Rayuela, sigue el juego
Cuando Rayuela fue publicada en Buenos Aires en 1963, Julio Cortázar tenía entonces 50 años, con lo que podemos decir que la novela más experimental, novedosa y provocadora que se escribió en los tiempos del boom fue la obra de alguien que a los ojos adolescentes de mi generación era ya mayor, pero según la fama nunca dejaba de crecer y tampoco envejecía, un gigante de siete leguas que iba botando años por el camino hasta volverse un adolescente que se va haciendo niño, como aquel Isaac McCaslin, el personaje de William Faulkner en Desciende, Moisés.
Lo experimental, lo que parece desmedido porque rompe las reglas o se burla de ellas, se vuelve corriente un día porque ya es clásico, y viene a convertirse en un modelo que se cuela de manera imperceptible en la escritura del futuro. Esa es mi sensación al abrir otra vez las tapas negras de mi vieja edición de Rayuela. Apagado el ruido de la novedad de los capítulos intercambiables, o suprimibles, el léala como quiera y pueda, lo que permanece es la majestad de la prosa, única capaz de hacer sobrevivir un libro a través de las edades.
“¿Encontraría a la Maga…?”. De los libros inolvidables uno aprende de memoria al menos el primer párrafo, o esa lectura nunca existió, se la llevó el agua del tiempo en su fluir incesante. Y la entrada de Rayuela puede leerse ya, pasado medio siglo, créanme, como el de cualquier otro de los clásicos que vuelven siempre a la memoria envueltos en su propio resplandor, esas felices epifanías de la lectura que nos reencuentran con el milagro.
Podíamos, podemos, leerla como mejor nos viniera, nos venga, en gana. Como una elegía porque desde la primera página la Maga es evocada de manera tan doliente igual que Neruda evoca a la Maligna en el Tango del viudo; como la saga épica de un viaje urbano incesante, Horacio Oliveira perdido en los meandros de París como Leopoldo Bloom en los de Dublín; oírla correr como un río metafísico que arrastra aforismos filosóficos vueltos al revés; un tratado de jazz con lo que también es una novela de fantasmas impenitentes; o la desaforada roman comique de partirse de risa que propone Morelli, uno de los alter ego de Cortázar porque allí en ese mundo peripatético todos los personajes son alter ego suyos, novela de mamadera de gallo, catálogo crítico de esperpentos y cursilerías, antinovela, desnovela, contranovela, metanovela, paranovela, quién no iba a sentirse entonces seducido al ver las piezas del juguete dispersas por el suelo y al niño cejijunto aquel tan grande con las manos llenas de grasa tratando de colocar bielas y manivelas en el sitio que no era, igual que una vez lo había hecho muerto de risa aquel viejo clérigo Laurence Sterne en las páginas de Tristram Shandy.
Para los nostálgicos que aprendimos en las páginas de Rayuela a despreciar el orden establecido y a cuidarnos de la trasgresión de escribir en papel rayado y apretar el tubo de pasta dentífrica desde abajo, cabe una pregunta: ¿habrá envejecido Rayuela junto con todos nosotros? Es una pregunta generacional y hay que tomarla así.
He indagado entre los escritores jóvenes que se abren camino en este siglo veintiuno de tan pocas certezas y demasiadas incertidumbres, si reconocen en ella su atrevido sentido de ruptura, la narración siempre al borde del abismo, el lector que atraviesa la cuerda floja en persecución del novelista que va por delante balanceando la pértiga en busca de esa alternancia perturbadora entre lo cómico, la inefable Berthe Trépat, y lo trágico, la muerte del niño Rocamadour en el sórdido amanecer de París mientras sesiona en el Club de la Serpiente.
Algunos coinciden plenamente conmigo, otros me han dicho que lo que pasa es que Rayuela fue a mi generación lo que Los detectives salvajes de Bolaño es a las nuevas, una biblia laica de enseñanzas acerca de cómo romper todos los platos de la alacena con el mayor escándalo posible, pero a fin de cuentas se trata de dos generaciones distintas. Puede ser, aunque en la literatura que no perece hay necesariamente bastante más. Hay literatura, querido paremiológico y apodíctico Perogrullo.
