El mito tecnocrático
Como si sus capacidades como “infalible” vacuna contra el caos no hubiesen sido objeto de suficiente cuestionamiento en otros momentos, pareciera que la crisis global de la política está creando condiciones para que los defensores de la utopía tecnocrática vuelvan al ruedo. La propuesta de sustituir a los políticos profesionales por expertos, técnicos, científicos y líderes de la industria, asumiendo que los conocimientos y experiencia de estos últimos los califican de forma automática para gestionar los asuntos públicos de manera eficiente, entraña no pocas confusiones y amenazas.
Está visto que las expectativas que genera ese “gobierno de los expertos”, no obstante, han contado y siguen contando con dispares y entusiastas promotores. Recordemos que en La República Platón aconsejaba que cada miembro de la polis se ocupase de “aquello en lo que resulta mejor”: “en un barco no debería decidir el más popular, ni las creencias populares, pues no por ser mayoría conocerán el camino”. Saint-Simon argumentaba en el siglo XIX que los aristócratas no sabían lidiar con las complejidades de la tecnología ni tenían la experiencia que requería el ejercicio del poder; por tanto, “en nombre del progreso, hay que pasar al gobierno de los expertos». También aparecen excéntricos como los del Movimiento Tecnocrático o «Technocracy Inc.”, para quienes la eficiencia sólo puede ser medida científicamente. Fundado por Howard Scott a raíz del crack de Wall Street y la Gran Depresión de 1929, dicho movimiento veía en la democracia apenas una vía para otorgar poder a los incompetentes, y en la aplicación de la ciencia y la tecnología -el Tecnato y sus Urbanatos– una cura radical para el problema de la desigualdad, la desmedida ambición capitalista y la explotación. (Y he aquí un dato muy llamativo: el canadiense Joshua Halderman, quien estuvo al frente de dicho movimiento entre 1936 y 1941, es el abuelo de Elon Musk.)
“Salvación” sospechosa
Frente al desprestigio de los partidos, las pifias del liderazgo, el anémico desempeño de gobiernos democráticos para atajar la persistencia de los desarreglos socioeconómicos, el escepticismo ciudadano y la desesperada búsqueda de opciones aparecen como reacciones previsibles. Así, en medio de esos remozados malestares, la lógica economicista del homo faber ha encontrado un nicho para validarse e imponerse. No faltan entonces quienes empujados por un extraviado “sentido común” que gana cuerpo en medio de la incertidumbre mal abordada, asocian las supuestas patologías de la democracia representativa al influjo de instituciones sometidas al juego de la lucha por los votos. La “salvación”, entonces, consistiría en reducir el influjo de los políticos y amplificar el rol de las corporaciones, sacrificar legitimidad democrática en aras de ganar eficiencia, crear un nuevo orden mundial en el que la imprevisibilidad de las sociedades abiertas sea sustituida por esferas alternativas de influencia. Esto es, de hecho, lo que asumen regímenes autoritarios “eficientes”, garantizando paz, seguridad y cierta prosperidad -no libertad, naturalmente- mientras navegan a su antojo en aguas libres de contrapesos.
Partiendo de la premisa de que manejar un país puede asimilarse a la gestión de una empresa privada, un espacio destinado a la productividad donde el aséptico y vertical “gobierno de sabios” resulta una exigencia, no pocos gobernantes-administradores con pretensiones de ingenieros sociales o gobiernos influidos por empresarios se han estrellado contra un muro de imperfectas y complejas realidades. Durante la década de 1980, tras la adopción de políticas pro-mercado y de reducción del Estado enmarcadas en el Consenso de Washington, en Latinoamérica no faltaron ejemplos de esa no siempre impecable incursión de los empresarios en la política. El caso del peronista Carlos Menem y su promesa de una “revolución productiva” en una Argentina que dejó sumida en el desempleo, o el del outsider Alberto Fujimori en un Perú sacudido por el cierre del Congreso de 1992, resultan paradigmáticos. A Macri, de nuevo en Argentina, no le fue mejor a la hora de procurar consensos, protagonizando un sonoro fracaso en 2019 con sucesivas corridas cambiarias, devaluación, pérdidas de reservas e inflación. Una situación que contrapuntea con el polémico éxito de Nayib Bukele en El Salvador, donde la abrumadora popularidad del “presidente cripto” y de su partido, Nuevas Ideas, cabalga a lomos del deterioro de la democracia. También en la Venezuela arruinada por la regresión del Socialismo del siglo XXI ocasionalmente ha prendido la sospecha de que un empresario puede hacerlo mucho mejor que el político: recordemos la pegada comunicacional del no-candidato Lorenzo Mendoza en 2018, o la confianza puesta en las movidas de Fedecámaras durante las protestas de 2002, con el penoso corolario del “Carmonazo”.
