Jorge Luis Borges: «Utopía de un hombre que está cansado»
«Utopía de un hombre que está cansado», es una de mis piezas más honestas y melancólicas…” Jorge Luis Borges
Hay personalidades del mundo literario con quienes uno se identifica, no solamente por su obra, sino por su personalidad y su manera de vivir; hay dos escritores que han marcado mi formación escritural, ambos son argentinos, uno fue Julio Cortázar (nacido en Bruselas, Bélgica, 1914-1984), considerado una de las figuras más influyentes de la literatura hispanoamericana del siglo XX, y quien produjo obras extraordinarias como “Bestiario” (1951), una colección de relatos que le otorgó reconocimiento, “Rayuela” (1963), con quien revolucionó la narrativa al ofrecer múltiples formas de lectura y se convirtió en un referente del realismo mágico. Cortázar impuso en la literatura innovación, creatividad y misceláneas, como “La vuelta al día en ochenta mundos” (1967) y “62, modelo para armar” (1968); exploró la identidad, el tiempo y la realidad; con un estilo escritural que mezcló lo fantástico con lo cotidiano, en una estructura no lineal y de profundidad emocional.
Y el otro escritor que influyó de manera directa en mi ejercicio escritural perpetuo, fue don Jorge Luis Borges (1899-1986), cuya vida estuvo marcada por la literatura y la metafísica de los sentimientos. Acerca de este autor versará estas líneas (a Cortázar lo abordaremos luego con la profundidad que se merece) y sobre uno de sus cuentos en específico titulado “Utopía de un hombre que está cansado”, el cual publicara en “El libro de arena”, en 1975.
El Borges que fui conociendo a través de sus escritos y sus acciones como personalidad comprometida con la sociedad, ha sido descrito por otros grandes de la literatura de diversas maneras; la obra de Borges marcó una influencia importante en autores como Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y el propio Julio Cortázar; su estilo y sus temas contribuyeron de manera decisiva en la construcción del andamiaje del realismo mágico y otras corrientes literarias en América Latina.
Borges fue un innovador en la ficción; con una escritura donde mezclaba lo ficticio y lo no ficticio, explorando conceptos complejos como el tiempo, el infinito y la identidad; mostrando cómo era posible cohabitar historias usando recursos literarios de la literatura clásica y los desafíos que traía la literatura modernidad, caracterizada esta por una estructura fragmentada, donde los autores experimentan con diversas formas de narración, como el monólogo interior y la narración múltiple, y el manejo de la subjetividad e introspección, donde los escritores exploran los pensamientos y emociones de los personajes, lo que permite una mayor conexión personal con el lector.
La influencia de Borges no se limita al ámbito hispano, su huella también está en la literatura anglosajona; los autores británicos han destacado su capacidad para jugar con temas filosóficos y paradojas, lo que lo convierte en un referente en el canon literario inglés.
Borges creció en un entorno bilingüe, hablando tanto español como inglés desde una edad temprana; esta dualidad cultural se refleja en su obra, que incorpora elementos de diversas tradiciones literarias.
El estilo literario de Borges, a todas estas, hace uso de la ironía, la paradoja y un sentido del humor sutil; legado de su educación literaria anglosajona; Borges tenía la capacidad para entrelazar diferentes tradiciones literarias y explorar temas universales lo establece como un autor universal desde el epicentro de la literatura latinoamericana.
Pero para hablar de Borges vamos a partir de uno de sus cuentos que, a nuestro juicio, hace mejor alusión al mensaje literario borgeano. El cuento se titula «Utopía de un hombre que está cansado», lo escribió entre 1973 y 1974, y fue incluido en su colección “El libro de arena”, publicada en 1975; este relato se sitúa en un futuro indeterminado y presenta una conversación entre dos personajes: Eudoro Acevedo, un viajero; y un hombre que solo habla latín y se hace llamar «Alguien».