No eran tiempos de sosiego cuando apareció Rayuela, y tampoco era una novela tranquila para leer en un fin de semana y luego ponerla en su lugar del estante y olvidarla. Era, en cambio, un animal extraño que se quedaba rondando por los libreros, meneaba inquieto la cola y te enseñaba los dientes, se masturbaba delante de las visitas y se meaba en la vajilla. Un libro poco inocente que a manera de epígrafe anuncia máximas, consejos y preceptos particularmente útiles a la juventud en busca de contribuir a la reforma de las costumbres en general, te ponía necesariamente en guardia, ojo que aquí hay gato encerrado de esos que solo tienen tres pies.
Desde Erasmo y Cervantes la locura es un arma moral de carácter letal, y Cortázar la empleaba a fondo. La locura, hermana siamesa de la risa que por su parte es un remedio infalible, ya lo advertía Selecciones del Reader’s Digest. Hay que entrar a Rayuela por la puerta de la risa, suelo decir a mis jóvenes amigos, y nadie se perderá en el camino. Es, en verdad, toda una epopeya cómica.
Rayuela, nuestra biblia de tapas negras, que yo recuerde no contenía propuestas políticas ni redentoras en aquellos dorados años sesenta cuando lo que abundaba eran llaves ideológicas maestras, y también ganzúas, para abrir todas las puertas del futuro socialista. Los ácratas del Club de la Serpiente, Oliveira a la cabeza, en cambio, se paseaban despreocupados por un paisaje ontológico en el que las preguntas, a veces poco cuerdas, exigían más preguntas y no respuestas. Y el mismo Cortázar está conforme en que Rayuela es “el agujero negro de un enorme embudo”, de esos por el que se van preguntas y respuestas.
Rayuela tuvo su sitial en medio de la humareda y de los ruidos que aún no se apagan del concierto de Woodstock, los gritos de histeria que recibían a los Beatles en los escenarios, las protestas por la guerra de Vietnam, las marchas por la igualdad racial en Estados Unidos, el fin de los regímenes coloniales, los movimientos de liberación en Argelia y el Congo, las calles de París en mayo y la plaza de Tlatelolco en octubre de 1968. Franz Fanon y el Che, Janis Joplin y Martin Luther King, los Beatles y Ben Bella, Bob Dylan y Patricio Lumumba, los Rolling Stones y Malcolm X. Háganle un lugar a Cortázar.
Sin los sesenta nada de lo que estaba por venir en mi vida hubiera sido posible, ni lo que me tocó vivir ni lo que me ha tocado escribir. Aprendí la más lúcida de las compatibilidades, que se podía ser escritor y revolucionario, convertirse desde el principio en alguien que piensa y que a la vez hace, y encuentra que su sensibilidad para escribir es la misma que le sirve para pensar que otro mundo es posible, en la realidad y en la narración. Tierra y cielo, el yin y el yang, para eso estaban las ciencias esotéricas orientales y los mantras de Rayuela.
Ser joven era una carga pesada y seria, las apariencias engañan si solo nos fijamos en las alpargatas, las melenas largas, las boinas de fieltro con la estrella solitaria y los anteojos a lo John Lennon. Estaban allí las barricadas que cerraban la calle pero abrían el camino, como anunciaban los grafitis en las paredes de La Sorbona. Era necesario explorar sistemáticamente el azar, decían también los grafitis, una frase que parece del repertorio de Morelli alias Cortázar.
Sin los sesentas no habría setentas, otra vez, querido Perogrullo, sin esa explosión de locura y esperanzas no hubiese habido revolución en Nicaragua, todos esos ríos azarosos y revueltos que fueron a dar a la mar, que es el vivir. Los guerrilleros en sus escondites leían Rayuela y leían La ciudad y los perros, el boom extendía su onda expansiva hasta las catacumbas e inflamaba a su modo las hogueras; un primo mío comandante guerrillero se puso por seudónimo Aureliano, por Aureliano Buendía, y otro que era campesino vino a llamarse directamente Macondo porque lo copió del nombre de una cantina, así trabaja la patafísica. A nadie hubiera extrañado ver a un Ixca Cienfuegos con el fusil en la mano porque todos andábamos en busca de la región más transparente del aire.
