Opinión Nacional
La anunciada muerte del teniente coronel
Que las tripas de quien ha hundido a la República en el infortunio, la ruindad y la estulticia valgan más que las tradiciones del país que entretiene con sus quejumbres y lloriqueos lo dice todo. Llevamos un año perdido en la antesala de un hospital habanero. Qué triste sino para un país que un día fue grande.
1.- Pasaron semanas antes que los poderosos se enteraran de la muerte del Libertador. Y meses, posiblemente años, para que la noticia llegara a todos los confines de la desmembrada Venezuela. No sucedió de distinta manera con los restantes magistrados de la República durante todo el siglo XIX y gran parte del XX. Sobraban las razones: el universo comunicacional se había mantenido prácticamente inalterado por los siglos de los siglos y que la muerte de un prohombre de la Colombia recién naciente llegara a oídos de sus amigos o enemigos a cientos de leguas de distancia era tan problemático como lo fuera en tiempos de los romanos. De modo que el curso de los asuntos públicos apenas se alteraba por el hecho. Cuando se tomaba noticia habían pasado demasiadas aguas bajo los puentes.
Tampoco se alteraban mayormente cuando no mediaban distancias, y el jefe de estado moría a pocas esquinas de distancia del boticario, el párroco, el cochero o el alguacil de la ciudad. El Poder se hallaba distante más que en el espacio, en el tiempo. Lo rodeaba una aureola de hermetismo, de discreción magisterial, de intangibilidad, de elegancia. Un foso infranqueable sólo abierto a la minúscula oligarquía directamente vinculada al ejercicio del poder. Era asunto de cultura política: recordar a los muertos era signo de tradición y buen gusto. Hacer comidillas de su agonía, asunto de viejas chismosas, de conspiradores, de buscavidas.
Lo cual no significa que el Poder, estrictamente separado de los humores vitales del poderoso, no hubiera prevenido las circunstancias de su fallecimiento tomando las medidas sucesoriales pertinentes. De Gómez podrá decirse lo que se quiera, incluso acusarlo de haber ordenado, si es que lo hizo, ocultar su fallecimiento hasta hacerlo coincidir con una fecha magna. Pero que dejó atadas y bien atadas las circunstancias de su muerte, sin previos escándalos públicos ni chamuchinas menores, lo demuestran los diez años de post gomecismo en manos de sus dos mejores hombres. Proceso dislocado y tirado por la borda en medio de turbulencias de las que aún no sabemos si fueron nefastas o favorables al desarrollo de la conciencia nacional. Pero esa ya es harina de otro costal.
Los muertos de la democracia han sabido hacer mutis sin ningún escándalo. Betancourt murió en Nueva York, sin ningún aspaviento. Y bien los merecía: no sólo fue el primer presidente de la democracia. Fue el estadista de mayor alcurnia que conociera Venezuela en toda su historia. Leoni desapareció con la proverbial discreción que lo caracterizara: sin hacerle pasar un mal rato a nadie. Herrera Campins agonizó y murió rodeado de los suyos, sin alterar agendas ni protocolos. No mereció ni siquiera una mención del agónico más aspaventoso de la historia de Occidente. Caldera se fue casi inadvertidamente, a pesar de la profunda huella que causara en la historia política e intelectual de la Nación. Y si la muerte de Pérez provocó un discreto y elegante alboroto, la culpa no fue suya. Fue de aquel que creció e hizo carrera política a su sombra, como un gusano de su cadáver.
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Los años me han permitido asistir a la agonía y muerte de muchos presidentes. Ya retirados o en ejercicio. Demócratas ejemplares, autócratas impenitentes y hasta algunos dictadores. De Stalin a Juan Domingo Perón y de Franco a Augusto Pinochet. Tengo memoria de los poderosos que han muerto por lo menos desde la mitad del siglo pasado, entre Papas, Nobeles, artistas del showbiss, pintores, escultores, compositores célebres, periodistas renombrados y de un cuanto hay de personajes que destacaron por algún atributo mayor en el gran escenario del mundo. Pablo Picasso, Pablo Neruda y Pablo Casals, Hemingway, Chaplin, Humphrey Bogart, James Dean, toreros, comediantes, cantaores geniales como el Camarón de la Isla. Recuerdo la muerte silenciosa de Mao, la espiritual evasión de este mundo de Ho Chi Mihn, la súbita y terrible ejecución de los Rosenberg, del Ché Guevara, de John F Kennedy, de John Lennon, el bienamado. Y muy de paso, las muertes en tono menor de los segundos de este régimen, desde Núñez Tenorio a Pedro Duno, hasta el licenciado Tascón, la revoltosa Lina Ron, el reservado Willian Lara y el extraño Danilo Anderson. Del que jamás se supo si era un bribón o un adelantado.
No recuerdo en este medio siglo de muertes famosas, entre las que debemos destacar a la despampanante Marilyn Monroe, la misteriosa Greta Garbo, la divina Maria Callas, la luminosa Whitney Houston y el extravagante Michel Jackson agonía más publicitada y muerte más anunciada que la de un pobre hombre elevado a las alturas de su país y del mundo por la arrolladora mediocridad ambiental y la inagotable riqueza del subsuelo de su patria. Que pudo malgastar, derrochar y dilapidar a discreción gracias a la mudez, la inopia y la incapacidad de su oposición.
Sólo el desenfado, la incultura, la carencia de clase y estilo de nuestras élites han hecho posible esta telenovela barata y obscena a la que la alharaca, la impertinencia, la majadería, la vulgaridad y la estupidez de un oficial de rango medio de nuestras no muy gloriosas fuerzas armadas se ha sentido autorizado. Que las tripas de quien ha hundido a la República en el infortunio, la ruindad y la estulticia valgan más que las tradiciones del país que entretiene con sus quejumbres y lloriqueos lo dice todo.
Llevamos un año perdido en la antesala de un hospital habanero. Qué triste sino para un país que un día fue grande