El cuento surge como una reflexión sobre la condición humana, el trabajo y la sociedad; Borges utiliza la figura de Acevedo (Eudoro Acevedo) para explorar la desilusión con el presente y el anhelo de un futuro más equilibrado; aborda mundo utópico, el conocimiento se ha reducido a la enseñanza de la duda y el olvido, y los políticos han dejado de serlo para convertirse en comediantes, reflejando una crítica a la banalidad de la política contemporánea. Borges hace alusión a un futuro donde los excesos del presente han llevado a una sociedad que evita el sufrimiento a través del suicidio voluntario a los cien años, lo que se puede interpretar como una crítica al individualismo y a la búsqueda incesante de éxito material. La conversación entre los personajes no solamente mira hacia adelante, sino que también ofrece una mirada crítica del tiempo presente; habida cuenta, el relato sugiere que las soluciones a los problemas actuales pueden ser tan drásticas como el abandono de las estructuras sociales tradicionales.
Otros elementos que introduce Borges a su obra, son los conceptos filosóficos sobre la existencia y el tiempo, sugiriendo que en este futuro utópico, los seres humanos han renunciado a las preocupaciones cotidianas para centrarse en la especulación; se absorbe en cada letra creada por Borges un interés por el infinito y lo eterno.
El cuento «Utopía de un hombre que está cansado» es una meditación sobre el estado del ser humano en su búsqueda de significado en un mundo saturado de información y superficialidad; el escrito invita a los lectores a reflexiona sobre su propia realidad y las posibles direcciones futuras de la humanidad.
La historia del mencionado relato sigue a Eudoro Acevedo, quien se encuentra en una llanura indefinida y es recibido por un hombre que vive en un mundo donde la imprenta ha sido abolida y las nociones de riqueza y pobreza han desaparecido; a medida que conversan, Acevedo descubre una sociedad que ha renunciado a la historia, al conocimiento acumulado y a las relaciones sociales tradicionales. Este encuentro provoca en él una serie de cuestionamientos sobre su propia existencia y la naturaleza del progreso.
El cuanto desarrolla tres argumentos fundamentales: el olvido como forma de vida, donde el personaje del futuro sostiene que han renunciado al pasado y a la memoria, lo que plantea preguntas sobre el valor del conocimiento y la historia; la crítica a la modernidad, donde hay una crítica a la proliferación de información y el papel de los medios en la creación de una realidad superficial; la soledad del individuo: La idea de que cada persona debe enfrentar su propia existencia sin apoyo social resuena a lo largo del relato.
El cuento de Borges, se presenta como un acto radical que busca eliminar el ruido informativo, sugiriendo que el exceso de información puede ser perjudicial; dándole cuerpo a la naturaleza efímera del poder, con la desaparición gradual de los gobiernos que refleja una visión pesimista sobre la política y su relevancia en la vida humana. La creación artística se convierte en un acto personal y solitario, destacando la individualidad en un mundo desprovisto de colectividad.
Es importante tener en cuenta que el estilo narrativo Borges utiliza la postura reflexiva y filosófica, caracterizada por diálogos profundos y descripciones evocadoras. La prosa es clara pero cargada de simbolismo, lo que permite múltiples interpretaciones; el uso del latín como lengua del diálogo entre los personajes añade una capa de complejidad, sugiriendo una conexión con el pasado clásico.
El cuento «Utopía de un hombre que está cansado», tiene como mensaje central na advertencia sobre los peligros del olvido y la desconexión con nuestra historia. Borges sugiere que al renunciar al pasado, la humanidad corre el riesgo de perder su identidad; además, plantea interrogantes sobre el significado del progreso y si realmente conduce a una mejora en las condiciones humanas.
Borges adopta una postura crítica hacia la modernidad y sus excesos, pero hace, a través del diálogo entre Acevedo y su anfitrión, que se manifiesten sus preocupaciones sobre la superficialidad del conocimiento contemporáneo y el aislamiento existencial. Hay implícito un acto de reflexión sobre su propia relación con el tiempo, el conocimiento y las estructuras sociales. En concreto, «Utopía de un hombre que está cansado», es una obra rica en significados que desafía al lector a cuestionar no solo su entorno inmediato sino también las implicaciones más amplias de vivir en un mundo donde el olvido se ha convertido en norma.