¿Sabios sin juicio (político)?
Si hablamos de democracia, no parece entonces muy sensato prescindir de la visión de conjunto propia del hombre y la mujer de Estado exitosos, de ese filoso e infrecuente olfato, de esa habilidad para leer el momento, de ese conocimiento que, según Isaiah Berlin, jamás podría reducirse a ciencia exacta (don que implica, sobre todo, “capacidad para integrar una enorme amalgama de datos en perpetuo cambio, abigarrados, evanescentes, siempre superpuestos, demasiado profusos, demasiado fugaces, demasiado entremezclados para atraparlos, clavarlos con un alfiler y etiquetarlos como si fueran mariposas”). Subestimar esa cualidad ha resultado menos inteligente y provechoso de lo que parecía. Nunca sobra reiterarlo: la experiencia sugiere que el problema que pretendemos resolver con la supresión de la política, suele devolverse agravado con creces. Afirma Ben Ansell (2023) que “la política fracasa cuando creemos que podemos arreglárnosla sin ella… cuando no nos la tomamos en serio… cuando intentamos reprimirla, sofocarla o proscribirla”.
En el marco de ese descrédito que hoy promueven los neopopulismos iconoclastas, los tecnolibertarismos y sus mitos tecnocráticos, el anuncio del empresario-presidente Trump sobre la creación de un Departamento de Eficiencia Gubernamental liderado por Musk a fin de «crear un enfoque empresarial para el gobierno nunca antes visto», contribuye a reavivar un debate sembrado de sesgos moralistas, determinismos y falsos dilemas. ¿Tecnocracia vs democracia? ¿Mediocridad de resultados vs “infalible” eficiencia empresarial? Por supuesto, cuestionar no implica negar a priori el talento político que pudiesen descubrir o desarrollar estos potenciales funcionarios (quienes, paradójicamente, suelen venderse como enemigos acérrimos de la burocracia gubernamental). Tampoco cerrarse ante la posibilidad de una sinergia que junte lo mejor de ambos mundos, el de los dueños del dinero y el de los conductores de la polis. De hecho, la moderna noción de gobernanza democrática y “buen gobierno” parte de la premisa de que el diseño y ejecución de políticas públicas es tarea que convoca la cooperación de todos los sectores, Estado, sociedad civil y sector privado. El problema, insistimos, está en alentar esa letal mezcla de antipolítica y pragmatismo. La peligrosa ficción de que la gente estaría mejor sin la estorbosa mediación de los partidos, instituciones y profesionales de la política; protegida por un líder fuerte y capaz de decidir sobre la excepción, pues no está sometido a las reglas del juego.
Y sí, he allí una grave amenaza. Presentir que en el fondo de tal debate subyace el desprecio por la posibilidad de que equipos políticos liderados por demócratas resulten los más indicados para alcanzar metas colectivas. Las falsas certezas de los tecnólogos, advierte Ansell, “los fundamentalistas del mercado y los profetas de izquierda o de derecha no pueden poner fin a nuestra necesidad de intercambiar promesas con respecto a un futuro incierto. Y para eso necesitamos a la política”.
@Mibelis