Los villanos de José Pulido no son tan héroes ni tan tímidos
Lo primitivo, lo tosco, la sobrevivencia.
José Pulido
Una auténtico reclamo contra la villanía, la bajeza, la maldad, la crueldad, la malquerencia, es la esencia indiscutible del nuevo libro de cuentos de José Pulido, Los héroes son villanos tímidos, Otero Ediciones, Caracas, 2013. En efecto, el narrador se adentra en el cuerpo y en el alma de un grupo variopinto de seres humanos hechos para la violencia de todo género y signo: la doméstica, la criminal, la laboral, la verbal, la gratuita y la pagada, en fin, esa endiabladamente cotidiana que los venezolanos enfrentamos sin piedad en calles, periódicos, esquinas, y noticieros, y que asume el triste nombre de morgue, luto, llanto, ajuste de cuentas, sicariato, funeraria, cementerio, en fin, de muerte inútil e innecesaria.
Reconoce sin ambages el narrador – como lo han asentado otros escritores y pensadores – que el hombre parece estar más hecho para la guerra que para la concordia, para la destrucción y no para la procreación, para la violencia y no para la paz; expresa Pulido, refiriéndose a la guerra inveterada, a la violencia humana – convertida, a lo largo de la historia de la humanidad – en inevitable tema de la literatura universal: “Constantemente me preguntan por qué escribo sobre la violencia. Y no hay respuesta, pero creo que todos los escritores de la gran biblioteca universal, no han hecho más que relatar la violencia en sus diversas facetas. Hasta los yahvistas y los evangelistas. Tampoco son apacibles en su belleza Las mil y una noches, La Caperucita roja, Otelo, Romeo y Julieta, Don Quijote de la Mancha, Doña Bárbara, La metamorfosis, La mano junto al muro. La violencia marcha unida al deseo de paz, a la preservación de la mansedumbre. Se trata de algo enfermizo que viaja entre el amor y el odio, la vida y la muerte, la ignorancia y la sabiduría. Por si fuera poco, sé que la violencia ha sido y seguirá siendo uno de los negocios más prósperos que se han inventado. Sólo basta echarle un vistazo al papel que juega el dinero en cualquier acto violento”.
Es la violencia ubicua, omnímoda, brutal, incomprensible, la que caracteriza a los personajes de Pulido, extraídos de la veracidad de la imaginación, de la implacable realidad urbana que no es ninguna fantasía sino pura concha de ajo. Seres abyectos, despreciados y despreciables, viven – si es que una existencia hecha por y para la muerte puede ser llamada vida – para morir matando, el Yimi Loreto quien “mata como si estuviera orinando: no se puede aguantar: es tan asesino que casi no es otra cosa”, es la expresión humana por antonomasia de esa violencia sin sentido, raigal y ontológica, que ni siquiera los Ángeles del Cielo, convocados por Pulido para ejercer la justicia divina, saben como domeñar.
Recurre el fablistán a su larga experiencia de reportero urbano – que todo lo ha visto y reseñado como un indefenso ángel de la calle – para incorporar a sus desmañadas narraciones a unos personajes que son expresión de la más baja calaña humana así como de un lenguaje que es manifestación de un habla degradada, de un español castigado por la ignorancia y recreado por una calle carente de sintaxis y ortografía. Pulido se adueña de esa particular manera de decir y de nombrar que tienen esos seres del inframundo impulsados por la mala leche, por la ausencia de oportunidades y que han decidido, sin ambages ni mucha reflexión, ser malandro, sicario, excluido social, azote de barrio, hampón, estadística policial de fin de semana. Dice Pulido diciendo como ellos dicen: “Mire, panita, yo no sé quien es usté, pero si es un alma en pena lo mejor es que se vaya diendo…yo mato pa que no me jodan…deje que taba chiquito, ando como loco, polque sentía que un bicho me estaba pelsiguiendo… lo sentía de noche, los sentía de día…me resollaba en el lomo…por eso le echo plomo ar que se atraviese…”
El escritor se adentra compasivo en el dolor colectivo, en el familiar, en el intimo y personal, en ese sentimiento incomparable que experimentan cotidianamente las madres de los barrios y de las urbanizaciones todos los amaneceres cuando se asoman al cuarto del hijo y se encuentran con la cama vacía, y sin mensajes en el celular: “Le he pedido a la Virgen de los Dolores, a la Virgen de Coromoto y le he ofrecido promesas a las ánimas del Purgatorio para que me lo traigan sano, y tengo mucha fe (…) pero por la mañanita escucho la radio y me asusto en demasía porque siempre aparece un cadáver que no saben quién es, un ahogado, un tiroteado, un desfigurado (…) Escucho la radio esperando los números de la lotería y siempre gritan ¡última hora! y hablan de un tiroteo y varios muertos y se me encurruja el alma…”
Violento, incomprensible, iracundo, desgarrador, implacable, cruel, frustrante, demasiado urbano y poco humano, es el universo chiquito que andan y desandan los villanos, los antihéroes de José Pulido que nada tienen de tímidos al gritar ¡Quieto o te quiebro! El escritor expresa en estos cuentos de sangre, pólvora y orín su profundo desasosiego, su más genuina angustia, por la roja Venezuela que la dirigencia nacional viene construyendo, y a manera de excusa y explicación, afirma contrito:
“Yo escribo de la violencia sin odio y sin amor por ella, aunque quisiera que el amor predominara. Sé que el amor es la sangre de Dios. Si hay un Dios, su fortaleza verdadera debería ser el amor. Pero es más fácil encontrar a una multitud odiando que a una multitud queriendo. Todos sabemos que ningún proyecto social puede consolidarse si no se le pone orden sereno y consciente a la violencia, pero como que no es suficiente saberlo. Como que no es suficiente sufrirlo. Cuando la gente nueva de hoy se convierta en la gente usada de mañana, tendrá que hacer mercado de recuerdos y nostalgias. Y ojala tenga lugares de referencia para hacer ese mercado sentimental, como yo he tenido las redacciones y el pueblo que habita en todos los periódicos. Hablo de las nostalgias a las que uno acude cuando se trata de impartir justicia y reconocer que en determinado ámbito se aprendió lo sublime y lo tosco. Y que todos, en definitiva, somos hijos de un país que nos necesita juntos en el acto de sembrar y de aumentar las siembras, para que vayan disminuyendo los cementerios”.