Otro aspecto importante a resaltar en esta exploración escritural de Borges, es la utopía, la cual simboliza una visión radicalmente alterada de la existencia humana, donde se cuestionan los valores y estructuras sociales tradicionales. De la utopía borgeana se desglosan los principales aspectos que configuran este simbolismo: Renuncia al pasado y a la memoria, mostrando un relato que se recrea y fantasea en un mundo donde se ha abolido la imprenta y, por ende, el conocimiento acumulado. Este acto de renunciar a la historia simboliza una búsqueda de libertad del peso del pasado, aunque también sugiere una pérdida de identidad y conexión con lo que nos define como seres humanos. La frase «vivimos en el tiempo, que es sucesivo, pero tratamos de vivir sub specie aeternitatis» resalta esta dualidad entre el deseo de trascendencia y la desconexión del tiempo histórico; crítica a la modernidad, donde la utopía se muestra como un cuento donde se refleja una crítica a la modernidad y su obsesión por la información y el progreso. El personaje del futuro sostiene que la multiplicación de textos ha llevado a un «vértigo» que contribuye al olvido y a la trivialización del conocimiento. Este simbolismo sugiere que, en lugar de avanzar, la humanidad puede estar retrocediendo hacia una forma de existencia más vacía y superficial.
Otro principio es el de la individualidad y soledad, el cual presenta la utopía como un símbolo adherido a cada persona, la cual debe producir su propio conocimiento y arte, lo que implica una soledad existencial profunda. La idea de que «cada cual debe ser su propio Bernard Shaw», enfatizando una carga que conlleva a la independencia radical, sugiriendo que el aislamiento puede ser tanto liberador como opresivo.
El relato presenta una sociedad sin gobiernos ni jerarquías, donde las antiguas estructuras sociales han sido desmanteladas. Esto simboliza un ideal de igualdad absoluta, pero también plantea interrogantes sobre la viabilidad de tal sistema; la ausencia de conflictos por poder puede parecer deseable, pero también sugiere un vacío ético y moral.
De manera concreta, la utopía borgeana se presenta en el cuento invitando a reflexionar sobre el sentido mismo de la vida humana; la posibilidad del suicidio gradual o simultáneo de todos los hombres plantea cuestiones sobre el propósito de la existencia cuando se carece de amor, amistad o legado; este aspecto simboliza una desesperanza inherente en un mundo donde las conexiones humanas han sido despojadas de su significado. Borges explora los límites del conocimiento humano, las estructuras sociales y el sentido de la vida misma, dejando al lector con preguntas profundas sobre su propia existencia y el futuro de la humanidad.
En el cuento «Utopía de un hombre que está cansado», Borges recrea la pérdida de la identidad personal a través de varios elementos clave que reflejan una profunda desconexión con el pasado, la memoria y las relaciones humanas. El diálogo entre Eudoro Acevedo y el hombre del futuro revela una sociedad que ha decidido olvidar su historia; la frase «eludimos las inútiles precisiones» indica un rechazo a los detalles que conforman la identidad individual y colectiva. La memoria histórica, que normalmente juega un papel crucial en la construcción de la identidad, es desechada, lo que lleva a una existencia vacía y sin sentido.
El personaje del futuro menciona que no puede decir su nombre porque «me dicen alguien». Esta afirmación simboliza una pérdida total de la identidad personal; el individuo se convierte en un ente anónimo, carente de singularidad. La imposibilidad de recordar su propio nombre sugiere una existencia donde las características personales han sido reemplazadas por etiquetas genéricas.
La utopía descrita en el cuento también implica una forma extrema de soledad; el hombre del futuro menciona que uno puede prescindir del amor y la amistad; esta afirmación resalta cómo las relaciones interpersonales, fundamentales para la construcción de la identidad, han sido eliminadas; la soledad se convierte en un estado natural, donde cada individuo debe enfrentarse a sí mismo sin el apoyo o la conexión emocional con otros.
De todo lo expresado, la pérdida de identidad también lleva en la propuesta escritural borgeana, la carga de una crisis sobre el sentido mismo de la vida; la posibilidad del suicidio gradual o simultáneo plantea preguntas sobre el propósito de existir en un mundo donde las conexiones humanas son irrelevantes; sin relaciones significativas, los individuos enfrentan una existencia vacía, lo que puede llevar a una desesperanza generalizada.
