Con el estómago no se juega
Si, como se afirma frecuentemente, la Segunda Guerra Mundial hubiese sido peleada para derrotar a unas ideologías nefastas, nadie pudiera dudar de su legitimidad. Hoy, nadie sensato admira por las ideas que propugnaban a Hitler, Mussolini, Togo o Petain —por poner uno de cada nacionalidad de entre los perdedores. Pero, ¿y si la guerra no hubiese sucedido en la búsqueda de tan altas miras, sino por el afán de poseer riquezas materiales? Entonces la cosa no resultaría tan altruista.
ECONOMIA DE PUERTOS
Esa es la hipótesis que plantea Lizzie Collingham en un libro leído recientemente, “The Taste of War”: que la búsqueda de alimentos fue el motivo fundamental de esa conflagración. Es una teoría que no puede dejarse de lado porque durante esa guerra, no menos de 20 millones de personas murieron de hambre, desnutrición o enfermedades asociadas a ellas. Un número que es mayor al de las muertes ocasionadas por los combates.
La autora argumenta que los planes expansionistas de Alemania y Japón tienen que ser vistos a la luz de una economía mundial en la que el producto fundamental era la comida. Dice que el imperio británico dominaba el comercio global de esos bienes; que por la gran depresión, los gobiernos alemán y japonés no podían obtener internamente los alimentos que necesitaban sus poblaciones y eso les dejaba dos opciones: o aceptaban las humillantes condiciones de los ingleses, o podrían intentar controlar más territorio y, con ellos, la producción alimentaria de esos lugares.
En búsqueda del Lebensraum, es que Hitler avanza hacia Ucrania y Polonia, y los nipones invaden China y Corea. Cuando los nazis tuvieron que elegir a quien matar para aumentar el caudal de alimentos disponibles, pensaron racialmente y escogieron a los judíos. En algo, por la deformada concepción de que estos eran la fuente de todos los males sufridos por Alemania; en mucho, porque gente de esa religión representaba un alto porcentaje de la población en los territorios que iban a ser colonizados.
La desesperación por el hambre fue la que motivó los enérgicos, suicidas, ataques japoneses al final de la contienda: necesitaban obtener sus alimentos del enemigo.
Al igual que los países del Eje, la Unión Soviética deseaba ser autosuficiente en alimentos. La solución de Stalin no fue invadir territorios extranjeros, sino colonizar a Rusia desde dentro: la agricultura fue «colectivizada» y puesta bajo el control del Estado. El resultado: millones de personas muertas por desnutrición. Asesinadas en la «guerra» que declaró Stalin contra los agricultores y que resultó en muchos controles y baja productividad —igualito a lo que se intenta por aquí.
La paradoja es que llegó un momento en el que los rusos sobrevivieron por un “capitalismo” sui generis: Stalin permitió que los agricultores trabajaran por una ganancia y que los intermediarios se beneficiaran de las ventas de los alimentos. Sin embargo, al final, fue la comida americana la que le mató el hambre al soldado soviético.
El dominio norteamericano durante y después de la guerra no fue solo por su producción industrial, sino por su abundancia de alimentos. Con la guerra, apareció para la agricultura estadounidense una coyuntura perfecta: mucha demanda en el comercio internacional, buena estabilidad económica interna y muchos recursos para el desarrollo tecnológico. Las mejoras en plaguicidas, abonos y especies híbridas se extendieron desde Estados Unidos al resto del mundo. Por primera vez, en un mundo que había padecido hambre desde el comienzo de la historia, empezó a abundar la comida. Tanto que, después no se conforma con enseñar al mundo cómo producir y distribuir comida sino que, ¡maldita sea!, influye en la dieta y los gustos. Con el fast food incluido…
Pregunto ahora: ¿durará para siempre ese oversupply? Esa abundancia ha hecho que la población aumente más rápidamente. Lo que implica que tendremos que producir cada vez más comida y con más eficiencia. Pero el cambio climático, la escasez de agua, el exceso de químicos en el suelo hacen dudosa la fertilidad del suelo de cara al futuro. ¿Cómo se comportará China dentro de treinta años, cuando sus suelos ya no tengan capa vegetal? ¿Cómo reaccionarán los países de Europa y Suramérica que dependen de la nieve que se derrite en sus montañas cuando ya estas no tengan glaciares? ¿No empezaremos, en el siglo XXI, a observar en los países conductas parecidas a las de la primera mitad del siglo XX? Piénsenlo…
Y aterrizo porque se me acaba el espacio. La taimada mezcla de fascismo y comunismo que ha desplegado durante largos catorce años un régimen que nos ha cobeado con eso de la “soberanía alimentaria” mientras lleva a cabo una estúpida estrategia de acabar con la producción nacional —no solo de comida, sino de todo— y privilegia la importación de los alimentos que antes generábamos nos va a encontrar con los pantalones abajo cuando llegue la época de las vacas flacas que vaticino en el párrafo anterior…