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Cuando el alma pinta: Emocionalismo e Inteligencia Emocional

En el extenso universo del arte, la pintura ha sido desde siempre un canal privilegiado para expresar lo sublime. Bajo la luz del emocionalismo estético, esta forma de arte no se limita a la representación visual, sino que se convierte en un vehículo profundo de las emociones humanas. No importa cuán abstracta o figurativa sea una obra; si logra conmover, despertar recuerdos, o sembrar una inquietud en el alma del espectador, entonces, ha alcanzado su propósito fundamental.

El emocionalismo sostiene que la esencia del arte reside en su capacidad para comunicar sentimientos auténticos, ya sea del artista hacia el espectador, o incluso del espectador hacia sí mismo. En este sentido, el cuadro no es simplemente una superficie pintada, sino un diálogo emocional silencioso, donde cada trazo revela una intención y cada color, una emoción no expresada.

Si nos remitimos a los fundamentos filosóficos del emocionalismo en la pintura, observamos que tiene sus raíces en una visión humanista y expresiva del arte, donde la razón queda en segundo plano y la emoción toma protagonismo como centro de la experiencia estética. Uno de los pensadores más influyentes en esta corriente es Benedetto Croce, quien afirmaba que el arte no es imitación de la realidad, ni una construcción técnica, sino la expresión inmediata de la intuición y el sentimiento.  Como artista me parece hermosa esta concepción. Para Croce, crear una obra artística es volcar en forma concreta lo que se siente internamente, sin filtros racionales

Asimismo, León Tolstói sostenía que el arte verdadero es aquel que transmite la emoción vivida por el artista de forma que otros puedan experimentarla también. En su visión, la pintura que logra comunicar amor, sufrimiento, gozo o nostalgia se eleva por encima de lo decorativo y se convierte en un acto de comunicación espiritual.

Reflexionando sobre cuando la pintura nos habla al corazón, pienso que hay momentos en los que una obra nos detiene.  No por su técnica, ni por su fama, ni siquiera por su belleza en el sentido clásico, sino porque nos toca en lo más profundo de nuestro ser.  Nos quedamos frente a ella, inmóviles, con la sensación de que nos comprende, de que hay una emoción compartida que no necesita ser explicada.  En esos instantes, entendemos lo que el emocionalismo propone: el arte no se mira con los ojos, sino con el alma.

Desde esta vivencia, la obra deja de ser un objeto y se convierte en un puente entre dos mundos interiores: el del artista que se expone al pintar, con todas sus emociones, su técnica y su experiencia, y el del espectador que se permite sentir al mirar. Es una forma de comunión que trasciende tiempo, cultura y lenguaje. Se da lo que en inteligencia emocional se define como empatía.

Lo anterior me lleva a relacionar lo que es la pintura, el emocionalismo y la inteligencia emocional, es decir el arte de sentir con conciencia.

En un mundo que a menudo premia la rapidez, la productividad y la lógica, la pintura -cuando se aborda desde el emocionalismo- nos invita a hacer una pausa y a entrar en contacto con lo más humano que poseemos: nuestras emociones. Y en ese encuentro silencioso entre color y alma, surge una dimensión profunda de la inteligencia emocional.

Observar una pintura desde la sensibilidad emocionalista ,no solo implica sentir, sino reconocer lo que sentimos, nombrarlo, aceptarlo, y quizás también comprender lo que otros sienten. Este proceso es, en esencia, un ejercicio de inteligencia emocional: conciencia de uno mismo, empatía con el otro y capacidad de gestionar las emociones con profundidad y autenticidad.

El arte enseña a mirar con el corazón, a interpretar gestos invisibles, a desarrollar una forma de sabiduría emocional que muchas veces no se enseña con palabras.

La pintura, vista desde el emocionalismo, no es solo un acto estético; es una forma de conversar con lo invisible, de traducir en formas y colores aquello que no siempre sabemos decir con palabras. Es el arte de mostrar lo que se siente y de permitir que otros también se encuentren en esa emoción.

Al relacionar esta experiencia con la inteligencia emocional, descubrimos que el arte no solo nos conmueve: nos educa emocionalmente, nos sensibiliza y nos transforma. Porque el arte, cuando es sincero, no solo embellece el mundo: lo humaniza.  Y es extraordinario ver cómo en ese proceso se siente, se comprende y, a la vez se crea.

Una de las preguntas más debatidas en la estética, es si una obra debe emocionar para ser considerada arte. En ese sentido para los defensores del emocionalismo, sí: consideran que la emoción es el núcleo del arte. Pero otras corrientes filosóficas tienen opiniones distintas.

El formalismo, por ejemplo, sostiene que lo esencial del arte está en su estructura, forma y técnica, no necesariamente en su capacidad para emocionar. Para los formalistas, una obra puede ser arte si demuestra armonía, equilibrio o innovación estética, aunque no despierte una emoción fuerte.

Desde el intelectualismo, se considera arte aquello que estimula el pensamiento o comunica una idea, incluso si no provoca una emoción. El arte conceptual, por ejemplo, desafía al espectador a reflexionar más que a sentir.

En el fondo, el valor de una obra puede residir tanto en su forma, en su mensaje o en su carga emocional. No es obligatorio que una obra emocione para ser arte, pero cuando lo hace, accede a una dimensión profundamente humana que muchos consideran la más genuina del arte.

Al estar trabajando desde hace un tiempo la Inteligencia Emocional me llamo la atención lo expresado por Benedetto Croce, quien influye en la corriente del emocionalismo. Él rechaza el arte como copia de la realidad y, en el paisajismo, solo valora la obra si el paisaje sirve de vehículo para una emoción auténtica, no por su fidelidad visual. Plantea también que no importa si es un paisaje, un retrato o una escena mitológica:  lo esencial es que comunique una experiencia interior.

Como artista y pintora del Ávila en todo su esplendor, confirmo que desde que comienzo un cuadro hasta que lo termino, entro en una cascada de emociones.  Desde que veo el lienzo en blanco hasta que lo culmino con toda la gama de colores, líneas y todo lo que implica la naturaleza -y por supuesto con lo que trasmito-.

Llego a la conclusión de que el Ávila es más que un paisaje: es memoria, es identidad, es magia, es emoción convertida en forma, es inteligencia emocional. El Ávila como símbolo toca el alma de quien crea y de quien contempla. Por tal motivo, es arte verdadero. Y es arte por la emoción que despierta cuando lo pintamos desde el alma. Por eso creo, tal como lo expone el emocionalismo, que la emoción es el núcleo del arte.

isacisneros17@gmail.com

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