En «Utopía de un hombre que está cansado», Borges utiliza la lengua y el idioma como símbolos poderosos para explorar la pérdida de identidad personal. A través de la despersonalización, el olvido del conocimiento colectivo y la superficialidad del lenguaje contemporáneo, se plantea una crítica a cómo estas dinámicas afectan las relaciones humanas y contribuyen a una existencia vacía y aislada; la obra invita al lector a reflexionar sobre la importancia del lenguaje como vehículo para construir y mantener nuestra identidad en un mundo cada vez más desconectado. Para entender mejor lo dicho, incluimos acá la reproducción parcial del cuento de Borges:
Utopía de un hombre que está cansado
Por: Jorge Luis Borges (Publicado en: El libro de arena, 1975)
(Cuento completo)
Llamóla Utopía, voz griega cuyo significado es «no hay tal lugar».
QUEVEDO
No hay dos cerros iguales, pero en cualquier lugar de la tierra la llanura es una y la misma. Yo iba por un camino de la llanura. Me pregunté sin mucha curiosidad si estaba en Oklahoma o en Texas o en la región que los literatos llaman la pampa. Ni a derecha ni a izquierda vi un alambrado. Como otras veces repetí despacio estas líneas, de Emilio Oribe:
En medio de la pánica llanura interminable
Y cerca del Brasil, que van creciendo y agrandándose.
El camino era desparejo. Empezó a caer la lluvia. A unos doscientos o trescientos metros vi la luz de una casa. Era baja y rectangular y cercada de árboles. Me abrió la puerta un hombre tan alto que casi me dio miedo. Estaba vestido de gris. Sentí que esperaba a alguien. No había cerradura en la puerta.
Entramos en una larga habitación con las paredes de madera. Pendía del cielo raso una lámpara de luz amarillenta. La mesa, por alguna razón, me extrañó. En la mesa había una clepsidra, la primera que he visto, fuera de algún grabado en acero. El hombre me indicó una de las sillas.
Ensayé diversos idiomas y no nos entendimos. Cuando él habló lo hizo en latín. Junté mis ya lejanas memorias de bachiller y me preparé para el diálogo.
—Por la ropa —me dijo—, veo que llegas de otro siglo. La diversidad de las lenguas favorecía la diversidad de los pueblos y aun de las guerras; la tierra ha regresado al latín. Hay quienes temen que vuelva a degenerar en francés, en lemosín o en papiamento, pero el riesgo no es inmediato. Por lo demás, ni lo que ha sido ni lo que será me interesa.
No dije nada y agregó:
—Si no te desagrada ver comer a otro ¿quieres acompañarme?
Comprendí que advertía mi zozobra y dije que sí.
Atravesamos un corredor con puertas laterales, que daba a una pequeña cocina en la que todo era de metal. Volvimos con la cena en una bandeja: boles con copos de maíz, un racimo de uvas, una fruta desconocida cuyo sabor me recordó el del higo, y una gran jarra de agua. Creo que no había pan. Los rasgos de mi huésped eran agudos y tenía algo singular en los ojos. No olvidaré ese rostro severo y pálido que no volveré a ver. No gesticulaba al hablar.
Me trababa la obligación del latín, pero finalmente le dije:
— ¿No te asombra mi súbita aparición?
—No —me replicó—, tales visitas nos ocurren de siglo en siglo. No duran mucho; a más tardar estarás mañana en tu casa.
La certidumbre de su voz me bastó. Juzgué prudente presentarme:
—Soy Eudoro Acevedo. Nací en 1897, en la ciudad de Buenos Aires. He cumplido ya setenta años. Soy profesor de letras inglesas y americanas y escritor de cuentos fantásticos.
—Recuerdo haber leído sin desagrado —me contestó— dos cuentos fantásticos. «Los viajes del capitán Lemuel Gulliver», que muchos consideran verídicos, y la «Suma teológica». Pero no hablemos de hechos. Ya a nadie le importan los hechos. Son meros puntos de partida para la invención y el razonamiento. En las escuelas nos enseñan la duda y el arte del olvido. Ante todo el olvido de lo personal y local. Vivimos en el tiempo, que es sucesivo, pero tratamos de vivir sub specie aeternitatis. Del pasado nos quedan algunos nombres, que el lenguaje tiende a olvidar. Eludimos las inútiles precisiones. No hay cronología ni historia. No hay tampoco estadísticas. Me has dicho que te llamas Eudoro; yo no puedo decirte cómo me llamo, porque me dicen alguien.