Entre dictaduras militares y golpes de Estado, mediocridad cultural y Gobiernos corruptos, gastada retórica oficial y malos escritores embalsamados, opresión económica y opresión cultural, Cuba sí yanquis no y alianza para el progreso y cuerpos de paz, Rayuela era el manual de reglas para patear culos, útil para quienes en aquellos años fervorosos empezábamos a la vez el camino de la acción política y el de la acción literaria.
No me pregunten si eso producía de verdad buena literatura perdurable que ese no es el caso, pero hubo poetas muy jóvenes y muy buenos como Leonel Rugama quien murió en Managua combatiendo solitario contra un batallón de soldados desde el balcón de una casa de seguridad, y otros como Otto René Castillo cayeron en las montañas de Guatemala, y aún otro fue asesinado por sus propios compañeros de lucha, tal fue el caso de Roque Dalton en El Salvador, entre otras cosas porque era irreverente y se reía demasiado de las jerarquías.
Cortázar colocó cargas de dinamita en toda aquella armazón fosilizada, aunque, perdonen que insista, Rayuela, nunca fue una novela política, ni tenía una sola línea que examinada aún con lupa pudiera tomarse como un lema o consigna de adoctrinamiento. Era nada más la rebeldía en estado puro, la inconformidad como un nido de ladillas. No aceptar ninguno de los preceptos de lo establecido, y poner al mundo patas arriba sin ninguna clase de escrúpulos o concesiones.
El espíritu de Cortázar flotaba sobre esas aguas revueltas de la historia que los cronopios querían tomar por asalto, porque los seres humanos quedaban implacablemente divididos en cronopios, esperanzas y famas. Se trataba de un cuestionamiento a fondo, no de doble fondo. El mundo anterior no servía, el Occidente había agotado. Sistemas arcaicos, verdades inmutables. Patria, familia, orden, la buena conducta, los buenos modales. Para eso estaba el ideólogo Oliveira.
Salman Rushdie dice en La sonrisa del jaguar, el libro donde cuenta su viaje a Nicaragua en 1986, que de visita en un mercado de Managua encontró, para su extrañeza, que el nombre de Cortázar era popular entre las gordas mujeres de delantal que cocinaban y servían la comida a su abigarrada clientela. No es que leyeran Rayuela como si fueran personajes de Lezama Lima sacados de Paradiso, o como de verdad lo hacían los guerrilleros en la clandestinidad. El nombre de Cortázar había llegado a sus oídos porque en la radio y la televisión hablaba de la revolución que de alguna manera él había ayudado a detonar con las enseñanzas de rebeldía antiburguesa de aquella novela “endiabladamente esotérica y complicada” como el mismo Rushdie la califica.
Rayuela enseñaba conductas libres y llevaba de la mano a sus lectores juveniles a la inconformidad perpetua. Pero eso es algo con lo que al fin y al cabo no pueden compadecerse las revoluciones una vez en el poder, porque, oh ley inexorable, la rebeldía que dio vida al ideal absoluto de libertad termina no pocas veces en esclerosis y los héroes convertidos en caudillos, y así la salamandra del pasado termina mordiéndose la cola, diría Morelli. Las utopías reglamentadas se vuelven siempre pesadillas. Un viaje, a veces rápido, desde los sueños a los malos sueños, y de allí a los pésimos sueños.
Cortázar nunca envejeció ni tampoco dejó de crecer como no ha dejado de crecer Rayuela, un libro de iniciación que igual que su autor seguirá botando años por el camino. Solo hay que leerlo, o volver a leerlo empezando, eso sí, por el primer capítulo. Allí comienza su eternidad.
fuente:elpais.com