tan cerca de las otras artes visuales y de la poesía, más que de la literatura en general.
La respuesta al padre Sanín, simple y concreta, me dejó asomarme de nuevo a una adolescencia en la que la discusión de una película de peso –me refiero al trascendente existencial y no al típico peso pluma hollywoodiano- nos enfrascaba a los amigos de entonces en discusiones sin fin, donde cada quien hacía su propia película, a partir de la recién disfrutada, a veces de manera obsesiva. Y tal vez estaba allí el germen que luego fructificó en la suerte que he tenido de estar cerca de mucha gente de cine. Es el caso de varios amigos; el connotado director español, Jaime Camino (autor, entre otras películas, de las “Largas vacaciones del 36”) y del brillante director del cine italiano Ferdinando Vicentini; además, he tratado, en cada uno de los ocho países en los que he tenido la suerte de vivir, a numerosos actores de la talla de Fernanda Montenegro, José Lewoy y el “Grande Otelo” en el Brasil, o la gran estrella Shavana Azmi, en la India.
Pero lo anterior tampoco explicaría de manera convincente lo que me mueve a estar presente en un festival de cine tan dinámico como el de Cartagena, al que asistiré para encontrar a los amigos, pero queriendo ver todo lo que pueda, en contracorriente a la tendencia de Cabrera Infante mencionada arriba. Por cierto, en la crónica del autor de los “Tres Tristes Tigres” que ha motivado ésta, habla, de otros cinéfilos y cita una anécdota vivida con mi gran amigo ya desaparecido, Manuel Puig, el autor de “El Beso de la Mujer Araña”, (una de las novelas latinoamericanas que han sido llevadas al cine y al teatro de manera magistral). A Manuel Puig lo traté durante mis tiempos cariocas. Su casa carecía de cuadros en las paredes. Amaba la pureza de los muros blancos, solo recortada por enormes plantas colocadas en macetas. En aquellos tiempos antediluvianos en materia de aparatos electrónicos, poseía en su casa de varios pisos en Leblón dos enormes televisiones con aparatos reproductores en VHS y Betamax; frente a ellas instalaba a sus amigos, para mostrar las novedades cinematográficas que adquiría durante sus viajes, nos servía una copa, algunos bocadillos y se desaparecía hasta el final de la privadísima sesión para entablar entonces una charla rápida.
Ya de Jaime Camino, el cineasta español, tengo mucha tela de que cortar. Valga ahora caer en la parte fetichista. En uno de mis viajes anuales para verlo en Barcelona llegué con una corbata de regalo; abrió el paquete y me dijo: “…mira, me la anudo de inmediato y te regalaré la que traigo puesta, fue la que usó Vittorio Gasmann en mi película, y sé cuanto lo admirabas. Al concluir el rodaje me la dejó en su recuerdo, diciendo, no me pertenece, es de la producción, en un guiño elegante que enmascaraba su gesto”.
Del otro amigo cineasta, el italiano autor de “Ilaria Alpi – Il più crudele dei giorni”, también sería cuento de nunca acabar referir facetas de una intensa amistad que nos lleva a encontrarnos, por donde andemos en el mundo, al menos una vez al año. Con él incursioné en la traducción y adaptación de guiones; trabajamos uno de los suyos, que aún aguarda para ser producido en México. Pero lo que viene al caso también es contar que el año pasado me hizo un regalo recordando las breves famas Warhollianas, y otorgándome a mi unos instantes de notoriedad en su última película, “Vinodentro” que será presentada en Cannes o en Venecia este año, con un elenco de lujo, la bellísima Giovanna Mezzogiorno (ustedes la habrán visto en “El Amor en tiempos del cólera”) y Vicenzo Amato. Pues bien, Ferdinando nos invitó a mi mujer y a mí a presenciar los trabajos en el set, durante los últimos tres días de la filmación de su nueva película, en Trento, y allí se le ocurrió que interpretara el minúsculo papel de un médico que reporta la muerte del actor principal. La escena tomó casi la jornada entera. Ni siquiera sé si me distinguiré en la pantalla: la escena fue filmada a media luz, en una delegación de policía, mientras los bomberos de la ciudad proyectaban vigorosos chorros de agua sobre la ventana, simulando una tormenta, aderezada con rayos y centellas.
Claro que antes de esa fugaz aparición ya me habían ocurrido dos previas, la primera, cuando tenía quince años, como “extra” –y uno de esos que se mantiene pegado al protagonista principal, el recientemente desaparecido Julio Alemán- en la película “Tampico”, un verdadero churro mexicano”. La otra aparición fugaz, fue televisiva y raya en la experiencia sicoanalítica: incluía oficiar como sacerdote. Mi gran amigo, el notorio productor Luis de Llano me pidió que me convirtiera en Juez de Paz y casara a los jóvenes de su telenovela “Atrévete a soñar”. Era una trampa, al final me convenció de hacer de cura, cumpliendo así, al menos virtualmente, el sueño de toda madre católica, como la mía.
Seguirá.