— ¿Y cómo se llamaba tu padre?
—No se llamaba.
En una de las paredes vi un anaquel. Abrí un volumen al azar; las letras eran claras e indescifrables y trazadas a mano. Sus líneas angulares me recordaron el alfabeto rúnico, que, sin embargo, sólo se empleó para la escritura epigráfica. Pensé que los hombres del porvenir no sólo eran más altos sino más diestros. Instintivamente miré los largos y finos dedos del hombre. Éste me dijo:
—Ahora vas a ver algo que nunca has visto.
Me tendió con cuidado un ejemplar de la Utopía de More, impreso en Basilea en el año 1518 y en el que faltaban hojas y láminas.
No sin fatuidad repliqué:
—Es un libro impreso. En casa habrá más de dos mil, aunque no tan antiguos ni tan preciosos.
Leí en voz alta el título.
El otro se rió.
—Nadie puede leer dos mil libros. En los cuatro siglos que vivo no habré pasado de una media docena. Además no importa leer sino releer. La imprenta, ahora abolida, ha sido uno de los peores males del hombre, ya que tendió a multiplicar hasta el vértigo textos innecesarios.
—En mi curioso ayer —contesté—, prevalecía la superstición de que entre cada tarde y cada mañana ocurren hechos que es una vergüenza ignorar. El planeta estaba poblado de espectros colectivos, el Canadá, el Brasil, el Congo Suizo y el Mercado Común. Casi nadie sabía la historia previa de esos entes platónicos, pero sí los más ínfimos pormenores del último congreso de pedagogos, la inminente ruptura de relaciones y los mensajes que los presidentes mandaban, elaborados por el secretario del secretario con la prudente imprecisión que era propia del género.
»Todo esto se leía para el olvido, porque a las pocas horas lo borrarían otras trivialidades. De todas las funciones, la del político era sin duda la más pública. Un embajador o un ministro era una suerte de lisiado que era preciso trasladar en largos y ruidosos vehículos, cercado de ciclistas y granaderos y aguardado por ansiosos fotógrafos. Parece que les hubieran cortado los pies, solía decir mi madre. Las imágenes y la letra impresa eran más reales que las cosas. Sólo lo publicado era verdadero. Esse est percipi (ser es ser retratado) era el principio, el medio y el fin de nuestro singular concepto del mundo. En el ayer que me tocó, la gente era ingenua; creía que una mercadería era buena porque así lo afirmaba y lo repetía su propio fabricante. También eran frecuentes los robos, aunque nadie ignoraba que la posesión de dinero no da mayor felicidad ni mayor quietud.
— ¿Dinero? —repitió—. Ya no hay quien adolezca de pobreza, que habrá sido insufrible, ni de riqueza, que habrá sido la forma más incómoda de la vulgaridad. Cada cual ejerce su oficio.
—Como los rabinos —le dije.
Pareció no entender y prosiguió.
—Tampoco hay ciudades. A juzgar por las ruinas de Bahía Blanca, que tuve la curiosidad de explorar, no se ha perdido mucho. Ya que no hay posesiones, no hay herencias. Cuando el hombre madura a los cien años, está listo a enfrentarse consigo mismo y con su soledad. Ya ha engendrado un hijo.
— ¿Un hijo? —pregunté.
—Sí. Uno solo. No conviene fomentar el género humano. Hay quienes piensan que es un órgano de la divinidad para tener conciencia del universo, pero nadie sabe con certidumbre si hay tal divinidad. Creo que ahora se discuten las ventajas y desventajas de un suicidio gradual o simultáneo de todos los hombres del mundo. Pero volvamos a lo nuestro.
Asentí.
—Cumplidos los cien años, el individuo puede prescindir del amor y de la amistad. Los males y la muerte involuntaria no lo amenazan. Ejerce alguna de las artes, la filosofía, las matemáticas o juega a un ajedrez solitario. Cuando quiere se mata. Dueño el hombre de su vida, lo es también de su muerte.
—¿Se trata de una cita? —le pregunté.
—Seguramente. Ya no nos quedan más que citas. La lengua es un sistema de citas.
—¿Y la grande aventura de mi tiempo, los viajes espaciales? —le dije.
—Hace ya siglos que hemos renunciado a esas traslaciones, que fueron ciertamente admirables. Nunca pudimos evadirnos de un aquí y de un ahora.
Con una sonrisa agregó:
—Además, todo viaje es espacial. Ir de un planeta a otro es como ir a la granja de enfrente. Cuando usted entró en este cuarto estaba ejecutando un viaje espacial.
—Así es —repliqué—. También se hablaba de sustancias químicas y de animales zoológicos.
El hombre ahora me daba la espalda y miraba por los cristales. Afuera, la llanura estaba blanca de silenciosa nieve y de luna.
Me atreví a preguntar:
— ¿Todavía hay museos y bibliotecas?
—No. Queremos olvidar el ayer, salvo para la composición de elegías. No hay conmemoraciones ni centenarios ni efigies de hombres muertos. Cada cual debe producir por su cuenta las ciencias y las artes que necesita.
—En tal caso, cada cual debe ser su propio Bernard Shaw, su propio Jesucristo y su propio Arquímedes.
Asintió sin una palabra. Inquirí:
— ¿Qué sucedió con los gobiernos?
—Según la tradición fueron cayendo gradualmente en desuso. Llamaban a elecciones, declaraban guerras, imponían tarifas, confiscaban fortunas, ordenaban arrestos y pretendían imponer la censura y nadie en el planeta los acataba. La prensa dejó de publicar sus colaboraciones y sus efigies. Los políticos tuvieron que buscar oficios honestos; algunos fueron buenos cómicos o buenos curanderos. La realidad sin duda habrá sido más compleja que este resumen.
Cambió de tono y dijo:
—He construido esta casa, que es igual a todas las otras. He labrado estos muebles y estos enseres. He trabajado el campo, que otros cuya cara no he visto, trabajarán mejor que yo. Puedo mostrarte algunas cosas.
Lo seguí a una pieza contigua. Encendió una lámpara, que también pendía del cielo raso. En un rincón vi un arpa de pocas cuerdas. En las paredes había telas rectangulares en las que predominaban los tonos del color amarillo. No parecían proceder de la misma mano.
—Ésta es mi obra —declaró.
Examiné las telas y me detuve ante la más pequeña, que figuraba o sugería una puesta de sol y que encerraba algo infinito.
—Si te gusta puedes llevártela, como recuerdo de un amigo futuro —dijo con palabra tranquila.
Le agradecí, pero otras telas me inquietaron. No diré que estaban en blanco, pero sí casi en blanco.
—Están pintadas con colores que tus antiguos ojos no pueden ver.
Las delicadas manos tañeron las cuerdas del arpa y apenas percibí uno que otro sonido.
Fue entonces cuando se oyeron los golpes. Una alta mujer y tres o cuatro hombres entraron en la casa. Diríase que eran hermanos o que los había igualado el tiempo. Mi huésped habló primero con la mujer.
—Sabía que esta noche no faltarías. ¿Lo has visto a Nils?
—De tarde en tarde. Sigue siempre entregado a la pintura.
—Esperemos que con mejor fortuna que su padre.
Manuscritos, cuadros, muebles, enseres; no dejamos nada en la casa.
La mujer trabajó a la par de los hombres. Me avergoncé de mi flaqueza que casi no me permitía ayudarlos. Nadie cerró la puerta y salimos, cargados con las cosas. Noté que el techo era a dos aguas.
A los quince minutos de caminar, doblamos por la izquierda. En el fondo divisé una suerte de torre, coronada por una cúpula.
—Es el crematorio —dijo alguien—. Adentro está la cámara letal. Dicen que la inventó un filántropo cuyo nombre, creo, era Adolfo Hitler.
El cuidador, cuya estatura no me asombró, nos abrió la verja.
Mi huésped susurró unas palabras. Antes de entrar en el recinto se despidió con un ademán.
—La nieve seguirá —anunció la mujer.
En mi escritorio de la calle México guardo la tela que alguien pintará, dentro de miles de años, con materiales hoy dispersos en el planeta.